Compartir

DOS PALABRAS INCOMPATIBLES: ENSEÑANZA Y EDUCACIÓN.

 Publicado: 02/02/2022

La educación como hospitalización del alumno


Por Santiago Cardozo


  1. La enseñanza como una puesta en escena del lenguaje

Pienso en Roland Barthes, en la forma -o las formas- en que ha abordado el estudio de diversos fenómenos artísticos, entre los cuales la literatura ha gozado de especial preeminencia. Pienso en el “aparato conceptual” que ha sabido desplegar con sagacidad y agudeza, con particular marca de erudición y con estilo literario. Entonces me pregunto si una clase de liceo, de la asignatura que sea, no puede desarrollarse de la misma manera en que Barthes ha hablado de la novela, del teatro, formas superiores de la Literatura, de las formas mitológicas de la cultura francesa, de ese paisaje sígnico, meticulosamente calculado, que lo fascinó como pocas otras cosas: el Japón. Un placer y un goce irreductibles que se sitúan, ante todo, en el lenguaje y en el cuerpo (del lenguaje y del sujeto). Pienso, en suma, si la enseñanza no es sino eso: el placer y el goce que provoca el acontecimiento pedagógico, a contrario sensu de lo que sucede con la educación, forma técnica de una desabrida transmisión de información, ya que no podemos hablar, dentro de la lógica educativa, de conocimiento o, al menos, no tan sueltos de cuerpo (sin duda alguna no podemos hablar de saber).

  1. Un problema: la paranoia de la lógica evaluativa

Una grilla de evaluación pertenece al orden de la educación: el grillado es la lógica maquinal de una institución a la que no le interesan los sujetos, los que ella misma dice que transcurren por sus pasillos, sus salones, sus patios; de los que se predica tener “trayectorias” o “historiales”, algunos de los cuales están sujetos a diversos diagnósticos (según una institucionalidad privada o pública, lo mismo da), a hipocresías sociales y al abracadabra de la adecuación curricular, figura epigonal del dominio definitivo de la psicología y la psicopedagogía, discursos cuya combinación ha resultado altamente nociva (el psicopedagogo se ha convertido en el técnico más idóneo que está en condiciones de comprender la complejidad del fenómeno educativo, susceptible de ser reducido a “protocolos de intervención” didáctica, a formas amables y apropiadas que den cuenta de la individualidad del alumno en su proceso de aprendizaje).

La evaluación constante: diagnóstica, formativa y sumativa. Adjetivos que bastardean la relación intersubjetiva entre profesores y alumnos; adjetivos que saturan el espacio de los juicios y los enjuiciamientos, estableciendo una oposición con la dimensión lenguajera de la enseñanza[1], esto es, con la enseñanza misma. ¿Qué son estas extrañas palabras: “diagnóstica”, “formativa” y “sumativa”? ¿De dónde salen y a dónde apuntan, qué buscan?

Los liceos como hospitales, como nosocomios cuyas camas de CTI están abarrotadas hasta el hartazgo con pacientes en permanente estado de monitoreo: que no desfallezcan, que no se desvinculen del sistema, que no se quiten las vías, los tubos de oxígeno, las blancas sábanas con olor a muerte.

Alumnos, estudiantes, educandos: la profilaxis discursiva que anula, por borramiento, el saber, materia prima del crecimiento de aquel que debe ser alimentado, que debe crecer nutrido con ese saber y con el conocimiento disciplinar, y del que estudia, del que suspende el tiempo doméstico y se hace un espacio para la lectura (es decir, para darle lugar a la escritura), del que se sienta y se enfrenta a y/o confronta con el conocimiento, con el texto escrito. Se es alumno y se estudia en la escritura; se es educando en el orden de la psicología y la psicopedagogía.

  1. El signo

El problema de la enseñanza es el problema del signo, vale decir, el problema del deseo: ¿qué dice el signo del deseo? Esta es la pregunta principal, la pregunta cuya respuesta huye en múltiples direcciones. Es, también (y habría que pensar hasta qué punto el “también” resulta una denegación o un rechazo de lo que uno no quiere enfrentar), una pregunta que supone cierta vigilancia del sentido, una vigilancia que procura la escucha de lo que no se dice, como si colocáramos el oído sobre el pecho auscultando lo que se oculta en el intervalo de los latidos del corazón. 

¿Cómo se experimenta el lenguaje en el cuerpo? ¿Qué palabras hacen falta para poder decir lo que nos atormenta, el pasado que se desdibuja en la lengua olvidada que hablábamos cuando éramos niños, el ansioso deseo que busca fijar, en una gramática conocida, las emociones inefables de lo que resta por advenir, la muerte? 

La enseñanza es una forma de conjurar el sinsentido radical de la vida.

  1. “¿Tienen psicopedagogo?”

En cualquier institución educativa privada, el “Departamento de Psicopedagogía” es, ante todo, una forma directa y explícita del marketing: en las páginas web, en las diferentes publicidades que ofrecen el servicio educativo en cuestión, en la relación directa con los padres de los alumnos o futuros alumnos, el psicopedagogo parece funcionar como la garantía primera y última de que, pese a las dificultades que puedan surgir en el proceso de aprendizaje, siempre, finalmente, habrá eso: aprendizaje, sin importar demasiado su clase, su calidad, su naturaleza, su alcance, su coherencia, su consistencia. El psicopedagogo tiene en sus manos la facultad cuasi mágica de “adaptar” el currículo a las diversas necesidades de los alumnos, cosa que, en no pocas ocasiones, resulta tan falso e hipócrita como imposible y, sobre todo, indeseable. Así, su posición técnica es contraria al carácter político de la enseñanza.

En este sentido, la figura anti-política del psicopedagogo puede ser entendida como un escandaloso síntoma de lo que ha venido sucediendo con la enseñanza, tanto respecto de los contenidos, del saber propiamente disciplinar que constituye el centro y la razón de ser de cualquier institución educativa que se precie, como de las diferentes formas de “aproximarse” a ellos, para usar una palabra detestablemente constructivista. Ahí están, entonces, el psicopedagogo y la psicopedagogía como “lugares” de las soluciones de los problemas que se suscitan en cualquier clase y, sobre todo, como un discurso que legitima, a partir de un estándar elemental, el valor de una institución privada en el mercado educativo.

Es así que los espacios de coordinación suelen emplearse para que el psicopedagogo de turno (subrayo el “de turno”) asista al equipo docente o, más extrañamente, a los “educadores”, a fin de entender qué debe hacerse en tales o cuales situaciones, ya existentes o por existir. Llegado el caso, el psicopedagogo, quien muchas veces responde a la demanda directa de los docentes, instruye sobre los más diversos temas, entre los cuales siempre suele aparecer, bajo las formas de la obviedad más obscena, la lectura y la escritura. Devenido gurú de la educación, el psicopedagogo tiene en sus manos la llave para la destrucción de la enseñanza, que, en general, empujado por la fama y la ignorancia o por la presión laboral y la creencia en el conocimiento que posee, termina utilizando con el objetivo, velado o exhibido, de justificar su trabajo y su profesión. 

No debemos olvidar que, en mi opinión, el discurso de la psicopedagogía, muy próximo, por lo demás, al de la didáctica, sobre todo en sus versiones más actuales, más “recicladas” o “aggiornadas”, es un discurso eminentemente técnico, que, en los hechos, busca solucionar problemas prácticos, no pensar la enseñanza como acontecimiento político, esencialmente hecho de lenguaje, aun cuando los objetos académicos predilectos de la psicopedagogía hayan sido, desde siempre, la lectura y la escritura. 

Así pues, “psicopedagogizar” la enseñanza, algo que viene ocurriendo en el ámbito público desde hace muchos años, es un problema de enormes consecuencias, una de las cuales tiene que ver con la imposibilidad de pensar la enseñanza políticamente, esto es, de suspender críticamente la lógica de las necesidades del mundo, del mercado, de superar esa lógica pragmática de la cambiante vida que se nos extingue a diario. En mi opinión, “psicopedagogizar” la enseñanza es volverla educación, en el sentido más instrumental de la palabra, en el sentido más presuntamente “neutro”, lo que implica el derrumbamiento o, sencillamente, la muerte de la política como forma de organización significativa de lo social, como racionalidad histórica y afectiva.

Un comentario sobre “La educación como hospitalización del alumno”

  1. Poco y nada queda del acto pedagógico como goce , como placer por el trabajo intelectual.
    El trabajo intelectual,como la mejor manifestación de la condición humana.No confundir con el intelectualismo.
    Una lógica resultadista impera.
    La calificación 9 ,que exonera al alumno de formación docente del examen , es una regla y debería ser la excepción.
    Se ha caído , en formación docente en la promoción de un «facilismo».
    Hay un nivel de indiferencia generalizado sobre la temática de la educación como proceso conflictivo,creador y político

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *