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AL PIE DE LAS LETRAS

 Publicado: 02/02/2022

Amarillo


Por Verónica D’Auria


Tú deberías tener unos ocho o nueve años. Cada verano ibas de vacaciones al mismo hotel con tus padres, que ante tus ojos pequeños se veía como un palacio. Cerca estaban el mar y el río donde tu padre iba contigo infructuosamente a pescar.

Había una barra del bar donde tomabas licuados con granadina y le pasabas la cuenta a la pieza treinta y cuatro. Junto al bar estaba el gran comedor que hacía también las veces de salón de fiestas. Allí comían platos deliciosamente elaborados. El puré parecía espuma de mar y el caldo de verduras, que los niños nunca terminaban en sus casas, era también un objeto de deleite por la manera suave y delicada en que estaba elaborado.

Por las mañanas servían el desayuno con el juego blanco de tazas con el logo del hotel inglés y la manteca aparecía enrulada con la mermelada de durazno en otro platillo. En tiempos de escuela solo tomabas la leche bebida y hacías todo, vestirte y recoger tus cuadernos, a contrarreloj.

Incluso en los días de lluvia te entretenías porque había un amigo de tu padre que con una paciencia infinita les enseñaba a los pequeños a jugar al ajedrez, y fue allí que aprendiste los rudimentos aunque nunca supieras jugar bien. También en los días más feos, cuando no iban a la playa o jugaban en los bosquecitos de alrededor, utilizaban las burdas arañas de la casa de los chascos para intentar asustar a los adultos lectores de diarios que se acomodaban en el pallier. Inmediatamente se hacían los sorprendidos por los insectos de plástico, lo que provocaba la hilaridad de los niños.

También, además de jugar entre ustedes, los niños tenían predilección por conversar con los jóvenes de veinte y veinticinco años, a quienes siempre estaban molestando o tratando de imitar; los varones más grandes siempre estaban pitando sus cigarrillos y tu creías que los toleraban a ustedes porque muchos tenían hermanos de su misma edad.

De tanto en tanto el hotel organizaba bailes o fiestas de disfraces en donde competían también los adultos. Tú recordabas varias, como una de carnaval donde ganó el premio una familia que se disfrazó de los Supersónicos. Pero la que más guardaste en tu imaginación era una donde te comportabas como una preadolescente porque te gustaba un niño pelirrojo y feérico que vivía trepándose a los árboles y saltando entre las ramas y al cual no le gustaba mucho hablar.

Tu madre te había mandado hacer un Saint Tropez, que era un conjunto con un top y un pantalón acampanado que te dejaba la barriga al aire y te sentías muy señorita cuando te probabas esa ropa. Era de color rosa viejo y tenía unos arabescos en la tela.

Cuando recordás en retrospectiva, pensás que estaban viviendo en la era de Acuario y que cualquier cambio habría sido posible en ese entonces si el destino así lo hubiera querido y dejado que el mundo se transformase. Ahora, muchos años después, pese a todo el desarrollo tecnológico, las modificaciones verdaderas te resultan casi imposibles de imaginar y tenés que contener a tu imaginación para no pensar en la destrucción total.

Pero en ese entonces vivías gozando del presente. Viste cómo colgaban las luces de colores para preparar la sala de baile y los jóvenes que para ti eran parte del otro mundo se vestían de ropas muy coloridas que tú encontrabas hermosas. Había una pareja (ella era hija de unos amigos de tus padres) que estaban recostados en el jardín disfrutando de la caída lenta del sol de verano. Ella llevaba una maxifalda que combinaba con su blusa y cubría sus rulos con un pañuelo a tono. Parecía una gitana de las ilustraciones que fuera a adivinarte el futuro.

Te acercaste a ellos que inmediatamente interrumpían sus conversaciones serias, del mundo adulto y comenzaban a charlar contigo. A qué año pasaste, quién te gusta de todos los que están en esta fiesta y te ponías colorada y les jurabas que no te gustaba nadie.

Entonces empezaban a poner los temas y ellos salían a bailar:

Quiero vivir en Amarillo
donde todo es dulce y sencillo

Tú también te ponías a mover el cuerpo al ritmo de esas canciones con un grupo de niñas y de niños que querían participar de la fiesta y los enceguecían los focos de las luces. Muchos de los varones saltaban y parecían payasos.

Sonaban también otras canciones:

Sansón y Dalila una historia que pasó
Él era un gigante con largo pelo de león

La muchacha que conocías sacudía sus bucles marrones y el novio la miraba como si no estuvieran en la sala y pensabas cuando sea grande quiero ser como ella, idéntica a ella. No quería entrar en el mundo predecible de sus padres con sus rutinas y su cansancio:

Quiero vivir en Amarillo
Voy por el camino y quisiera volar
Oh soleil soleil soleil lei soleil soleil

Tú mirabas programas en la tele donde las mujeres bailaban en un estudio y sacudían el pelo al ritmo de la música. Te resultaba el colmo de la sensualidad o de lo que podría saber de sensualidad una escolar de ocho o nueve años que miraba cómo en un rincón el niño feérico que le atraía, gozaba también encandilado por las luces.

Te extrañaba también cuando los mayores gesticulaban y discutían y bajaban las voces al acercarse ustedes y cómo les cambiaba la cara cuando hablaban de algunos temas, pero ese día del baile era un día festivo y todos disfrutaban bebiendo cócteles de colores que les iban sirviendo desde la barra, hasta que la música y la alegría se acoplaban y tú pensabas yo no quiero que pase este momento, que vaya ni para atrás cuando te bañabas y te desenredabas el pelo, antes de venir, ni tampoco para adelante cuando los mozos cansados al día siguiente recogerían las copas rotas, desmontarían las luces y las desenchufarían y limpiarían el salón para que de nuevo pudiera funcionar el comedor.

Por todos creo yo, pero por ella en particular salís a la calle todos los años en el mismo día. Te parás en esa misma esquina y esperás. Este año fuiste con tu hijo en bicicleta y ves pasar los carteles con las fotos en blanco y negro, hasta que ubicás el retrato de ella. Fue sacado antes que la conocieras al final de la secundaria. Tenía ropa muy formal y miraba con una suerte de espanto que no lograba parecerse a esa imagen en tecnicolor del baile del hotel.

La primera vez la llevaba la abuela, la reconociste por el apellido. A medida que pasaban los años cargaban su retrato los padres y luego algunos sobrinos. Tú ya no conocías a quienes marchaban con la foto y el desencanto te había recluido en tu casa. Casi ninguna causa te movía. Pero sentías por toda la fuerza de las convicciones viscerales que nacieron en tu infancia que, de algún modo, también ibas a allí a acompañarla.

Solo entonces, cuando caminabas al lado de tu hijo que hacía rodar la bicicleta y saludaba a sus amigos te dabas cuenta de cuánto anhelabas que ella hubiera llegado en otra parte al final del trayecto y no a ese corte abrupto al cual había sido destinada.

Deseabas con todas tus fuerzas que se encontrara ahora en Amarillo.

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