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¿CÓMO NOS RELACIONAMOS CON LA LENGUA? ¿QUÉ SON, EN ESTE SENTIDO, LA ESCRITURA Y LO ESCRIBIBLE?

 Publicado: 05/05/2021

Equívocos: “le signifiant nu”


Por Santiago Cardozo


0. El punto de partida

Es evidente que una lengua se despliega, se desarrolla, se inventa en textos grandiosos y subterráneos solo cuando obliga a considerarla como lengua y no como simple vector de comunicación”. 

Esto dice Barbara Cassin en un extraordinario libro: Elogio de la traducción. Complicar el universal, a poco de comenzar a plantear el problema que desarrolla ampliamente, con singular maestría.[1] La afirmación es de una contundencia inequívoca: la lengua no es del orden de lo utilitario; nada tiene que ver, en primer lugar, con un instrumento comunicativo, con una función transportiva, como vehículo de información. La lengua es otra cosa: es el tejido mismo de la realidad, sedimento y creación de cultura, herencia y materia constantemente renovable, tensión poética entre lo viejo y lo nuevo, entre lo dado y transitado y lo inédito, lo desconocido, lo que aun no tiene forma ni expresión, lo que está por hacerse; es el juego de la sujeción del hablante y del ejercicio de su libertad como sujeto.

Y es en la literatura, como muestra con elocuencia Cassin, donde la lengua desarrolla sus máximas posibilidades expresivas (algo que ya, en 1952, había dicho notablemente Eugenio Coseriu, el lingüista rumano que tuvo una destacada estancia montevideana y que ejerció una enorme influencia en la geografía local y en ajenas), explotando sus virtualidades creativas, como el conocido ejemplo saussureano de «indécorable» (en español «ingraduable»): la palabra no existe, pero nada impide que se cree, como tantas otras que viven y mueren cotidianamente en el interior del sistema lingüístico, resultados de la práctica discursiva: el inédito «bombillear», el atestiguado una sola vez, en una conversación entre amigas, «castañoso», o el inigualable «presupestívoro» de Borges y Bioy Casares, que inmortalizaran en antológico cuento: “La fiesta del monstruo”. 

Y aquí quiero traer la comparecencia de Roland Barthes, «el de» El grado cero de la escritura:

[…] la forma literaria desarrolla un poder segundo, independiente de su economía y de su eufemia; fascina, desarraiga, encanta, tiene peso; ya no se siente a la Literatura como un modo de circulación socialmente privilegiado sino como un lenguaje consistente, profundo, lleno de secretos, dado a la vez como sueño y como amenaza.[2]

Comentemos. La literatura se ofrece como el territorio de la ambigüedad, de los equívocos en tanto que la hechura misma de su confección, y como el mapa que permite leerse a sí mismo, que dibuja las múltiples líneas de su lectura y de sus desplazamientos, así como sus relaciones de compleja imbricación con la realidad. Es, así, el lugar de nuestra más honda relación con la lengua (allí donde la idea de tratamiento adopta todo su espesor y su incertidumbre): fascinación, desgarramientos y desgarros, encantamientos, gravitación. Lejos, entonces, de cualquier noción de utilidad, la literatura es el reino mismo de la lengua, permitiéndonos ver y sentir su naturaleza inherentemente literaria, donde nos es dada la posibilidad de experimentar la ajenidad de lo que nos constituye. Una bella palabra de Lacan expresa esta ajenidad de la que «provenimos»: «extimidad». 

Vuelvo, por un segundo, al comienzo: la literatura, como fiesta de la lengua, es un ejercicio de traducción.

La desnudez del significante implica que, desprovisto de significado, domina, sin embargo, a la producción de sentido (el sentido como un efecto), en tanto fuerza un punto de sutura que «cose» las dos caras del signo, dejando sobre la superficie de la piel la huella del acto mismo de suturar: cicatriz, hilo y exceso de carne son las marcas de una contingencia devenida necesidad, pero que no supone nunca un cierre definitivo al margen de toda posibilidad de crítica, es decir, de suspensión de la relación entre el significante y el significado, que siempre llega -este último- al menos un segundo tarde a su encuentro con aquel.[3]

Y, de este modo, todo queda servido para que la lengua maliciosa haga su trabajo, para que deje en ridículo al hablante que quiera conjurar los efectos del equívoco (la ambigüedad, la polisemia, la homonimia, el lapsus). Porque, como dice Novalis:  

En el fondo, hablar y escribir son una cosa curiosa: la verdadera conversación, el diálogo auténtico es un puro juego de palabras. Es lisa y llanamente asombroso el ridículo error que comete la gente al suponer que habla de las cosas. Todos ignoran, en cambio, que lo propio del lenguaje es ocuparse tan solo de sí mismo. Por eso el lenguaje es un misterio tan maravilloso y tan fecundo: que alguien hable simplemente por hablar, es justo entonces cuando expresa las más grandiosas verdades. Pero cuando por el contrario quiere hablar de algo preciso, de inmediato la lengua maliciosa le hace decir los peores dislates, las más grotescas sandeces. De aquí procede el odio que tanta gente seria le tiene al lenguaje. Nota su petulancia y su picardía; pero lo que no nota es que el parloteo sin orden ni concierto y su tan menospreciada dejadez son, justamente, el aspecto infinitamente serio de la lengua.[4]

La broma de la lengua maliciosa es esa: tomarse únicamente a sí misma como telos del hablar. Así, cuando creemos que la racionalidad de la lengua es hablar de algo (el telos del referente), caemos en su principal trampa o, al menos, tropezamos con su disimulado pie estirado para provocar el tropiezo.

1. El accidente

Tropecé, hace un par de días, con Julio; literalmente: Julio estaba en Babia y yo, que no estaba en un lugar muy diferente, me comí su cuerpo. El tropezón fue brutal: no solo Julio se vino abajo, física y anímicamente, sino que yo también, enseguida, caí en cámara lenta, mientras observaba, fascinado, cómo mi brazo derecho no llegaba a tiempo a apoyarse en el piso y mi cara daba contra las baldosas rotas de la vereda.

No bien nos levantamos, le pedí disculpas y él, sin saber muy bien cómo proceder ante lo ocurrido, me las pidió a mí. De modo que ambos quedamos mutuamente disculpados. Decidimos, ya que estábamos ahí, tomar un café en el bar de enfrente, antes de que la crisis económica lo enterrara en el olvido, al que, finalmente, terminó reducido, como un cadáver que, después del tiempo estipulado por la legislación, es exhumado para cortarlo en pedazos y dárselo a sus familiares. Entonces, nos pusimos al día respecto de nuestras vidas respectivas. El errático encuentro nos había reunido después de muchos años.

2. La charla

Julio empezó contándome que se había anotado en la licenciatura en Filosofía, en la Facultad de Humanidades, y que le habían interesado las primeras clases. Me dijo que se había hecho unos amigos (no especificó edades ni rasgos genéricos), con los que, más tarde, conformaría un grupo de estudio. Yo, por mi parte, le conté que no me había anotado en ninguna facultad, pero que me había puesto a leer a un tal Juan José Saer, quien, al parecer, era un gran escritor, el mejor escritor argentino después de Borges.

Acá fue cuando, le dije, no quería sonar pedante ni mucho menos. Además, no sé un carajo de literatura. Pero ¿mejor que Piglia? Mirá, compará estos dos pasajes, le enchufé a Julio: «No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla. El Gato se retira de la ventana, que queda vacía, y busca, de sobre las baldosas coloradas, los cigarrillos y los fósforos. Acuclillado enciende un cigarrillo, y, sin sacudirlo, entre el tumulto de humo de la primera bocanada, deja caer el fósforo que, al tocar las baldosas, de un modo súbito, se apaga. Vuelve a acodarse en la ventana: ahora ve al Ladeado, montado precario en el bayo amarillo, con las piernas cruzadas con el lomo para no mojarse los pantalones. El agua se arremolina contra el pecho del caballo. Va emergiendo, gradual, del agua, como con sacudones levísimos, discontinuos, hasta que las patas finas tocan la orilla.

Va cortando, sobre la tabla, sin apuro, rodajas de salamín. Cuando ha cubierto casi toda la superficie del plato blanco de rodajas rojizas, lo pone en el centro de la mesa junto al pan y los vasos. Saca de la heladera una botella de vino tinto llena todavía hasta la mitad y la deja entre los vasos». Este es de Saer, de Nadie, nada, nunca. Así empieza la novela. Ahora mirá este otro: «Uno de mis abuelos prosperó en el humanitario comercio de comparar esclavos enfermos y curarlos lo suficiente para que pudieran ser vendidos (a mejor precio) como esclavos sanos. Ese negocio, que combinaba el lucro con la filantropía, le permitió enriquecerse gracias a la salud de los demás. He visto grabados de esclavos macilentos y esqueléticos y cubiertos de pústulas y después otros grabados donde los mismos esclavos se ven fuertes, macilentos y cubiertos de pústulas, al lado de mi abuelo que los señala, satisfecho, con el cabo del rebenque. Al llegar a los setenta años este abuelo mío abandonó la familia y se amancebó con una negra jamaiquina de catorce a la que llamaba Emperatriz. En mi juventud, parece que decía mi abuelo, un hombre de setenta años no era un viejo: fue la Revolución Francesa la que trajo la vejez al mundo». Este es de Piglia, de Respiración artificial. ¿Y ahora? ¿Viste? Es un huevo decidir, como para que anden diciendo así nomás, muy sueltos de cuerpo, que Saer es el mejor escritor argentino después de Borges.

3. La literatura

Luego de esta comparación, nos enfrascamos en una discusión sobre literatura; en realidad, en un ida y vuelta de comentarios de textos, porque de literatura, lo que se dice literatura, ninguno sabe un pomo. Julio me decía que aun no estaba en condiciones de expedirse sobre el asunto; no obstante, arriesgó, valientemente, una opinión. Para hacerlo, citó, de memoria, otro pasaje de Saer: «“Hay un solo género literario”, dijo Tomatis. “No hay más que un solo género literario, y ese género es la novela. Hicieron falta muchos años para descubrirlo. Hay tres cosas que tienen realidad en la literatura: la conciencia, el lenguaje, y la forma. La literatura da forma, a través del lenguaje, a momentos particulares de la conciencia. Y eso es todo. La única forma posible es la narración, porque la sustancia de la conciencia es el tiempo”. Yo aplaudí. Pupé sacudió la cabeza dos o tres veces, y el tal Nicolás abrió la boca por segunda vez en toda la noche. “Según Valéry”, dijo, “ante ciertos estados interiores la disertación y la dialéctica deben ser reemplazadas por el relato y por la descripción”». Saer, dijo, lacónico. De Cicatrices. ¡Un animal! Pero mi respuesta se centró en otra cosa: ¡Qué memoria, hermano! Y entonces empezó a discurrir sobre el texto: que las relaciones entre los géneros literarios, que el ataque a la poesía y al teatro, que todo lo que no era novela era una reverenda porquería, que la novela también es un género filosófico, cosas por el estilo. Pero, ¡ojo!, algo de razón tenía; lo que pasaba es que te tiraba sus opiniones cortadas grueso, no le importaban los matices, al contrario. No sabía nada de dialéctica ni de temporalidad; no había leído a Hegel, a Marx ni a Benjamin; no había leído a Genette ni a Ricœur. Igual, esto importa poco: Julio hablaba con soltura, con fluidez, como si supiera de lo que argumentaba. Yo, en cambio, me limitaba a exponer fragmentos de Piglia: «O sea, dice Renzi, que la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés, que es una cita falsa, equivocada. Sarmiento cita mal. En el momento en que quiere exhibir y alardear con su manejo fluido de la cultura europea todo se le viene abajo, corroído por la cultura y la barbarie. A partir de ahí podríamos ver cómo prolifera esa erudición ostentosa y fraudulenta, esa enciclopedia falsificada y bilingüe». Respiración artificial.

Acto seguido a mi evocación, Julio quedó callado un rato, mientras pensaba su contraataque. Sin embargo, como casi nunca, increíblemente, me dio la razón. Tuve la sospecha, para lo que no hacía falta mayor confirmación, de que se había cansado de discutir. Me dijo de pedir la cuenta y que él pagaba esta vez. Que la próxima pagaba yo.

Pero antes de la despedida final finalísima, como para tirar arriba de la mesa y arreglate como puedas, se me vino a la cabeza un cuento de Borges y Bioy Casares, “La fiesta del monstruo”, del que le vomité el único pasaje que recordaba: «En el propio puentecito de tablas, frente a la caminera, casi aprendo a nadar en agua abombada con la sorpresa de correr al encuentro del amigo Diente de Leche, que es uno de esos puntos que uno encuentra de vez en cuando. Ni bien le vi su cara de presupuestívoro, palpité que él también iba al Comité». Y entonces, siguiéndole la corriente, sentencié: “La próxima pago yo”.

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