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CULTO A LA PERSONALIDAD

 Publicado: 02/02/2022

“State funeral”: mucho más que un funeral de Estado


Por Andrés Vartabedian


El 5 de marzo de 1953, a la hora 21:50 -de acuerdo al parte oficial- fallecía Iósif Vissariónovich Stalin. Así, con estos tres vocablos, se lo nombraría una y otra vez en la Unión Soviética durante los cuatro días de duelo nacional que siguieron a su muerte. Sergey Loznitsa se encargará de que los escuchemos una y otra vez repetidos en este, su Funeral de Estado. Iósif Vissariónovich Stalin tenía 74 años y su agonía también fue de cuatro días: el 1° de marzo había sido hallado en su habitación con un derrame cerebral; la arterosclerosis que sufría desde finales de la Segunda Guerra Mundial y su aguda hipertensión no habrían colaborado en evitar el desenlace fatal.

Pensadas, en su origen, para canonizar definitivamente la imagen de Stalin en un filme denominado La gran despedida -nunca exhibido, o exhibido en una única oportunidad, según las fuentes que pudimos consultar; irónicamente, capitalismo mediante, hoy se puede adquirir a través de Amazon-, las 40 horas de metraje filmado durante los días posteriores, a lo largo y ancho del país por unos 200 camarógrafos, e incluso en el exterior, quedaron a la espera de que alguien las despertara. El espíritu de la época en aquel Estado autoritario y multinacional fue transformándose rápidamente y de las loas al Padre de los pueblos y su régimen se pasó al revisionismo y la desestalinización que encabezaron Nikita Jrushchov y Anastás Mikoyán. El denominado “culto a la personalidad”, como el pecado ateo que cometiera Stalin, sepultó definitivamente en el archivo aquellas horas y horas de imágenes de pomposidad fúnebre y muchedumbres veneradoras.

A diferencia de lo que podía pensarse, a diferencia de los prejuicios que el propio Loznitsa podía tener, cuando llegó al Archivo Estatal de Cine y Fotografía de Krasnogorsk, en las afueras de Moscú, y preguntó por aquel material, se encontró con que las puertas se le abrieron prestamente y pudo acceder a él sin mayores dificultades (queda solo la duda de si el registro de ciertos acontecimientos que llevaron a la muerte de 109 personas en la plaza Trubnaya -”109” según la versión oficial-, producto de la aglomeración de gente que intentaba participar del funeral, aún permanece como material clasificado por los servicios secretos rusos). Es así que pudo trabajar con las 40 horas mencionadas, tanto en blanco y negro -mayoritariamente- como en color, como con 24 horas de transmisiones radiales e innumerables grabaciones de discursos elogiosos de la figura del Presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviética. “Es increíble que esta idea no se le haya ocurrido a nadie antes”, ha comentado el director.

El resultado de ese proceso de selección, restauración, sonorización -en algunos casos- de imágenes silentes, mezcla de sonido (el diseño sonoro de Vladimir Golovnitskiy es, a todas luces, deslumbrante), edición, montaje... es de un detallismo, una pulcritud, una delicadeza, un sentido estético, un respeto por aquel trabajo realizado hace más de 60 años, realmente subyugantes. Solo la elección de los rostros de los dolientes que vemos desfilar durante tres días frente al ataúd con el cuerpo de Stalin embalsamado y levemente inclinado hacia ellos, es un prodigio de atención y perspicacia -además de resultar apabullante y agotador, por momentos; un efecto también buscado, sin dudas, que señala parte de las dimensiones de aquellas exequias-.

Ese pasaje, cual peregrinación, frente a la estampa del líder, ya -metafóricamente- sepultado en un mar de ofrendas florales, se lleva una parte importante de la duración de State funeral. Es que fueron tres días en los que el flujo de gente fue tan ininterrumpido como ininterrumpido debía ser su paso frente al cadáver. No vemos a nadie que ose siquiera detenerse mínimamente a contemplar aquella figura ya señera para ese entonces, solo el giro de la cabeza y el intento de asir mínimamente con la mirada aquella vida ya en una casi inverosímil quietud permanente. Era el Salón de las Columnas de la Casa de los Sindicatos, lugar al que rodearon tanto las filas de ciudadanos soviéticos que llegaban a dar su último adiós al mandatario, como las coronas de flores, que seguían acumulándose en las afueras de ese edificio y de los edificios linderos.

La película comienza con la llegada del féretro al lugar, en el más absoluto silencio, sin multitudes agazapadas ni grandes pompas acompañantes, los preparativos del Salón que lo albergaría y el inicio de la difusión de la noticia por los diversos medios masivos de los que disponía el régimen. Cientos de altavoces a través de toda la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas congregarían al público en torno al parte oficial de la defunción, el histórico diario Pravda daría el adiós definitivo al camarada más importante -también para adquirirlo habría colas interminables-, el trabajo se paralizaría para conocer una de las noticias más trascendentes de la historia del socialismo.

“Stalin había muerto”, algo que para muchos no estaba planteado en su horizonte de posibilidades; si hasta concebirlo era difícil a partir de su omnipresencia ciudadana, de su voz constante en la radio, del poder adquirido a lo largo de las décadas, de su mano pesada cayendo sobre propios y extraños, de la construcción de su figura en torno al mito, la leyenda y la profana divinidad. Stalin había muerto, algo difícil de asimilar, aun en la alegría o el alivio que para muchos pudo significar.

¿Cuántos de los participantes del duelo nacional se encontraban realmente conmovidos? ¿Cuántos llantos fueron sentidos? ¿Cuántas risas o sonrisas se escondieron? ¿Cuánta dicha jamás se conocería? ¿Cuántos participaron de sus exequias únicamente por temor? Pero también, ¿cuántos se sintieron absolutamente huérfanos? ¿Cuántos devastados? ¿Cuántos creyeron sinceramente que era más que la muerte de un hombre? ¿Cuántos habrán sentido que la posibilidad del comunismo se alejaba para siempre? ¿Cuántos lo lloraron por días y semanas desde la más absoluta honestidad sentimental? ¿Cuántos sintieron que el futuro se alejaba un poco más? Jamás lo sabremos. Sin embargo, las decenas y decenas de rostros a los que asistimos en State funeral, sus voces, sus murmullos como presencia constante en la banda sonora, las enormes congregaciones de gentes en los lugares más recónditos del país, desde el extremo occidental al oriental de aquel continente denominado URSS, el detenimiento de las actividades, desde las más colectivas a las más solitarias, en las ciudades, las montañas y los campos, nos permiten reflexionar al respecto, nos permiten pensar tanto en lo uno como en lo otro, atisbar todas esas posibilidades, estar un poquito allí, en aquel lugar, en aquel momento. Jugar a descifrar, a inferir, a imaginar…

Del mismo modo, lograr comprender que había cámaras dispuestas a registrar todo ello, dispuestas al unísono en todas partes, también nos hace pensar en la forma en la que el régimen se concebía, se imponía y se pensaba hacia adelante. La idea de un proyecto en curso se hace carne, se hace vívida, adquiere profunda dimensión; la idea de totalitario, también. La doble condición de admiración y terror que importa la palabra “portento” en la que pensamos al ver el trabajo de Loznitsa en Funeral de Estado, es una más de las virtudes atribuibles al realizador ucraniano. Loznitsa sabe que nosotros conocemos la historia, quién fue Iósif Vissariónovich Stalin y cuáles fueron las características de su régimen y lo utiliza para resignificar cada momento de su filme. Tal vez los tres breves sobreimpresos finales, prescindibles completamente para este comentador, no tengan mayor sentido que el de evitar acusaciones innecesarias de veneración por parte de algún espectador distraído.

Desarrollada en estricto orden cronológico, sin una sola intervención de un narrador contemporáneo, hilvanando el relato únicamente con material de la época -imágenes, música, sonidos-, concentrándose en lo sucedido en la Unión Soviética y desechando lo registrado por aquellos días en el exterior (desde Polonia a China, pasando por Corea del Norte), Loznitsa nos enseña las primeras comunicaciones oficiales, nos permite escuchar los primeros panegíricos radiales -lentos, solemnes, con mayor o menor vuelo poético-, apreciar los primeros momentos de tristeza, desazón, sorpresa, incredulidad entre la población noticiada, los preparativos del funeral oficial, la llegada de las delegaciones extranjeras, la paralización de actividades en los distintos lugares de trabajo -los famosos “koljoses” o granjas colectivas, los campos petrolíferos, las fábricas, los astilleros, los aserraderos, y un largo etcétera-, los encendidos discursos allí pronunciados, el ya mencionado peregrinar en Moscú hacia la Casa de los Sindicatos, el ingreso constante, las esperas bajo el frío gélido y la nieve, las calles de las ciudades atestadas de pueblo, el ir y venir de las masas en un aparente sinsentido, la marea humana intentando estar cerca de él en su hora postrera, la omnipresencia de lo militar -por supuesto-, sus altos rangos jerárquicos llevando consigo cada una de las condecoraciones del georgiano más famoso y abriendo la marcha hacia el Mausoleo de Lenin -con quien lo compartiría solo por ocho años-, a Nikita Jrushchov oficiando como maestro de ceremonias en la repleta Plaza Roja, la oratoria de Georgy Malenkov, Vyacheslav Molotov y Lavrenti Beria -quien pocos meses después sería detenido y ejecutado por sus compañeros de estrado-, su ingreso al mausoleo, la salva de cañonazos disparada desde el Kremlin, las bocinas y sirenas de todo el país sonando unánimemente mientras todo se detenía en el mediodía -hora de Moscú- de aquel 9 de marzo de 1953.

Pasados esos momentos solemnes, mientras algunas gentes se dispersan, otras muchas continúan acercándose al Mausoleo, ya no sabemos muy bien a qué. Los camarógrafos siguen registrándolas. Ellas lo saben. A estas alturas, las ofrendas florales no caben ni siquiera en la pantalla. La nieve no cesa de caer y posarse sobre ellas. Una canción de cuna comienza a sonar; Stalin está presente en su poesía velando por el descanso y el futuro de ese niño, de esa niña soviética. Aquí, es su pueblo, cobijo de su legado, quien parece arrullarlo en su sueño definitivo.

La historia se encargará de todo lo demás.

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