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DESÁNIMO Y RESISTENCIA

 Publicado: 05/05/2021

La Educación en la encrucijada


Por Julio C. Oddone


Desde hace varios años y aun durante gobiernos de distinto signo, los comienzos de cursos en nuestro país se han visto marcados por diferentes grados de conflictividad, por personal, por recursos, por equipamiento... Demandas que se repiten anualmente y en los diferentes niveles de la enseñanza.

Esta problemática es solamente la cara visible de un problema mucho más profundo y complejo, que podemos definir como “guerra del neoliberalismo” (Giroux, 2018), “barbarie pedagógica” (Cassio, 2019), “proletarización de las escuelas públicas” (Enkvist, 2006) entendida como empobrecimiento; “políticas de desahucio de lo público” (Torres Santomé, 2017), “ofensiva internacional contra la educación pública” (Doufrechou et al., 2019) o “tsunami neoliberal” (Liria et al., 2017).

Estamos frente a una embestida neoliberal[1] contra la educación pública, no solo en nuestro país y América Latina, sino también a nivel global. El mundo entero es su escenario.

Esta embestida se ve reflejada en un proceso creciente de privatización, en la precarización cada vez más acentuada de las condiciones de trabajo y estudio de docentes y estudiantes, en la tecnología mediando absolutamente todos los ámbitos de la relación de aprendizaje, priorizando lo lúdico y lo emocional y dejando de lado los contenidos y las asignaturas o, lo que es peor, licuándolas en los “intereses” de los niños, niñas y adolescentes para una futura utilidad en el mercado de trabajo.

Incluso con cierta desorganización o voluntarismo, hemos logrado enfrentar un “discurso oficial de la educación [que] despolitiza la noción de cultura y desestima la noción de resistencia” y su significado político (Giroux, 2015: 94). 

Los docentes, maestras y profesoras uruguayas se han opuesto a esta situación de ataque permanente, aun reconociendo “la necesidad de seguir construyendo herramientas analíticas que motiven la discusión y den argumentos para comprender y enfrentar la embestida a la que se enfrenta la educación pública hoy” (Doufrechou et al, 2019: 11).

La lucha de los docentes se ha configurado en muchos casos acríticamente o con cierto desencantamiento sobre la situación en la que se encuentran la educación y nuestras alumnas y estudiantes. Pero también existen lugares y grupos de docentes que han encontrado formas de trabajar en conjunto para superar el actual estado de cosas.

Desde el año pasado, al comienzo de la emergencia sanitaria y la consecuencia de la suspensión de las clases presenciales, advertíamos sobre una actitud que se extendió entre los docentes, maestras y profesores, referida a las acciones que tomaron para mantener el vínculo con nuestras alumnas y nuestros estudiantes. Decíamos que la continuidad pedagógica no era solamente, o no pasaba solamente por avanzar en los contenidos de las asignaturas.

En aquel momento, establecimos -siguiendo a Brener- como cosas diferentes la continuidad pedagógica y la pedagogía de la continuidad,[2] entendiendo que era significativamente diferente el lugar que ocupábamos los y las docentes en una y otra opción. En el primer caso es un “servicio” que no puede ser interrumpido; en cambio, en la pedagogía de la continuidad lo rescatable es mantener el vínculo con nuestras estudiantes y alumnos. Y agregábamos: “planteada en esos términos, pretender que las clases virtuales aseguren la continuidad pedagógica es una improvisación”.[3]

Decíamos también, y lo advertíamos en su momento acerca de la virtualización compulsiva a la que nos vimos sometidos desde el comienzo de la emergencia sanitaria, que no podíamos perder de vista el objetivo de nuestro rol: sostener y acompañar en tiempos de emergencia y no atiborrar a nuestras alumnas y estudiantes con tareas solamente pensadas para cumplir con el apartado “clases dictadas” en las libretas digitales. 

Un modelo que se impone en nuestra derrota

Hoy, a más de un año de la declaración de emergencia sanitaria, vemos con cierta alarma y decepción como hemos sido arrastrados a aceptar casi sin crítica la imposición de la plataforma CREA, la imposición de la aplicación Zoom, las coordinaciones virtuales y salas a distancia, y las directivas de las autoridades sobre clases virtuales, teletrabajo, tareas remotas y exámenes, en algunos casos, en modalidad virtual.

Hemos visto la imposición de la virtualidad en forma obligatoria, entendiendo lo tecnológico como un fetiche arraigado en pensamientos absolutamente lineales: si me conecto, aprendo; la virtualidad y la conexión aseguran aprendizajes de calidad, etcétera.

Vemos con decepción que hemos aceptado la virtualidad impuesta, la hemos aceptado sin crítica, sin oposición y casi sin ninguna resistencia. Nos hemos convencido de que estar conectados es dar clase.

En esta emergencia sanitaria hemos sido derrotados.

Hace poco tiempo, tuvimos oportunidad de leer un editorial de un compañero y colega docente[4] en el que nos desafía a matar la esperanza, aun siendo conscientes “que matar la esperanza es abrazar la derrota”.

Perdimos. Pero recién ahora podemos abrazar esa derrota y resignificarla como algo que no solo es contingente, sino necesario. Podemos ahora detener la marcha, dejar de caminar y circular para anclar nuestra práctica revolucionaria a un análisis de nuestra forma de comprender el mundo. Estamos en peligro. Un peligro que nos amenaza con el exterminio de la política, con un vaciamiento de todas las estructuras en donde alguna vez depositamos libido de cambio, libertad y de felicidad.

Leer este párrafo nos impacta profundamente. Debemos reconocer que eso es precisamente lo que nos está pasado.

Desde la declaración de la emergencia sanitaria, la imposición de las clases virtuales, los Zoom y las libretas digitales -con estudiantes en sus casas-, no hemos dejado de caminar en círculos persiguiendo la quimera de la virtualización compulsiva a la que nos han llevado las autoridades educativas.

Hemos colaborado, aun sin mala intención, con una cualidad que Freire señala como cierto “espontaneísmo” (Freire, 2015), y que de alguna manera podríamos catalogar de irresponsable, precisamente por ser acríticos.

El espontaneísta es anfibio -vive en el agua y en la tierra-, no tiene entereza, no se define congruentemente por la libertad ni por la autoridad. Su ambiente es la licencia en la que disfruta de su miedo a la libertad. Por eso es que he hablado sobre la necesidad de que el espontaneísta supere su indecisión política y se defina finalmente en favor de la libertad, viviéndola de manera auténtica, o que esté contra ella. (Freire, 2015: 64)

En el caso de existir entre quienes ejercen la docencia, esta cualidad es sumamente peligrosa porque quien la posee no resiste a priori -no filtra- lo impuesto en forma autoritaria, lo que se impone mágicamente y por fuerza de los acontecimientos e imperio de los hechos. Para el caso: la virtualidad obligatoria, la no presencialidad y los aprendizajes mediados por la tecnología.

Otro artículo de opinión que pudimos leer hace pocos días en Reactiva Contenidos, por parte de otra compañera, nos interpelaba directamente a los docentes, maestras y profesoras. Estos dardos directos los hemos utilizado para interrogarnos sobre la virtualidad impuesta. Nos decía: “¿Cuándo nos volvimos tan inconformistas ante la aberración? ¿En qué momento aceptamos esta realidad distópica, distinta a lo que aprendimos, para seguir cobrando un sueldo?”.[5]

Nos preguntamos ¿dónde teníamos guardado tanto conformismo para aceptar la aberración de la virtualidad obligatoria?

Se nos ha impuesto esa virtualidad y con ella todas las formas posibles de control hacia el trabajo docente. La hemos aceptado sin crítica, sin oposición y sin resistencia. Se nos ha impuesto una nueva forma de trabajo, una nueva práctica y nos hemos convencido de que estar en conexión es dar clase. Y lo peor de todo, nos han convencido de que está bien por ser la única alternativa posible.

Hemos sido derrotados y tenemos cierta responsabilidad en esta derrota.

¿Qué podemos hacer?, o más bien, ¿qué deberíamos estar haciendo?

En este contexto, se nos demanda una gran responsabilidad que, incluso, podríamos calificar como histórica. Así como las trabajadoras y los trabajadores de la salud lo son en sus ámbito, los docentes, maestras y profesores somos la primera línea de contención de una embestida neoliberal contra la educación pública. ¿Qué podemos hacer? Cuando la disyuntiva es entre educación y “barbarie”, nuestra obligación es tomar postura, definida y lúcida por la educación, específicamente por la educación pública.

La función social de las instituciones educativas debería ser, más bien, la de constituir un freno y una seria advertencia contra los efectos devastadores de un mercado abandonado a su propia lógica, en lugar de convertirse en una pieza más de una maquinaria suicida. La escuela debe, efectivamente, cualificar a los trabajadores, pero, por encima de esto, la misión que se le suele asignar en cuanto a la formación de «ciudadanos críticos» no puede quedarse en mera retórica. (Fernández Liria et al.: 59)

En la virtualidad obligatoria, al no tomar conciencia de esta cuestión, nuestro rol docente corre el riesgo de convertirse en esa pieza funcional a la maquinaria suicida que está acabando definitivamente con la educación pública.

Si continuamos con el descuido hacia nuestro discurso crítico, corremos el riesgo de “ser reemplazados por la retórica de los expertos del costo-eficiencia” (Giroux, 2004: 67). 

En los hechos es lo que está ocurriendo: hemos sido invadidos por un voluntarismo irreflexivo que incluso muestra como un logro la cantidad de horas que trabajamos con nuestras estudiantes y alumnos o la cantidad de reuniones Zoom que llevamos a cabo durante el día.

Eso es, precisamente, por lo que nos han derrotado.

Decía una colega, en un reciente intercambio, algo que refleja el estado actual de las cosas y en lo que algunas personas -que tienen la responsabilidad de pararse frente a un grupo de estudiantes- se han convertido: lo terrible no es que a los gatos les guste cazar ratones, lo verdaderamente terrible es que existan ratones que se dejen cazar, porque entonces habrán desaparecido como especie.

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