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VALORES ÉTICOS EN EL HABITAR (III)

 Publicado: 06/04/2022

El decoro del hábitat y el valor de la libertad


Por Néstor Casanova Berna


El complejo valor ético de la libertad

La libertad, como valor ético, constituye una idea compleja, de la que Adela Cortina opta por enumerar tres concepciones principales, a saber: la que la entiende como plena participación política y pública, la que la considera a título de independencia y, por último la que asocia a la noción de autonomía.[1] Según Benjamin Constant la “libertad de los antiguos” griegos es la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos de la democracia ateniense, de la que, por cierto, estaban privados las mujeres, los extranjeros, los niños y los esclavos. Por otra parte, según el mismo autor, la “libertad de los modernos” difundida como idea en los siglos XVI y XVII, se predica como independencia de los individuos con respecto a la autoridad política o religiosa. “Ahora bien, entender por «libertad» exclusivamente este tipo de independencia da lugar a un individualismo egoísta, de individuos cerrados sobre sus propios intereses”.[2] Esta idea de la libertad se suele caracterizar como “libertad negativa” por concebirse a costa del imperio del Poder político en beneficio del sujeto individual. Con esta concepción se desarrolla el problema de su preceptiva universalización por medio de la solidaridad, puesto que la libertad individual de sujetos desiguales sólo puede implicar un privilegio de un sector social poderoso en detrimento de los débiles. Por su parte, en el siglo XVIII, se forja una tercera concepción de la libertad como autonomía, esto es, la capacidad de darse sus propias normas, reglas y leyes. Esta asunción debe entenderse, de modo éticamente prudente acerca de los mecanismos éticos, políticos y jurídicos para asegurar que el ejercicio de la libertad en este sentido no vulnera los derechos del propio cuerpo social. En palabras de Adela Cortina: 

Ser libre entonces exige saber detectar qué humaniza y qué no, como también aprender a incorporarlo en la vida cotidiana, creándose una auténtica personalidad. Y precisamente porque se trata de leyes comunes a todos los seres humanos, la cuestión es aquí universalizarlas, a diferencia de lo que podría ocurrir con un individualismo egoísta. ¿Cómo anda de valorada esta idea de libertad?[3]

Todo parece indicar que la libertad, como valor, adquiere su peculiar papel axiológico en tanto suponga una remisión recíproca con los valores de la igualdad y la solidaridad. Aparte de ello, también puede intuirse que reviste un carácter de consumación ética: en definitiva, la propia ética solo puede adquirir su sentido pleno cuando se consigue una efectiva emancipación de las personas por todo lo alto, es decir, cuando liberadas, al fin, de todas las constricciones de la desigualdad y la insolidaridad, consiguen afrontar su entrañable y cabal condición humana. A esto se debería la complejidad de abordar de forma unilateral y a título de principio a priori la libertad sin contar con un adecuado marco de condiciones sociales, materiales y simbólicas que la amparen para todos por igual y en su conjunto.

La libertad como autonomía no es fácil, exige cultivo y aprendizaje, y merece la pena realizar uno y otro, porque es uno de nuestros más preciados valores. A mayor abundamiento, la autonomía sí puede universalizarse, siempre que se practique la solidaridad.[4]

Hay en la libertad un desempeño que vuelve realizable la reflexión ética, a pesar de no constituir, por ello, un principio, sino, en todo caso, una consecución. En efecto, si bien constituye una condición necesaria al sentido de la empresa ética, solo se verifica mediante el cultivo y el aprendizaje, así como con la forja de las condiciones sociales que confieren posibilidad a la libertad en un marco de valores éticos que la vuelven posible y realizable. La libertad que podemos conquistar como sujetos siempre tiene una referencia relativa en los límites con que la realidad social nos rodea.

Los límites de la libertad

En el discurrir ético opera un mecanismo que desarrolla el contenido moral de la acción y, en forma correspondiente, la reflexión, que conduce a la libertad a alcanzar sus propios confines, esto es, la potencia ética de la libertad avanza hacia la consecución de su forma concreta, en el contexto de la realidad social en que consigue tener lugar.

[...] la libertad siempre lo es con respecto a límites, y la ética, como práctica reflexiva de la libertad, es una práctica reflexiva sobre los límites. Ya, de hecho, la autodeterminación es un límite; el sujeto o el “yo” mismo es el límite de sus deseos, de sus acciones y de sus propósitos. Pero también porque establece una diferencia con los límites externos, los límites de otros o propuestos por otros -de sus deseos o de sus razones-; en ese sentido, tampoco lo sería sin más, en absoluto, sino que su posibilidad lo es siempre con relación a lo que la limita.[5]

En consecuencia del obrar de tal mecanismo, el desenvolvimiento del valor ético de la libertad tiene tanto una expresión intrínsecamente ética, así como una voluntad de forma manifiesta que también ofrece un flanco estético determinado. El sujeto ético se autoconstruye en una autonomía siempre relativa, situado en un contexto social, político y económico determinados y el ejercicio efectivo de su realización emerge como fenómeno perceptible en su decoro.

El valor ético del decoro

El decoro, como valor ético, manifiesta la magnitud de la benevolencia conseguida, la consumación de la autoconstrucción de la persona, la expresión perceptible por los demás de su intrínseca dignidad como miembro de una comunidad. El decoro aparece construido como un razonable término medio entre la arrogancia del privilegiado por la fortuna y la miseria del menesteroso. En virtud de esto, el decoro, como expresión situacional, es un valor trascendente del habitar humano: aquellos lugares que poblamos deben resultarnos decorosos toda vez que resultan la expresión perceptible de nuestra dignidad y autonomía. Y el decoro generalizado es una expresión estética de una sociedad de iguales, solidarios y libres, capaces de construir, de modo concertado, un hábitat integrado y armónico.

El decoro, entonces, implica una compostura perceptible en las cosas que rodean al sujeto, conformando un marco conveniente de presentación de su dignidad. En este sentido, el valor de un hábitat decoroso radica en volver perceptible y verificable un orden social en el que cada sujeto ha podido autoconstruirse con la autonomía y dignidad que le sirven de referencia. Así, el decoro no debe soslayarse en ninguna circunstancia en cada instancia en donde se intervenga en la habitación de las mayorías sociales hoy postergadas. Este valor ético del habitar no puede situarse allá en el horizonte de la utopía, sino que debe informar a las políticas públicas de la habitación social. Porque no podemos seguir infligiendo a la población humilde las afrentas infamantes de la privación estética. Porque solo con decoro podemos afrontar a nuestros semejantes como seres efectivamente libres, tan autónomos como lo permitan los órdenes sociales que podamos autoasignarnos.

El valor del decoro frente a la menesterosidad estética del hábitat popular

En las ciudades del capitalismo tardío, sobre todo en nuestra sufrida América Latina, podemos observar, con conmiseración, cómo a las afrentas de la inadecuación y la indignidad segregadora le corona una privación estética que ofende al decoro. Puede creerse que, ante las insuficiencias funcionales y materiales del hábitat de los desposeídos, mentar este aspecto pudiera resultar frívolo. Ciertamente, hay urgencias, pero no es menos cierto que nos deben doler los estigmas. Sobre todo cuando se ensayan “soluciones habitacionales” carentes y anómicas, que se contentan con suministrar “cuatro paredes y un techo” sumariamente arrumbados en vecindarios carentes, que cargan desde su inauguración con las marcas infamantes del gueto de los sujetos de la limosna pública.

Resulta irónico que muchos de los que gustan de hacer gárgaras con la palabra libertad -concebida como autonomía de los pudientes- ofenden el decoro con soluciones abaratadas y carentes para infligir sus dádivas a título de infamias a los sojuzgados. Solo una sociedad de iguales y solidarios puede asegurar, para todos, el ejercicio efectivo de una libertad en la intrínseca dignidad de la condición de personas.

Porque es por esto que importa el decoro en el lugar habitado por el hombre: como expresión patente de su digna libertad.

A modo de conclusión

En las líneas que anteceden ha quedado de manifiesto la especial vigencia de los valores de igualdad, solidaridad y libertad, entendidos como constructos históricos discutibles y revisables:

[...] la historicidad del contenido de los valores morales ha despertado frecuentemente la sospecha de que su valía es relativa a las distintas épocas históricas y a las diferentes culturas, de suerte que cada una de ellas ha entendido por libertad, justicia o solidaridad cosas bien distintas. De donde parece que deba concluirse que nada puede afirmarse universalmente a cuento de los valores, sino que es preciso atenerse a cada una de las épocas para ver qué es lo que realmente vale en ellas. Sin embargo, una afirmación semejante no es correcta. Ciertamente, hay una evolución en el contenido de los valores morales, pero una evolución que implica un progreso en el modo de percibirlos, de suerte que en las etapas posteriores entendemos cómo los han percibido en las anteriores, pero no estamos ya de acuerdo con ellas porque nos parece insuficiente.[6]

Precisamente porque se trata de valores históricamente construidos es que la vigencia de sus contenidos debe verificarse día tras día. Por ello, es tarea cotidiana revisar y someter a crítica constante unos valores que evolucionan de modo progresivo según avanza la conciencia social de la humanidad. Reconocido esto, también es de rigor consignar que suponen un agrupamiento armonioso y estructurado, en donde casi no es posible esbozar el semblante de un valor si no es en referencia obligada a los otros. Igualdad, solidaridad y libertad constituyen una red axiológica de especial trascendencia para el discurrir ético.

También estas líneas han avanzado en la tentativa de asociar de modo argumentado los valores éticos fundamentales con su correspondiente red axiológica en lo que refiere a la condición habitable. Así, a la igualdad genérica le corresponde la adecuación en el hábitat, a la solidaridad se le refiere la dignidad habitable y, por fin, a la libertad le concierne el decoro. Esta operación resulta importante para formular el derecho humano a habitar: tenemos derecho a habitar lugares adecuados a nuestros requerimientos particulares, condignos de nuestra condición de ciudadanos y decorosos en su plena integración en el hábitat social.

Ya sabemos que los seres humanos habitan, todos habitan, y habitan siempre y en cualquier circunstancia. Pero, en el marco de un habitar ético, es humanamente obligado habitar bien, como preconizara ya Aristóteles. Porque radica en nuestra propia condición humana situada el imperativo ético de realizar nuestra existencia en la tierra según aquel valor que únicamente a través del umbral del deseo podemos vislumbrar.

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