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CATÁSTROFE AMBIENTAL, SOCIAL Y URBANA EN PETRÓPOLIS
La habitación en las cornisas del mundo
Por Néstor Casanova Berna
Ha llovido mucho en Petrópolis
El pasado 15 de febrero, intensas lluvias -en caudales equivalentes a todo un mes corriente de precipitaciones- cayeron en pocas horas en la ciudad de Petrópolis, cercana a Río de Janeiro. El diluvio ocasionó inundaciones y deslaves que ocasionaron al menos 104 víctimas mortales, un número no determinado aún de personas desaparecidas y cuantiosos daños materiales.
En este párrafo se condensa una triste noticia que conmueve las almas sensibles por un lapso variable, pero que nunca suele dejar sedimentos demasiado presentes en la memoria. Casos así son noticia hoy, ¿y mañana? Después de todo, una catástrofe como esta afecta a un lugar en principio lejano, suele ser tan intensa como singular y los medios de comunicación masivos no suelen ocuparse por otra cosa que por ir en busca de las calamidades frescas. Sin embargo, algo de información adicional acaso pudiera indicarnos que la tragedia de Petrópolis no es tan puntual y remota como parece a primera vista.
En un artículo tan interesante como turbador se describe un fenómeno planetario que contribuye a explicar esta catástrofe.[1] Resulta que los vientos alisios, de alta temperatura, que sobrevuelan la Amazonía de este a oeste se van cargando en su trayecto de grandes cantidades de humedad. Al chocar con la cordillera de los Andes, estos “ríos voladores”, esto es, corrientes de aire henchidas de vapor de agua que surcan la atmósfera, rebotan en dirección sureste, sobrevolando el sur de Brasil, Paraguay... y Uruguay. Cuando estos ríos chocan con frentes fríos, entonces nos inundan con lluvias y algunas de estas lluvias son cortas, intensas, copiosas, trágicas.
Entonces, uno puede empezar a inquietarse con la perspectiva geográfica de que Petrópolis no está tan alejada de las taciturnas penillanuras levemente onduladas de nuestro solar natal. En realidad, estamos debajo del mismo río volador, se diría que en su desembocadura austral. Es entonces que podemos recordar que por aquí también hubo este verano una tormenta que inundó algunas de nuestras calles, y que consiguió sacar a navegar a algunos contenedores urbanos de basura. Por suerte, sin desgracias personales, salvo la inundación de algunos subsuelos y garajes, autos dañados y otros percances menores. Algunos montevideanos tomaron nota de que la ciudad se extiende sobre una rica red hidrográfica, que en su mayor parte se encuentra entubada mediante ingenios sanitarios de la red pública.
Uno ya puede ir preguntándose cómo es posible que dos fenómenos similares, en un contexto geográfico no tan diferente, puedan producirse con consecuencias humanas y sociales tan disímiles. Porque debe quedar claro que la tormenta veraniega de Montevideo fue más o menos eficazmente resistida por una infraestructura urbana, que si bien no puede dimensionarse técnicamente según los guarismos excepcionales de la ocasión, no tuvo otra consecuencia que daños menores.
Quizá el daño mayor se lo infligió a sí misma la empecinada militante departamental Laura Raffo, la que en redes llegó a proponer, como creativa e innovadora propuesta, la confección de cisternas de contención de grandes caudales para mitigar los impactos del temporal. El pequeño detalle es que el gobierno departamental de Montevideo, desde hace ya varios años, ha ido construyéndolas... y funcionan y funcionaron en las zonas que cubren. Por otra parte, ninguna ingeniería puede, de modo racional, cubrir cualquier eventualidad. Tanto en las ciudades como en los grupos humanos, los ingenios suelen ser eficaces... hasta cierto punto.
Una concurrencia fatal de infortunios
Los fenómenos meteorológicos como las tormentas que hoy nos ocupan suelen ser excepcionales, aunque algunos cambios en el clima planetario pudieran conducir al aumento de frecuencia de fenómenos extremos como sequías, inundaciones, olas de calor o de bajas temperaturas. El calentamiento global del planeta, la deforestación de la selva amazónica y la extensión de la explotación agropecuaria industrial, así como la superpoblación urbana, podrían incidir en este aumento de frecuencia. Pero, como se ha visto este verano, no todo evento extremo promueve, de modo necesario, una tragedia humanitaria.
Lo que explica la emergencia de una desdicha como la de Petrópolis, es el hecho de que muchas personas se ven impelidas a sobrevivir en zonas de riesgo:
Carlos Nobre señala que lo que provoca las tragedias no es precisamente la ocurrencia de tormentas, sino el hecho de que muchas personas vivan en zonas de riesgo y sigan viviendo allí incluso después de desastres como el de enero de 2011, por ejemplo, que dejó más de 900 muertos en Petrópolis, Nova Friburgo y Teresópolis. Actualmente, dice Nobre, cinco millones de brasileños viven en áreas de riesgo. "Lo que vemos hoy sucede en medio de un aumento de poco más de 1 grado en la temperatura del planeta y, aunque tengamos mucho éxito con las políticas ambientales, seguirá aumentando más, por lo que necesitamos poner en práctica políticas para ser más resilientes a estos desastres naturales, y la mejor es no dejar que la gente habite las zonas de riesgo".[2]
Hay que hacer notar, entonces, que una cosa es el fenómeno meteorológico, evento puntual dentro de un contexto climático y ambiental más o menos previsible, mientras que muy otra cosa es la afectación urbana, sobre todo, en las zonas concretas de tragedia:
A pesar de que el Palacio Imperial y la Catedral no fueron destruidos, el centro histórico de Petrópolis quedó hecho un lodazal, con vehículos incrustados, restos de edificaciones y árboles desperdigados y con la desesperación de los habitantes.[3]
Así se consigna, de modo conciso en la nota periodística. Pero véase con detenimiento las tomas de las cámaras.[4] Si se observa con atención, los deslizamientos de tierra y barro se producen en los márgenes urbanos, allí donde modestas edificaciones avanzan sobre las alturas escarpadas de los morros, desforestando de tal modo las eminencias del terreno que se transforman en caudalosos y frenéticos cauces fluidos que se precipitan hacia las zonas bajas. Así es que la mezcla de ingentes cantidades de agua deslizándose en fuertes pendientes arrasa con la tierra, las edificaciones y con todo lo que encuentre a su paso, incluidos los moradores. Moradores que no deberían habitar allí, dejando a la forestación nativa la tarea de proteger la erosión catastrófica de los morros.
Es claro que, según lo indica la sensatez científica y técnica, las ciudades deberían autoimponerse unos planes de ordenamiento territorial en que se distingan, con terminante e indiscutible claridad, dónde se puede poblar y dónde dar lugar a que la propia naturaleza desarrolle sus eficaces estrategias de defensa ambiental. Esto quiere decir que en los márgenes de los cursos de agua es preciso preservar una zona de inundación previsible y razonable, y en las zonas de posible deslave de tierras debe prohibirse el uso residencial y la deforestación. Porque, según la feliz expresión de mi amiga y colega Isabel Viana, lo que sucede, a menudo, es que “son las ciudades las que inundan los cursos de agua”. En el territorio hay que hacer lugar a todos los elementos ambientales, incluidos los asentamientos humanos.
Razones de la planificación y motivos de su insensata ausencia
Existen excelentes razones para la planificación territorial y urbana. En estas líneas apenas se han advertido razones de elemental sensatez ambiental, pero hay muchas más. Puede invocarse, por ejemplo, la reserva pública de tierras para ofrecer a los sectores sociales más desfavorecidos la oportunidad de encontrar un lugar adecuado, digno y decoroso en la ciudad. También puede preverse un control político efectivo sobre los avances de la mancha urbana sobre el territorio, respetando los equilibrios necesarios entre elementos naturales y antrópicos. Las ciudades pueden resultar vastas, complejas y sin embargo bien concertadas composiciones de la vida civilizada en un paisaje identificado. Y no se agota aquí la enumeración de buenas razones para la planificación urbano-territorial.
El pequeño detalle es que la concepción misma de esta planificación se da de patadas con el sacrosanto derecho a la propiedad privada del suelo y al no menos incontestable imperio del mercado inmobiliario. En la ciudad del liberalismo tardío, cada propietario de tierra se arroga la olímpica libertad de hacer uso del solar de su propiedad prácticamente como se le antoje. ¿Cómo se podría desarrollar la herejía de restringir las libertades del sujeto señalándole que, en ciertas circunstancias, no puede trasformar suelo rural en suelo urbano, no puede desforestar a su capricho, no puede sacar el provecho que espera su codicia del valor del suelo que detenta?
Es ahí que podemos reparar, más allá de la triste noticia de las lluvias sobre Petrópolis, que la verdadera tragedia es que haya personas condenadas a establecerse en las cornisas equivocadas del territorio, no tanto porque ignoren o soslayen los riesgos, sino porque es allí donde se ocupa el mercado inmobiliario de situarlos. La verdadera tragedia es social, económica, política: no disponer de mejor medio de asignación de lugar de habitación humana que el implacable mercado.