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PANDEMIA: DEL EXITISMO A LA DIFÍCIL SITUACIÓN ACTUAL

 Publicado: 02/06/2021

Uruguay no aprovechó sus fortalezas previas


Por José Luis Piccardo


Hasta noviembre del año pasado, en Uruguay estuvo extendida la sensación de que se le iba ganando la batalla a la Covid-19, lo que alimentó la creencia de que en un plazo relativamente corto habría un cierre victorioso. Sin embargo, esta pequeña nación sudamericana se encuentra entre los países que en los últimos meses registraron más contagios y fallecimientos con relación a su población. Paradójicamente, poseía varias fortalezas previas para afrontar esta excepcional contingencia.

El país tiene un sistema de salud sólido, que logró darle cobertura a casi todos sus habitantes a partir de la implantación del Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS) en 2009; tiene una cantidad de médicos con relación a los habitantes que lo ubica en los primeros lugares a nivel global; fue construyendo una importante infraestructura sanitaria que en los últimos años se amplió y extendió en todo el territorio; posee una población pequeña, con un nivel cultural relativamente alto, que habita en un territorio accesible por sus características naturales y por sus vías de comunicación, y dispone de muy buen acceso a las telecomunicaciones y a la informática en los hogares, todo lo cual ha facilitado la atención sanitaria. Además, el gobierno, gracias a una de las iniciativas que se le deben reconocer, contó con un calificado grupo honorario de asesores científicos, algunos de ellos reconocidos internacionalmente. 

Sin embargo, un país con tales ventajas, que al comienzo de la pandemia logró un desempeño destacable, tiene en los últimos meses pésimos resultados en materia de contagios y muertes. Está entre los peores del mundo. 

Esto no se debió solo a errores en la conducción sanitaria, que tuvo también aciertos en la gestión del Ministerio de Salud Pública y su titular -en especial en los primeros meses de la pandemia-, y en la vacunación, en la que Uruguay tiene una larga tradición y un sistema de salud en condiciones de llevarla a la práctica de la mejor manera. El discurso oficial alimentó la ilusión de que con la inmunización -que ahora alcanza aproximadamente a la tercera parte de la población- bajarían los contagios rápidamente, con lo que, implícitamente, se trasmitió la idea de que no serían necesarias diversas medidas que desde febrero, particularmente, se aconsejaron desde ámbitos especializados, como el propio Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) que está a disposición del Poder Ejecutivo, la Universidad de la República, institutos de investigaciones y varias asociaciones médicas, entre otros.

Sin que corresponda atribuir intencionalidad alguna, tanto por las medidas que adopta el gobierno -y más aun por las que no toma-, como por el mensaje que le llega a la población desde voceros oficialistas, se asiste a un alto grado de permisividad ante comportamientos inadecuados entre la población, a lo que se le suma la subestimación de las dificultades que sobrevendrán en la pospandemia.

El argumento del oficialismo para no restringir más la movilidad giró en torno a que Uruguay no puede respaldar financieramente una mayor disminución de la actividad. Hizo una opción ideológica y política. Así como el país contaba con grandes ventajas en el punto de partida para enfrentar las consecuencias sanitarias de la pandemia, también tenía fortalezas económico-financieras y en materia de desarrollo humano, las que tampoco se aprovecharon en medida suficiente.

Al momento de asumir funciones el actual gobierno, poco antes de que se desatara la epidemia, Uruguay era el país con el mayor PIB per cápita de América Latina, uno de los pocos con grado inversor, poseía baja pobreza, contaba con la mayor clase media y presentaba un nivel de equidad que lo ha destacado en la región. Luego de ser el segundo país del orbe con la mayor deuda pública con relación al PIB, en la macrocrisis de comienzos de siglo, terminó con la histórica dependencia del FMI y reperfiló su deuda. Tiene un déficit fiscal relativamente alto, pero ubicado por debajo del promedio continental, que está hoy en torno al 9% y subiendo, siendo el de Uruguay de algo más del 6%, pese al deterioro de los últimos años y habiendo sido acelerado por la pandemia. El país cuenta con un nivel de reservas como no tuvo en su historia. Posee un potente sistema de seguridad social que también lo diferencia en el contexto regional. Tiene, además, la menor tasa de informalidad laboral de Latinoamérica, una sólida institucionalidad, es una de las tres democracias plenas de América según el reconocido índice de The Economist, posee un desarrollo humano alto de acuerdo a la escala de Naciones Unidas, y un largo etcétera. 

Reconocer esta realidad no implica desconocer problemas estructurales no resueltos y retrasos en varias áreas importantes para el crecimiento, los que constituyeron debilidades a la hora de enfrentar la Covid-19. Pero es difícil negar que Uruguay tuvo ventajas para dar la batalla contra la pandemia también en lo económico-financiero y en lo social. Lo reconocen organismos internacionales como la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) y el Banco Mundial. Es más, el propio gobierno conservador de Uruguay -una coalición de centro derecha comandada por el Partido Nacional, en el que predominan concepciones de sesgo neoliberal- elaboró un informe destinado a inversores extranjeros que destacó las ventajas del país e incluyó de manera especial -no podría haberlo evitado- los logros de los quince años de gobierno del izquierdista Frente Amplio (FA).[1]

El 14 de mayo pasado, en base a esas fortalezas, el gobierno realizó una exitosa emisión y recompra de deuda a nivel global. Como lo señaló el exministro Danilo Astori, estas acciones demuestran las posibilidades para hacer bastante más de lo que el gobierno ha hecho “para atender las necesidades de los que están pasando mal”. El hoy senador frenteamplista insistió, en consonancia con lo que viene planteando su partido: “se necesita inversión pública en materia de infraestructura para cambiar las deficiencias que muestra el mundo del trabajo”.[2]

Lo cierto es que no se sostiene la resignada postura oficialista de que no fue posible hacer mucho más. Más allá de lo estrictamente sanitario, el gobierno tampoco aprovechó esas condiciones favorables del país para que el Estado tuviese un mayor protagonismo y se acrecentase la inversión pública ante el agravamiento de la situación de muchos uruguayos, como sí aconteció en gran cantidad de naciones y lo aconsejaron los organismos multilaterales, insospechables de propiciar el descontrol fiscal. El gobierno no ha querido recurrir a impuestos temporales y limitados a los sectores privados que no han sido golpeados por la situación y que, en varios casos, vieron crecer su poder económico, y tampoco ha dado muestras de respaldar proyectos como el planteado por el FA de gravar a partir de determinado monto -relativamente muy bajo-, y por un lapso acotado, una pequeña parte de los capitales de uruguayos radicados en el exterior. 

El lema del presidente Luis Lacalle Pou de apelar a la “libertad responsable”, que trasunta una visión reduccionista del concepto de libertad, propia de las corrientes liberales de derecha, se interpreta inevitablemente como una manera de quitarse la responsabilidad de encima y cargársela a los ciudadanos: la gente no se cuida. Se desconoce que el derecho de los demás a cuidar su salud es el límite de las decisiones de cada uno. Ese discurso oficialista se correspondió varias veces con aglomeraciones y falta de cuidado por parte de sectores de la población, pero en los hechos no ha tenido en cuenta la obligación del gobierno de promover medidas más eficientes para desanimar esas conductas negligentes. Inconscientemente, se puede estar caminando hacia el acostumbramiento y la insensibilidad ante el dolor de mucha gente, que inevitablemente mellan las reservas solidarias de la sociedad, tan importantes en tiempos como estos.

Con el impacto del coronavirus crecieron la desocupación, la pobreza y la indigencia, bajaron los ingresos de la mayoría de la población, cayeron muchos indicadores de producción, servicios y comercio (aunque en la agropecuaria, en algunas industrias, como la construcción, y en varios servicios, sobre todo vinculados a las TIC -Tecnologías de la Información y la Comunicación-, hay buen nivel de actividad), además de haberse originado otros graves perjuicios, en particular en la educación. Se agrandó la brecha de los sectores más pobres respecto al total de la población. El nivel de vida de la gran mayoría de los uruguayos, incluyendo la clase media, caerá como consecuencia de la pandemia y de la opción que ha hecho el gobierno al restringir la inversión pública y las políticas sociales. También será afectado, ya lo está siendo, gran parte del empresariado (y no solo los más pequeños).

Naturalmente que, tras la gran retracción de 2020, el país vuelve a crecer, aunque débilmente. Todo indica que, con sectores de la actividad que vienen beneficiándose con buenos precios de los commodities y de varios productos exportables, pero fundamentalmente por la acumulación de los últimos años y el influjo de varias reformas, Uruguay irá repuntando económicamente. Pero, de atenernos a lo que es la orientación del gobierno, no habrá un crecimiento compatibilizado con la equidad y la mejora sostenida del nivel de vida de la mayoría. Ese proceso se cortó. Todo ello agravado por los sistemáticos intentos desde la coalición oficialista -aunque no sin contradicciones entre sus partidos integrantes- de restaurar políticas largamente experimentadas y fracasadas y de interrumpir o desvirtuar varias de las principales reformas del periodo frenteamplista. Claro está, habrá resistencia, como la que se manifiesta con la campaña por la derogación de varios artículos de la Ley de Urgente Consideración (LUC), y propuestas alternativas, cuyas posibilidades de ser respaldadas por la gente dependerán de la capacidad política de la oposición (tema al que hemos destinado anteriores artículos y que ameritaría desarrollos actualizados).

Todos los países han pagado un alto precio por la pandemia. Pero en Uruguay habrá uno bastante mayor del que pudo haber tenido. Sufre una situación que cuesta aceptar. No se trata de una conclusión que surja solo de impactantes comparaciones internacionales, sino de la comparación de Uruguay consigo mismo y con relación a sus posibilidades y a su mejor historia.

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