Compartir
REFUGIADOS Y REFUGIOS
“Midnight traveler”: la distancia de la esperanza
Por Andrés Vartabedian
De acuerdo con la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados (1951), un refugiado es una persona que "debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de su país; o que careciendo de nacionalidad y hallándose, a consecuencia de tales acontecimientos fuera del país donde antes tuviera su residencia habitual, no pueda o, a causa de dichos temores no quiera regresar a él".
De acuerdo a Naciones Unidas, en 2020, el número de refugiados alcanzó la cifra de 82,4 millones de personas, más del doble que en 2011, por ejemplo, cuando el número era inferior a 40 millones. Por lo tanto, hoy en día, 1 de cada 95 habitantes de este planeta es un refugiado. El 42% de ellos son menores de 18 años.[1]
Entre ellos, se encuentran Hassan Fazili, director de Midnight traveler, su esposa Fatima Hossaini -también actriz y directora de cine-, y sus hijas Nargis y Zahra, dos niñas pequeñas; todos de origen afgano.
Es que en 2015, Hassan Fazili -con experiencia también en teatro y series televisivas- dirigió Peace in Afghanistan, retrato para la televisión nacional de un excomandante talibán que depusiera las armas procurando una vida civil en paz, arriesgando su vida al dar testimonio de ello. En efecto, poco tiempo después, el exlíder talibán fue asesinado por sus antiguos camaradas y la cabeza de Fazili tuvo precio. Un viejo amigo, devenido en integrante del grupo islamista, informó de ello a Hassan, por lo que la familia decidió abandonar el país.
Allí comienza esta película, enteramente filmada con sus propios celulares. Son su único medio. La necesidad de hacer cine, de contar y dejar testimonio se impondrá a las cuestiones técnicas; la calidad será la posible. El ojo y la edición serán sus recursos creativos.
Su primer destino será Tayikistán, del que deberán regresar luego de catorce meses allí. Todos a parecer nuevamente parte de esa sociedad de encierro y restricción, al menos por un breve lapso, hasta poder volver a salir del país. Entre escondites amigos y burkas -otra forma de esconder-, Australia se presenta como una opción; sin embargo, Europa parece más sencilla de ser alcanzada, a pesar de los 5.600 km que demandará el viaje a través de Irán, Turquía, Bulgaria, Serbia y Hungría. Destino: Alemania. Duración del viaje: imposible de calcular.
Durante ese trayecto, al que, entre avances y retrocesos, se le irán sumando días, semanas, meses y años, la clandestinidad será parte de la norma. Pero solo parte. En ocasiones, es mejor “dejarse” atrapar por la Policía y pasar a tener cierta protección, además de techo y comida. Es que los lugares por los que atraviesa la familia Fazili-Hossaini, junto a tantos otros hombres y mujeres, adolescentes, niñas y niños, a veces no conocen de resguardo, y solo la noche es su cielorraso. La primavera, a veces, es únicamente una idea en el horizonte de la esperanza y el frío quema. Entonces, al final del día, el campamento para refugiados, el formalizado, se transforma en una buena opción. Las niñas tiritan.
La clandestinidad, esa senda trazada por los pasos que escapan, es usufructuada por la vileza de la que somos capaces, y es así que los traficantes pueden dejar varado al que huye -o simplemente busca mejores posibilidades de vida-, pueden engañarlo y explotarlo una y mil veces, pueden dejarlo en completo desamparo -legal, material, sentimental-, o pueden separar a una familia del resto de los viajantes, luego de estafarla y amenazar con secuestrar a sus hijas, como les sucede a nuestros protagonistas. De todos modos, en ese contexto, ello no implica que una niña, habitualmente alegre, en un momento de ira y tristeza infinitas -como debe haber tantos durante el viaje-, pueda sentir su necesidad, su falsa necesidad: “Les voy a decir a los mafiosos que vengan a sacarme de aquí”, espeta Nargis a sus padres, y nos lo espeta a todos. Desde nuestra comodidad apoltronada, no podemos dejar de lamentarlo, pero también entenderlo.
Afortunadamente, Nargis también baila a Michael Jackson, intercambia con sus padres sobre cubrirse o no el cabello como el resto de las mujeres musulmanas -como su madre, para el caso-, juega con su hermana, la cuida, juega con otros niños -los idiomas se mezclan sin prejuicios ni miradas discriminatorias-, y tiene tiempo para sorprenderse con el agua de río, que, al aproximarse a ella y golpear contra las rocas, “sube como si estuviera enojada”. O con “esa montaña” que, “¡mirá, papá!”, “parece un cuadro” (“¡Shhh!”, debe responder su padre; es la madrugada y están cruzando una frontera a campo través, con guardias en derredor).
Con pequeños sucesos como estos, con estos pequeños trazos, Fazili nos delinea y transmite los altibajos que presenta el largo camino: el bosque en el que descansar, esperar agazapados y correr, los camiones transportando gentes con un mismo objetivo, un mismo dolor y un mismo miedo, el baúl de un auto que esconde a alguien para cruzar otra frontera; los campamentos, las casas prestadas, los alojamientos sin comodidades o, directamente “robados”, aun en construcción; el dolor y las lesiones en los pies; el nacionalismo xenófobo que no puede faltar; también los campos de refugiados con habitaciones más “limpias” y “bonitas”, un mejor lugar que un corredor disfrazado de cuarto con colchones; un simpático y accidentado robo de ciruelas, a falta de algo mejor para comer; Fatima aprendiendo a andar en bicicleta mientras la familia -ese sí, un refugio inexpugnable- espera que la Unión Europea considere su caso legítimo y los “acoja” como refugiados; el humor de Fatima para descomprimir situaciones, o su bronca y su llanto; el pedido a su marido para que deje de filmar y el cuestionamiento de este a sí mismo acerca de la pasión por su oficio, por el registro, por el relato, y en qué lugar y momento establecer los límites.
También tendremos tiempo de contemplar imágenes poéticas, de tono reflexivo, de jugar con ellos en la nieve durante alguna Navidad atravesada, de observar algunas imágenes con carácter onírico, ese sueño despierto del retorno de un pasado que alguna vez fue mejor o de un futuro que albergue nuevamente alguna especie de alegría estable, quizá con las niñas jugando en una plaza. La idea de cabellos al viento nos acompaña desde el comienzo. Ese cabello que puede ser libre y volar, uno por uno, o estar completa y constantemente sujeto y sujetado.
...
Salgo de la sala y me dirijo hacia la rambla. En la Plaza España, decenas de niñas, niños, adolescentes y jóvenes se hamacan, patinan, juegan al fútbol, hacen skate. Lo hacen con sus familias, sus amigos, sus mascotas… El mar y el viento se hacen sentir y hay ruido a felicidad, esa fugacidad imprescindible. Comprendo, una vez más, la importancia de este cine cargado de humanidad acongojada, de miseria, de reclamo, pero también de solidaridad. Un cine social, urgente, que también se torna imprescindible. Aun sin salas llenas.
Muy bueno tu análisis y reflexiones sobre un cine más volcado a lo social.