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NÁPOLES, ADOLESCENCIA, CINE Y MARADONA Y SU MAGIA SALVADORA

 Publicado: 06/04/2022

“Fue la mano de Dios”: intentar encontrarse


Por Andrés Vartabedian


La mano de Dios [así se la conoce en inglés] es un relato iniciático que pretende, estilísticamente, evitar las trampas de la autobiografía convencional: la hipérbole, el victimismo, la piedad, la compasión y la indulgencia del dolor, a través de una puesta en escena sencilla, austera y esencial y con música y fotografía neutras y sobrias. El aparato cinematográfico dará un paso atrás para dejar hablar a la vida de aquellos años, tal como los recuerdo, tal como los viví, los sentí. En pocas palabras, esta es una película sobre la sensibilidad. Y flotando por encima de todo, tan cerca y a la vez tan lejos, está Maradona, ese ídolo fantasmal, de un metro setenta y cinco, que parecía sustentar la vida de todos en Nápoles, o al menos la mía”.[1]

Así hablaba Paolo Sorrentino acerca de su película en el Festival de Venecia, en setiembre de 2021. Podría ser una forma de presentar el filme, sin duda; de hecho lo es para Sorrentino y para el Festival. También podría ser una forma, como en este caso, de intentar constrastar la opinión del director, o lo que entiende fueron sus intenciones al realizarlo, con la de este comentador y cómo analiza lo que pudo observar al enfrentarse a Fue la mano de Dios.

La historia es la de un joven adolescente en la Nápoles de la segunda mitad de los años 80, quien conocerá el amor -cierta forma del amor-, despertará a su sexualidad, comenzará a tomar el pulso y la dimensión real de su familia -la cercana y la más extendida-, se cuestionará acerca de sus anhelos y proyectos y vivirá inmensas alegrías, insospechadas para él, al igual que una tragedia también inesperada que modificará su vida para siempre.

El relato básico corresponde a elementos autobiográficos del propio Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970), quien retorna a su ciudad natal para, de alguna manera, exorcizar y honrar su pasado:

El punto de partida fueron hechos de mi vida, pero eso no alcanza para diseñar la trama de un largometraje. Por lo tanto, fue necesario construir una estructura ficcional. Obviamente, no me limité a transponer fragmentos de mi vida y en Fue la mano de Dios hay mucha ficción. Pero hay algo en lo que quería mantenerme cercano a la realidad, en lo que deseaba ser auténtico: los sentimientos que tuve cuando era joven. El asombro, la alegría, la dicha, el dolor, el sufrimiento, la sensación de insuficiencia, la inseguridad. La película es muy cercana a mi vida en lo que respecta a lo que estaba atravesando durante esa etapa”.[2]

Sus palabras, digámoslo, son muy convincentes respecto al filme, y logran generar el impulso necesario para buscarlo y observarlo; sin embargo, no se condicen con lo que podemos experimentar los espectadores sentados frente a la pantalla.

No discutiré la autenticidad con la que la película se presenta, la honestidad intelectual de su planteo, los sentimientos que atravesaron a Sorrentino al filmarla (esto último resultaría un atrevimiento de mi parte). Sí lo haré respecto a las restantes emociones que el director menciona: todas ellas presentes, sin duda, a través del intento de convocarlas, no debido a la consecución de ese objetivo.

Si bien, en esta oportunidad, Sorrentino intenta mostrarse menos esteticista, menos grandilocuente, menos “intelectual”, menos barroco, menos bizarro que en realizaciones anteriores (características con las que ha obtenido muy buenos resultados, por otra parte; pensar, por ejemplo, en La gran belleza, de 2013, o Juventud, de 2015), esas características persisten -aun devaluadas- a pesar de la búsqueda manifestada de “sencillez” y “austeridad”. No es que ello sea un error, el intento de ser “auténtico” no debe significar el traicionarse a sí mismo -parece obvio decirlo; de lo contrario, deberíamos inferir que lo anterior no ha sido “auténtico”-, el problema radica en quedarse a mitad de camino entre lo uno y lo otro y, por lo tanto, no lograr concretar ni lo uno ni lo otro.

Aquí asoman, como en obras anteriores, el humor corrosivo, el cinismo, la crítica a nuestra sociedad burguesa y decadente, los personajes esperpénticos… También, muchos de los sentimientos mencionados en sus palabras. Sin embargo, nada parece desarrollarse, nada parece ganar terreno, explotarse en toda su dimensión, no se percibe la asunción de riesgos reales; por lo tanto, el convencimiento acerca de la propuesta no se presenta como tal. Esa es la pena, que nada se vea completo, acabado, sostenido hasta sus últimas consecuencias, desde esa misma convicción invocada. La “neutralidad” y “sobriedad” aludidas por Sorrentino no son tales, pero tampoco sus contrarios. En ese medio camino es que transcurre Fue la mano de Dios, y de ahí el lamento. Todo resulta un gran intento de.

Quizá el intento más claro sea el de homenajear a Federico Fellini. La gran belleza se presentó como celebración, continuación, “plagio”, resignificación de La dolce vita; para Fue la mano de Dios, la referencia ineludible es Amarcord, por su evocación nostálgica de la adolescencia, el carácter autobiográfico que comporta, por esa familia de Fabietto (Filippo Scotti), ese clan casi circense, presentado entre el típico tono de la comedia costumbrista italiana y la farsa más absoluta... hasta por el despertar sexual a partir de una mujer -o dos- mucho mayores que él. De todos modos, ¡es tan evidente, tan manifiesto…! De tanta literalidad, se torna casi vacuo; cuando mucho, intrascendente.

Habrá otros intentos: el de apelar a la ternura para pintar personajes; el de acompañar la elaboración del duelo; el de analizar el sufrimiento; el de hurgar en los recodos del arte, sus virtudes y sus vicios; el de profundizar en la búsqueda de la vocación; el de indagar en los finos límites entre la cordura y la locura y en cómo esta, muchas veces, resulta más cuerda que la primera; el del humor, que nunca se concreta, ni en su versión más grotesca o burda -a través de la familia- ni en la que apela a ciertas elaboraciones más informadas o intelectuales…

A partir de la tragedia que sufre Fabietto y su familia, ciertos aspectos formales del filme variarán y tenderán a la tan pretendida sobriedad. Para el adolescente, será momento de madurar, o envejecer de golpe. Sorrentino lo dice desde la transformación en el estilo de su obra: “jugará” menos con el sonido, los lentes y los ángulos de cámara, el humor se perderá casi definitivamente. Allí aparecerá un intento de reflexión en torno a todos los temas mencionados, y a algún otro no apuntado, pero en ningún caso logra profundidad en su abordaje ni el sensibilizarnos lo suficiente sobre ellos.

Lo mejor quedará sujeto a la recorrida por paisajes napolitanos, sobre todo marítimos y costeros, que nos transportarán a su luz, calidez y frescor, al igual que a la recorrida por ciertos aspectos de la idiosincrasia propia de los lugareños, a través de la cual podremos apreciar algunos de sus conflictos. Por otro lado, otra virtud indudable será la presencia constante de Diego Armando Maradona, ya sea como mera referencia de conversaciones coloquiales preocupadas por la llegada del futbolista al club local de sus amores, ya como fugaz aparición ficcionalizada, ya como aparición real, en pantalla, con su talento indiscutible.

La figura de Maradona será la catalizadora de uno de los tópicos propios de Paolo Sorrentino: la religiosidad presente en toda sociedad; ni que hablar en la italiana, más aun en la napolitana -religiosidad más que religión, cuya presencia también es habitual en su cine-. Maradona incrementará el sentido de pertenencia para los hinchas del Napoli; será el culto de los fines de semana, la misa profana; se transformará en la providencia, la mano de Dios en la Tierra para que Fabietto escape del infortunio; comportará el milagro, desde su misma llegada al club, que parecía ser un hecho imposible. También importará la perseverancia: su complexión física no era la de un atleta, su origen era el más humilde que podía sospecharse; sin embargo, insistió e insistió, ensayó y ensayó, y así lo consiguió. Fue el más divino entre los mortales.

Sorrentino se siente identificado con esa constancia. Salvando las distancias, como él mismo lo establece -afortunadamente-, su tenacidad es la que le ha permitido abrirse camino en el cine como director; en su familia se leía poco y el vínculo con el séptimo arte era prácticamente inexistente.

Fue la mano de Dios es también un intento por reflejar el tránsito hacia esa decisión de comprometerse con el cine, sorteando los sinsabores del camino y cierta mirada pueblerina de su entorno, al respecto; también, reconociendo y celebrando las fuentes de las que abreva.

Lamentablemente, es eso: solo un intento.

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