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EL MUNDO EN LA ENCRUCIJADA, COMO SIEMPRE
La singularidad, un tema singular
Por Luis C. Turiansky
El contexto
La singularidad se ha puesto de moda. Ser singular, escapar a los cánones fijos, tal una ambición común entre los jóvenes, pero también entre los menos jóvenes, que tendemos a pensar que ya hemos cumplido con ese cometido y hoy podemos criticar. Del lenguaje común, el término pasa fácilmente a la terminología científica y técnica: si bien el lenguaje matemático se basta generalmente a sí mismo, los resultados de un trabajo de laboratorio son presentados por el autor en su idioma de trabajo, aunque no tiene por qué ser un erudito también en materia lingüística. De ahí los equívocos a que dan lugar muchas veces los textos así surgidos.
El paso siguiente, que conduce al terreno filosófico, es igualmente fácil de imaginar, pero luego vuelve a los centros científicos “enriquecido” con los aportes de los filósofos. Entonces, un punto de cambio brusco en una curva estadística se llamará “singularidad”, lo mismo que un punto en el cosmos en el que no valen las leyes físicas conocidas. Por ejemplo, uno de los más grandes astrofísicos de nuestro tiempo, Stephen Hawking (fallecido en 2018), denominó “singularidades” los puntos del universo donde las curvaturas del espacio-tiempo producidas por la gravitación, según previera Einstein en su teoría de la relatividad, se vuelven infinitas.
En fin, el diálogo entre la física y la filosofía es tan antiguo como Aristóteles y es de suponer que ambas disciplinas seguirán intercambiándose palabras indefinidamente. El indeterminismo basado en la teoría cuántica, o bien las modernas teorías de “caos”, “catástrofe” o “bifurcación” en matemáticas, son otros tantos ejemplos. Podíamos suponer que, en el terreno social, donde los actores son seres humanos de carne y hueso a quienes no afectan estas sutilezas, dichos conceptos son poco frecuentes, pero el desarrollo del posmodernismo ha facilitado el surgimiento de diversas teorías afines, como, por ejemplo, la del “caos social” que, en el fondo, no es tal, o bien el término está mal empleado.[1]
La perspectiva de la singularidad histórica
Interrumpido en el siglo pasado el camino hacia la revolución socialista, su terminología fue demolida con fruición por sus adversarios. Así, lo que en la dialéctica clásica se consideraba “revolución”, pasó a llamarse por la gente entendida “singularidad histórica”.
El origen del neologismo está en la paradoja del escritor (matemático de profesión) Vernor Vinge, quien anticipó, en un artículo de prensa publicado en 1983, que pronto crearíamos inteligencias artificiales (AI) superiores a la que nos dio la naturaleza y que, cuando esto sucediera, “la historia humana habrá alcanzado una especie de singularidad, una transición intelectual tan impenetrable como el espacio-tiempo anudado en el centro de un agujero negro, y el mundo irá mucho más allá de nuestra comprensión”.[2] En esto se basó el teórico Ray Kurzweil, en su libro “La singularidad está cerca” (The singularity is near, 2005), publicado en español por Lola Books, España, 2021. Kurzweil llegó a enunciar una ley por la cual el desarrollo de la capacidad de cálculo de las AI evoluciona exponencialmente, de modo que pronto supera a la del hombre (en su primera edición, la singularidad en cuestión explotaría en 2045, pero luego él corrigió sus cálculos y acercó la fecha al 2030). En todo caso, según esta teoría, si el panorama mundial actual nos parece caótico, no hay que desesperar, es porque estamos en el umbral de una “singularidad histórica” en la que ya no entenderemos nada de lo que ocurra en derredor. Es un alivio, ¿verdad?
Como era de esperar, las hipótesis científicas de estos investigadores inspiraron el surgimiento de diversas tendencias, en particular los “movimientos singularistas”.[3] El rechazo a las medidas de lucha contra la pandemia actual sin duda tiene algo que ver, por lo menos en lo que concierne a su creatividad y su predilección por las teorías “conspirativas”.
¿La culpa la tiene el virus?
Uno de los fenómenos irracionales de la actualidad, por ejemplo, consiste en la desobediencia en materia de restricciones higiénicas impuestas en el marco de la lucha contra la enfermedad designada como Covid. En las pandemias del pasado, como las de peste, cólera, tifus y demás, en que la única medida higiénica era el aislamiento mediante “cordones sanitarios”, los aquejados solo atenían a esconderse. Hoy, para empezar, una viva discusión tiene lugar entre los diversos especialistas del ramo, algo perfectamente natural, pero lo que antes ocurría en privado, en los respetados rincones académicos, hoy sale a viva voz por la radio, la televisión o en la prensa de todos los días. Esta falta de unanimidad alimenta, en el público profano, toda clase de mitos, desde los que rechazan abiertamente las vacunas en general, o en especial las diseñadas “a la carrera” para combatir al coronavirus, a los que niegan que tal infección sea grave y sostienen que la campaña actual se debe a un complot, destinado a cercenar las libertades.
En nuestro país, según fuentes oficiales,[4] la campaña de vacunación es bastante exitosa, con un total de 7.406.749 dosis aplicadas al 29 de enero último. De esta cantidad, 2.892.880 personas (el 83,12% de la población total) recibieron una dosis, mientras que 2.691.103 (77,33%) ya tienen dos, además de un 52,37 % que ya fue inoculado con la tercera dosis de refuerzo. Por consiguiente, en nivel de inmunización de la población, Uruguay se sitúa mundialmente en el 16º lugar, mientras que, si se toma en cuenta la densidad poblacional, le corresponde el puesto número 27.
No obstante, también hay uruguayos que rechazan la vacunación, por diversos motivos. En noviembre de 2021 manifestaron ruidosamente a través de 18 de Julio, rumbo a la Presidencia, pese a que la medida criticada -vacunación de menores- en nuestro país no era ni es obligatoria. Pero ni comparación con los tumultos y actos de violencia que tienen lugar en muchos países contra la real o presunta obligatoriedad de someterse a vacunación, o las restricciones en materia de servicios y libertad de movimiento, la imposición de certificados de vacunación o inmunidad adquirida por haberse contagiado, las cuarentenas, los testeos y otras medidas similares. Muchas de las protestas que tienen lugar bien podrían ser expresión de singularismo, en tanto postura y actitud críticas frente a la vida y las reglas de convivencia en el marco de una sociedad organizada en Estado.
Lucha de clases y democracia
En realidad, el malestar social que se percibe en todas partes es producto de la decadencia del sistema dominante y la frustración que produce la falta de salidas posibles. La pandemia es su máxima expresión, porque es lo más inmediato y donde nos jugamos la vida. El resultado de estas tensiones suele derivar en bronca pura, carente de base ideológica alguna (salvo entre los anarquistas, para quienes la lucha contra el Estado es el principio definitorio) y sin un programa alternativo capaz de ganar nuevos adeptos.
Por otra parte, hay que reconocer que los movimientos de rebeldía sanitaria tienen razón al menos en dos puntos: es el interés lucrativo, más que la salud de la gente, lo que guía a las compañías farmacéuticas, y es un hecho, también, que hay fuerzas interesadas en aprovechar la situación para suprimir los derechos y libertades conquistados tras duras luchas. Es probable que en nuestro país la existencia de un gobierno que responde a una coalición derechista alimente estas aprehensiones, aunque nada prueba que el presidente Lacalle y su equipo estén en dicha línea. Pero lo cierto es que el peligro de vuelco hacia regímenes dictatoriales está presente en muchos países del mundo.
Hay que ver que el objetivo eventual de destrucción de la democracia iría más allá de limitar la vida colectiva a la que estamos acostumbrados; sobre todo podría acompañarse de una política deliberada de protección de la minoría de favorecidos que hoy concentran la riqueza mundial y descalabran la economía, frente a su posible limitación por vía democrática. Esto no quiere decir, desde luego, que sea justo apoyar la campaña de desobediencia planteada a nivel mundial y su secuela de violencia, como tampoco creer en las pamplinas de que toda esta campaña de los higienistas responde a una conspiración mundial y que la Covid-19 es un simple resfrío generalmente inocuo, opinión que han compartido estadistas como Bolsonaro, Lukashenko o, en su momento, Donald Trump.
En todo caso, la rebeldía que irradian los activistas que se oponen a las medidas restrictivas, aun sin estar de acuerdo con ellos, podría inspirarnos. Si las circunstancias son favorables, hasta sería posible lograr su participación en vastos movimientos de transformación progresista de la sociedad.
La democracia y su ampliación deberían estar en el centro de dicho programa, para que la “singularidad” que nos espera, siendo inevitable, al menos traiga un cambio positivo y saludable.