Compartir
VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 70 (JULIO DE 2014). ARTE, ARETÉ Y AGÓN
El fútbol no es un juego
Por Gabriela Balkey
Muchos intelectuales de izquierda y algunos de mis amigos se enferman cada vez que hay un mundial o cualquier otra justa futbolística en que pareciera que se suspende toda racionalidad. "El fútbol es el opio de los pueblos", dicen algunas mentes preclaras. ¿Tienen razón? ¿Qué tiene el fútbol que nos pone en ese estado?
El ser humano, desde siempre, se ha dotado de actividades que cumplen funciones clave para su supervivencia y desarrollo. El deporte ha cumplido un rol esencial desde la noche de los tiempos, más para sus espectadores que para sus practicantes. Así, en Grecia, los juegos olímpicos catapultaban a sus campeones al estatus de héroes nacionales, de ídolos vivientes de la ciudad; se les dedicaban maravillosas esculturas, financiadas por la demos, y dispuestas en los lugares más destacados de las polis. De hecho, buena parte de las esculturas griegas que conocemos son atletas, y Policleto estableció su Canon a partir de uno de ellos. La poesía europea comenzó con las odas de Píndaro a los atletas y las grandes victorias se cantaban y se recordaban por generaciones. Para Píndaro, una victoria atlética es una especie de metáfora que tiene la capacidad de representar todas las imágenes y matices de esa cosa tan alucinante y compleja que es la existencia humana. En Grecia se invertían exorbitantes cifras de dinero para el acondicionamiento de estadios deportivos. Las pistas donde corrían descalzos contaban con hasta siete capas de diferentes materiales para obtener la mayor eficiencia.
El Canon en el Diadumenos de Policleto.
En Roma, la cosa fue a más. Los circos y anfiteatros, construcciones impresionantes, como el Coliseo, bullían con decenas de miles de personas desaforadas, gritando por sus campeones. Acudían a las competencias habitantes de todas partes, y mientras duraban nadie podía pensar en otra cosa, ni ricos, ni pobres. La inversión para los espectáculos deportivos era de tal magnitud que algunas llegaron a propiciar crisis económicas y subidas de impuestos para financiarlas.
El Coliseo de Roma.
Incluso en el mundo medieval, escasamente urbanizado, se conmovían los pueblos con torneos en que valerosos campeones competían ante los vítores conmovidos de la gente. El "calcio" renacentista iba incluso más allá, terminando casi siempre en grescas generalizadas, barrio contra barrio, contándose los muertos de cada bando como una especie de desquite por el resultado o como doble triunfo. Por lo tanto, lo que sucede hoy con el fútbol no es ni nuevo ni original. Tan solo la tecnología de las comunicaciones modifica las formas de percepción del espectáculo, pero no su esencia última.
El fútbol no es un juego. El futbolista a veces se divierte, a veces no, y el espectador no busca diversión, como no lo hace tampoco al escuchar un concierto. El espectador busca principalmente admirar, emocionarse y conmoverse; lo que se procura es principalmente "experiencia estética", como en el arte. El futbolista es como un artista que comienza, como cualquier otro artista, jugando. A los niños, como dice Unamuno, dioses inmortales, no les interesa si hay espectadores disfrutando de su juego, pero poco a poco su obra va generando gusto por ser vista o escuchada. Una melodía, un dibujo, una moña o un regate van atrayendo más y más gente para el disfrute y despertando los "olé", los "bravo".
Pero el deporte nunca fue cosa exclusiva de deportistas, sino principalmente de espectadores. ¿Qué es lo que nos subyuga de tal forma, qué encontramos en él que se vuelve irresistible? El filósofo Hans Ulrich Gumbrecht explica que el deporte se define a través de dos conceptos: el agón (espíritu de competición) y la areté (persecución de la excelencia). Para los griegos, el espíritu competitivo era lo que permitía al ser humano salir de la mediocridad, sacar lo mejor de sí mismo, superarse, evolucionar. La areté era la prueba tangible de ser "áristos" (el mejor). El que logra la excelencia se sitúa por encima de los demás mortales, su victoria le confiere un poder y un prestigio que ningún dinero puede comprar. El Occidente ha construido su civilización basada en estos valores de competencia y excelencia, y por ello su estudio no puede despreciarse.
Como físicamente no todos estamos capacitados para lograr la excelencia, nos identificamos con un alter ego que sí pueda. La alteridad queda suspendida: cuando juega nuestro cuadro, jugamos nosotros; "ganamos", decimos con orgullo, como si la victoria fuera nuestra; "marchamos", decimos con congoja cuando nuestro cuadro pierde. La areté de nuestros "cracks" es como un néctar que, desbordándose, cayera sobre nosotros mismos.
Ese "nosotros" puede ser un colectivo grande, como un país, o más restringido, como nuestro cuadro. Esa sensación de pertenencia nos da acceso a una areté que de otra forma no tendríamos. Es por ello que la victoria es la clave, solo la victoria nos hace "excelentes", es el componente inextricable de la pasión de cualquier hincha.
Al mismo tiempo, la voluntad de la hinchada por mostrarse, por incidir en el juego, por ser el jugador número 12, es un intento de demostración empírica de que efectivamente son parte de la victoria, y por tanto merecedores de la areté.
Es por ello que, tras la derrota, cabría esperar que toda esta pasión desapareciera y todo volviera a la normalidad. Sin embargo, incluso tras perder nuestro cuadro, si la competencia continúa, muchos seguimos tan enganchados a ella como si nada, por el puro placer del fútbol. Porque está claro que hay dos clases de hincha: por un lado, el que utiliza el fútbol como vehículo para expresar cosas extra-futbolísticas y cuya principal expectativa es recibir esa areté que lo vuelva excelente por un rato y, por el otro, el hincha que es conocedor y gustador del fútbol en sí. Incluso privado de la emoción de "nuestra" victoria, el fútbol sigue siendo absolutamente bello. Puede liberarse de su función de verter sobre nosotros la areté y elevarse, convertirse en una experiencia estética pura, que a través de los sentidos se transmuta en alimento del espíritu.
Las valoraciones que se han hecho sobre la belleza podrían remontarse a Pitágoras. Nada mejor para vincular la estética y el fútbol, ya que en los textos pitagóricos podemos leer cómo la vida misma es vista como una "competición atlética". Señala el griego que algunos son luchadores, otros son vendedores ambulantes, pero "los mejores se presentan como espectadores". Para Pitágoras, experimentar la belleza es simplemente verla, y cita el espectáculo del deporte como ejemplo de ello. Aristóteles, en su Ética a Eudemo, afirmaba que la belleza era “un placer tan intenso, derivado de observar, que puede resultarle al hombre muy difícil apartarse de él”. Se trata de una expresión que produce una suspensión de la voluntad, hasta el punto de quedarse “encantado por las sirenas, desprovisto de su voluntad”.
Hans Robert Jauss explica que la experiencia estética es un tipo de experiencia especial, autotélica, es decir, una experiencia que contiene una satisfacción y finalidad en sí misma, en que los seres humanos, estremeciéndose y gozando, aprenden algo fundamental acerca de sí mismos y del mundo. John Dewey agregaría que "dice algo a quienes impresiona acerca del carácter de sus experiencias en el mundo". Es por ello que estas experiencias abarcan terrenos tan vastos como la psicología, la antropología y la filosofía, entre otros. A diferencia de una experiencia práctica que busca una utilidad, un beneficio, o la teórica que tiene un interés cognoscitivo, o incluso la de implicación personal en que se procuran intereses individuales, la experiencia estética solo existe para ella misma, sin otra finalidad que sentir esa experiencia.
Pero, entonces, ¿es acaso el fútbol un "arte" capaz de producir una experiencia estética?
Habría que empezar por definir "arte". Se impone una mueca: justo definirlo es lo más difícil, marcar sus límites...
Ernst Cassirer se animó a proponer que "arte" era la creación que simbolizaba emociones humanas. Pero, ¿cualquier creación que lo haga es arte? Depende. Morris Weitz decía que las condiciones del arte no podían establecerse de antemano, por lo que cualquier actividad humana podría ser "arte". Lo exponía así: "Los problemas referentes a los límites de los fenómenos, y aquellos que tienen que ver con el arte son un ejemplo de las dificultades objetivas que surgen de la especificidad y complejidad del tema, y parece que no pueden superarse con ninguno de los intentos que se hagan para mejorar la definición". Efectivamente, parece en extremo difícil ceñir los límites del arte, establecer qué es y qué no es arte, no ya desde la calidad del producto, sino desde el tipo de creación de que se trate. Pero entonces ¿cualquier cosa puede ser arte? ¿Su definición es tan elástica que se resiste a toda generalización?
El pensador polaco Wladislaw Tatarkiewicz define la obra de arte como la construcción de formas, o una expresión de un tipo de experiencias que pueden deleitar, emocionar o conmocionar. Desde su perspectiva, es un error que el arte "comercial", de entretenimiento, y otros menos "elevados" que las obras maestras, sean excluidos de los límites del arte. Existen obras de entretenimiento para el público en general que han superado la barrera de su tiempo y trascendido. El espectáculo deportivo, entre ellos, podría cumplir con esas premisas básicas del arte. Efectivamente, parece tonto negar que el fenómeno futbolístico deleita, emociona o conmociona al espectador, sea por motivos deportivos o extra deportivos. “Es imposible construir un sistema universal válido de los valores estéticos”, asegura Tatarkiewicz frente a todo intento de universalidad determinista y sistemática; por lo tanto, claro que el fútbol podría ser arte.
Es el factor sensual, sensorial, la principal característica de la experiencia estética, a diferencia de la experiencia literaria y de la poética, donde el intelecto, y a partir de él la emoción, desempeñan el papel más importante. Al contrario, la experiencia estética es aquel tipo de experiencia que nos llega por los sentidos, y solo después es posible tamizarla por el filtro de la conciencia, donde puede adquirir significación. Un par de ojos y oídos es suficiente para que el espectador se exponga a la experiencia estética, tal como pasa en el fútbol. Es quizás por ello que más de una vez se ha vinculado al fútbol no solo a la plástica, sino también, y quizás más estrechamente, a la música. Hans Ulrich Gumbrecht, en un libro titulado Elogio de la belleza atlética, asegura que “los deportes tienen mucho que ver con la música”, ya que “no pueden interpretarse, es difícil atribuirles un sentido. Como los sonidos de una melodía, las gestas de los deportistas simplemente están ahí. Imponen su presencia. De lo que se trata, por tanto, es de transmitir esa experiencia, que es una experiencia de orden estético”. El espectador no es un observador en el sentido tradicional del término, ya que el observar implica una razón analítica. El espectador está expuesto a la experiencia: tanto en un concierto como en un estadio, sus sentidos son la clave.
Si entendemos, pues, que el fútbol produce experiencia estética, tendríamos que preguntarnos si toda cosa que produzca experiencia estética es arte. La respuesta es no. Un atardecer sobre el mar vaya si puede producirla, pero no es arte. El arte es, más específicamente, una creación humana que produce experiencia estética: y puesto que el fútbol es una creación humana, entonces, efectivamente, el fútbol puede ser un arte.
Naturalmente, para deleitarse con el arte no es condición necesaria, pero sí importante para su disfrute más intenso, conocer sus reglas. Ese conocimiento altera nuestra percepción para producir una experiencia aun más intensa. Quien no conoce las reglas del fútbol puede maravillarse con los movimientos, pero su placer puede verse limitado si no conoce, por ejemplo, la ley del offside y su influencia en lo que se ve, así como quien conoce las escalas mixolidias gozará aun más intensamente con Bach; no obstante, cualquiera puede disfrutarla incluso sin conocerlas.
Una vez establecido que el fútbol puede ser un arte, hay que señalar que no todo partido de fútbol es arte, como no toda música o toda pintura lo es. Para serlo debe cumplir la premisa de generar experiencia estética, debe ser capaz de deleitar, emocionar o conmocionar. Una vez acabado el mundial, en que aparecieron chispazos de arte mayor, los gustadores del fútbol volvemos a la pobreza de nuestro fútbol local, donde rara vez aparece alguna obra que pueda producirnos experiencia estética. Es entonces que reaparecen los conceptos extrafutbolísticos, extraartísticos, esas nociones de agón y areté que cumplen funciones sociales, psicológicas y antropológicas mayores, y que la humanidad parece necesitar desde la noche de los tiempos, aunque no colmen las expectativas que sí cumple el arte.
Sin intentar siquiera ahondar en el terreno social del fútbol, sí parece oportuno señalar lo evidente: no existe el hincha aislado. El fútbol exige una manera colectiva de participar de un fenómeno. Es un fenómeno en que se confunden todas las clases sociales: políticos, empresarios, trabajadores, estudiantes, desempleados, parias, jóvenes sin futuro y mujeres de todo tipo. Para Hans Ulrich Gumbrecht es indiscutible que el espectador de fútbol experimenta las “epifanías de la forma” y sostiene que, para muchos marxistas, decir que un hincha tiene una experiencia estética en la cancha pondría en peligro la imagen del proletario "[...] que es muy pobre, y al que yo voy a redimir". Más allá de estar o no de acuerdo con su afirmación, lo cierto es que, en muchos casos, el fútbol es vivido por unos cuantos intelectuales de izquierda como el "opio de los pueblos" contemporáneo. Podríamos concordar si vemos cómo, mientras israelíes y palestinos se desangran y mientras los ucranianos se destrozan, estamos todos como hipnotizados por el fútbol.
Cabe preguntarse si esa vinculación es válida, si efectivamente estamos "mirando para otro lado" por culpa del fútbol, o si estaríamos mirando para otro lado de cualquier forma, solo que en lugar de hacerlo colectivamente lo haríamos individualmente. ¿Acaso gozar de experiencia estética o, más simplemente, gozar de una areté que se vierte sobre nosotros, nos arranca la conciencia social?
Quizás esta idea nazca de la premisa de que la politización de cualquier cosa es positiva, mientras que su estetización es negativa. Walter Benjamin sostenía que la estetización de la política era fascista, mientras que la politización del arte era del todo positiva e incluso fundamental (dicho en forma muy esquemática, casi caricatural). Sin intentar refutar aquí al gran pensador alemán, lo cierto es que parece complicado encontrarle una función política al deleite de escuchar una obra de Mozart, lo mismo que a ver una moña de Messi, un pique de Robben o una atajada de Neuer. De allí que una pregunta fundamental se imponga: ¿Es válido pensar que la experiencia estética debe tener una función política? Pienso que si así fuera, la experiencia estética tendría otro fin que ella misma, lo que resultaría contradictorio con su propia definición. La belleza, el arte, la experiencia estética, no existen para otra cosa que no sea el goce de los sentidos y, a través de ellos, un alimento al espíritu humano que trasciende el terreno de lo político.
A nadie escapa lo que es la FIFA, ni lo que es la AUF, como a nadie escapaba lo que eran el Senado y el Emperador romanos. El poder siempre ha estipulado las reglas y ha utilizado todas las herramientas disponibles para los diferentes fines que se va trazando. El espectáculo deportivo desde siempre ha sido una herramienta en manos del poder de turno, como también lo ha sido (y sigue siendo) el arte. ¿Acaso culparemos a las vírgenes con niño de Rafael de las masacres de la Inquisición? ¿Acaso culparemos a Wagner del nazismo? ¿Podemos entonces culpar al fútbol por lo que el poder hace con él?
Ya sea para el gustador del deporte en cuanto arte, ya sea para el hincha y su necesidad de areté, el fútbol es un alimento del espíritu tan especial que ninguna otra actividad contemplativa, ningún otro espectáculo, puede comparársele. Ni mejor ni peor que otros alimentos, como el agua no es ni más ni menos necesaria para la salud que la comida, el fútbol alimenta una parte de nosotros mismos, una parte irracional, que se experimenta con los sentidos y que en el fondo, y por esa razón, es intransmisible, intransferible. Quien no lo experimenta podría llegar a comprenderlo racionalmente, pero jamás podrá sentir el goce.