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MORIR ES MÁS QUE UN VERBO: ES LA PALABRA PRINCIPAL DE LA VIDA, LA QUE ORGANIZA LA EXISTENCIA HUMANA

 Publicado: 02/06/2021

Estética del morir


Por Santiago Cardozo


Te cuento una cosa, mirá. Me invitaron a dar una charla sobre la muerte en la literatura. Pero ¿qué se yo de la muerte, me querés decir? Nada. Nada distinto de lo que sabe cualquier hijo de vecino. Que Sócrates tomó la cicuta para evitar el destierro y que, por eso, en el silogismo, era mortal. Que Antígona desafió al poder de la Grecia de su época para darle un entierro decoroso al cuerpo de su hermano. Que los suicidios después de Werther fueron calamidad. Que los traidores van al peor círculo del Infierno. ¿Y qué más? Nada que valga la pena. Entonces, me puse a preparar la charla, en la que hablaría, básicamente, de mí. Siempre me interesó la forma en que los recuerdos van perdiendo la precisión de la inmediatez, expuestos al trabajo del tiempo: horadar el pasado de múltiples maneras, la mayoría de ellas imperceptibles. ¿Cómo dejamos de oír un timbre de voz o los detalles de unas facciones? ¿Cómo el perfume que solía despertar en nosotros, de inmediato, la evocación de un ser querido, ahora no es más que una fragancia corriente, como la de cualquiera que anda por la calle y que una brisa arrima a nuestras narices? Estas fueron siempre mis cuestiones, digamos, sobre las que escribí versos al derecho y al revés, repitiendo las palabras para sacarles el mayor jugo posible, a riesgo de la redundancia barata, de una rechazable insistencia en lo mismo y con la misma materia. Incluso, les pedí a dos amigos que me tradujeran dos textos, uno al francés y el otro al italiano. Quería ver cómo sonaban, si en una lengua ajena el pasado adoptaba otra fisonomía, si las leyes que gobiernan el recuerdo eran las mismas o yo era capaz de sustraerme al incesante e implacable paso de la historia y de las inevitables distorsiones que miles y miles de imágenes y palabras van interponiendo entre mis emociones y el objeto que quiero recordar. No obtuve la respuesta.

Preparé, entonces, la charla, para estudiantes avanzados de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales. Quería agarrar el tema por el lado de una “verdad estética”, por así decirlo. No sabía bien si lo que pensaba planificar (qué verbo horrible para estos asuntos) podía ser concretado. Más bien me dejaría llevar por las circunstancias, por cierto deseo vinculado al lenguaje y a la propia palabra “muerte”, objeto, finalmente, de mi falsa y atrevida disertación.

*****

Las palabras de la muerte

Todo se borrará en un segundo. Ese diccionario acopiado desde la cuna hasta el lecho postrero se eliminará. Habrá silencio y ninguna palabra para decirlo. No saldrá nada de la boca abierta. Ni yo ni mí. La lengua seguirá convirtiendo el mundo en palabras. En las conversaciones en torno a una mesa de fiesta solo seremos un nombre, y cada vez tendremos menos rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una generación remota.

Annie Ernaux – Los años,

1. El amor y la muerte

En la película Philadelphia (Jonathan Demme, EE.UU., 1993), Andy Beckett (Tom Hanks) se muere de sida y su pareja, Miguel Álvarez (Antonio Banderas), lo acompaña hasta el último suspiro. Andy se despide de algunos de sus compañeros de trabajo, de sus seres queridos, uno por uno, y de su abogado redimido, Joseph Miller (Denzel Washington), y queda, luego, en la intimidad más honda y, a la vez, más terrible y temible; sin embargo, la presencia de Miguel atenúa lo inatenuable. La respiración de Andy se desvanece, lentamente, mientras mira a los ojos a Miguel, momento en el cual el espectador, suponemos, se quiebra, estremeciéndose hasta el erizamiento, y entiende, a cabalidad, la “función” del arte.

Mucho más acá en el tiempo, en un popular barrio de Montevideo, una amiga no puede respirar con normalidad; cada día que pasa, se le mueren los pulmones, implacables, irreversibles, un poco más. Usa un tanque de oxígeno, que desplaza por la casa como si fuera su sombra. Y es, en rigor, su sombra. Llega el día en que el tanque ya no es suficiente y se interna. Ella sabe que no va a volver a salir del hospital. La familia y los amigos van a visitarla y, alertas, con el dolor infinito agazapado, esperan el momento de la despedida. Porque ella, siempre lo supo, se iba a despedir, uno por uno. Y entonces sucede: está cansada, no quiere seguir así. Comienza el desfile de los saludos finales. Todos se desgarran; todos lloran las lágrimas que el océano no puede contener. Y llega el momento de su pareja. Solo se agradecen haberse conocido. Luego, entra la familia y empiezan a darle morfina.

En esta escena no hay juicios, ópera ni actores; pero está la poesía del coraje de su decisión y del estoicismo de su familia. También está la poesía de su militancia, de su auténtico y entregado compromiso con el prójimo, la vida dedicada a los niños. Dos escenas alejadas en el tiempo y en la geografía, pero un mismo fondo hecho de valentía y de amor.

2. El significante

La muerte: quizás, el objeto artístico por antonomasia, porque es una cuestión propia y profundamente humana. Y digo bien, la muerte, y no la cesación de la existencia.

Estamos arrojados a la muerte -que es estar arrojados a la felicidad, según especula Agamben- y ella es la medida misma de nuestra conciencia y nuestra historicidad. Los animales cesan de existir, pero solo el hombre muere. De la eternidad asignificante de los seres no humanos a la articulación temporal pasado/presente/futuro que nos proporciona el lenguaje y en la cual somos; de la existencia que deviene hacia su término a la experiencia que se topa con la muerte y, a partir de ella, adquiere significado. La muerte, una y otra vez; “morir”, verbo intransitivo especial, en la medida en que su sujeto no asume el papel que la gramática llama agente: es, por el contrario, siempre con la gramática, un experimentador, a quien la muerte le sucede o, en todo caso, le adviene. No podemos decir “lo morí” como sí, curiosamente, “lo suicidé”, signifique lo que signifique este desdoblamiento del verbo “suicidar”. De la intransitividad cerrada del verbo “morir”, con su variante pronominal “morirse”, a la intransitividad abierta del verbo “suicidarse”, que admite, como ejemplifiqué, la variante no pronominal “suicidar”, revirtiendo el esquema de “morir”.

Más allá de estas observaciones gramaticales, hay que señalar un elemento crucial: el discurso, esto es, el modo en que se utiliza la lengua y en que esta resulta ampliamente desbordada por su puesta en funcionamiento. De esta manera, el juego con los verbos en cuestión sobrepasa lo que la lengua ha codificado e, incluso, lo que se puede hacer con ellos en el discurso, desde el momento en que hablar pone sobre la mesa diversos fenómenos que no pueden representarse plenamente en las palabras, a saber: el afecto y el goce, para el caso, vinculados a la muerte.

3. La muerte como experiencia de lenguaje

Decir la muerte no es solo ponerla en palabras, expresarla de alguna forma: “estiró la pata”, “cantó flor”, “pasó a mejor vida”, “vio la luz al final del túnel”, “se fue al cielo/al más allá”, “espiró”, etcétera, todas formas poéticas (en el sentido de Roman Jakobson) que llaman la atención sobre sí mismas y reclaman, en consecuencia, interpretación. Diferentes formas de decir la muerte, poniéndola a resguardo de la referencialidad más descarnada, más transparente y presuntamente neutra: “murió”, “falleció”. Decir la muerte tampoco es atenuar sus efectos sobre las emociones, profiriendo, por ejemplo, un panegírico del difunto en el momento de su velatorio, como una manera de paliar, en los asistentes, el dolor que se está experimentando y que se vuelve colectivo. Todo esto está muy bien y, hasta cierto punto, es necesario. Pero no agota el hecho de decir la muerte. La muerte también se dice en la poesía, en la novela, en la dramaturgia, en el cuento. Por ejemplo: un verso notable es el dariano “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”. La composición gramatical es perfecta y, sin embargo, no consigue lograr aquello de lo que se queja. La contradicción vive en el interior mismo del verso y es irresoluble: la forma, decía, es perfecta, pero el contenido se impone: si la forma es precisamente lo que el poeta busca (el estilo), no obstante parece no identificarse plenamente con este estilo perseguido ni con la propia forma a la que el estilo no tiene acceso: he aquí la contradicción irreductible que exhibe al mismo tiempo la perfección poética y su profunda fisura. Y ya conocemos el trágico final del poeta nicaragüense, que se quita la vida como una consecuencia de la imposibilidad de llegar a la perfección poética. Sea como fuere, la muerte está en la poesía a título de posible destino del poeta, rodeándola en su confección. La forma y el estilo perseguidos por Darío muestran no solo el fracaso del poeta, sino el medio y el horizonte último antes del “pasaje al acto”.

Por su parte, en Neruda encontramos el poema “Solo la muerte” (segunda Residencia en la tierra), en el que asistimos a la constatación distanciada que reflexiona sobre lo que hay: este verbo, justamente, es la clave de lo señalado: “hay algo/algunas cosas”; sin embargo, el conjunto de los complementos que lo acompañan desmiente la frialdad asertiva del verbo, lo que instala una falsa posición de enumeración objetiva, neutra (el caos mismo de la enumeración va en la dirección contraria a la mera constatación). En estos complementos aparece la primera persona bajo la figura pronominal del “nos” y de la conjugación verbal de la primera del plural: “-mos”. Y, entre la distancia fría del “hay” y la aparición resuelta del poeta acompañado por la humanidad entera, la muerte se dice a través de comparaciones: “como un naufragio hacia adentro nos morimos, / como ahogarnos en el corazón, / como irnos cayendo desde la piel al alma”, como si solo pudiéramos “acceder” a ella o a su idea de forma oblicua, indirecta: los primeros tanteos son por medio de tres comparaciones, como si nos fuera dada únicamente una aproximación: objeto inaccesible con el lenguaje, la muerte parece estar más allá de las palabras; aproximarnos a su experiencia es solo eso, una aproximación, que se abre en múltiples direcciones, siempre metafóricas, que construyen el orden de un continente sin su contenido inherente: “zapato sin pie”, “traje sin hombre”, “anillo sin piedra y sin dedo”, “gritar sin boca, sin lengua, sin garganta”.

Podríamos decir que el régimen interpretativo en el que se inscribe el “hay” es también el de la aceptación, sin aspavientos, pero profundamente dolorosa (las metáforas de la profundidad son elocuentes), de la muerte, precedida del cansancio del ser hombre, que el propio Neruda escribiera en el verso inicial del extraordinario poema “Walking Around”: “Sucede que me canso de ser hombre”. El cansancio se expone a través del suceder, de un evento que no puede ser atribuido a ningún agente (el sujeto del verbo, a saber: la oración subordinada “que me canso de ser hombre”, no puede interpretarse como lo que produce el suceder); por el contrario, el suceder como pura ocurrencia desposee al hombre del control de los acontecimientos relativos al cansancio de humanidad. En este sentido, se puede plantear que el cansancio es el efecto del simple paso del tiempo, cansancio eventualmente devenido muerte, la propia o la ajena. (Cuenta una anécdota que un joven, luego de leer Residencia en la tierra, se suicidó en su cuarto con un tiro de revólver. Sobre la mesa de luz al lado de la cual yacía, todavía humeante, el cuerpo ya cadáver, estaba el libro de Neruda. Cuando el poeta se enteró, dictó que no se reeditara el libro). Dos suicidios, ironía aparte, poéticos. Quiero resumirlos en un poema de Borges:

El suicida

No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
del intolerable universo. 
Borraré las pirámides, las medallas, 
los continentes y las caras. 
Borraré la acumulación del pasado. 
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie.

(“La rosa profunda”, Obras completas III)

El hombre entregado a las circunstancias; el hombre arrojado a la muerte -como decía Agamben siguiendo a Heidegger-, cuya conciencia es la forma misma de la humanidad. Tanto en Darío como en Neruda, la poesía mira de frente a la muerte, la interroga y, en un caso (Neruda), la acepta, no sin sentir la angustia y el sufrimiento que provoca, mientras que, en el otro (Darío), la asume como un destino trágico, que llega por adelantado a la vida del poeta a través de su propia mano.

Porque un sujeto humano puede volverse contra tal adherencia, querer romper con esa naturalidad que lo encierra, salir de lo que percibe entonces como una pasividad, atribuyéndose con ello solo a sí mismo la iniciativa de su vida, por lo cual precisamente se plantea como sujeto. Hasta poder desconectarse decididamente de esa corriente de la vida que lo atraviesa y lo mantiene, según considera entonces, sometido. “Solo el hombre” entre todos los seres vivos, como es sabido -aunque con un saber que se puede tener guardado toda la vida, sellado como un Odre de Eolo que se evita abrir-, puede suicidarse. (Jullien, Vivir existiendo, 2018, p. 18)

Pues, si la poesía toma a su cargo decir la muerte, es porque ella toca lo Real mediante el interminable juego de un significante que se despliega, como un fuelle con su propia respiración, por encima del significado, el que llega, como decía Mallarmé, como un golpe de dados. En esta dirección, el esfuerzo del poeta, siempre en vano (expresión recurrente del lugar común más extendido sobre la poesía), retoma una y otra vez la creación, a fin de encontrar, después de cientos de versos, uno o dos que capturen el fracaso de los anteriores (esta es, pienso, la verdadera cuestión). Ese fracaso se experimenta como una ausencia que ha podido llegar, por fin, a la superficie esmerilada del poema. Y este encuentro con la ausencia ocurre en nombre del amor a y de la conjuración de la muerte; es el estallido del sentido en direcciones fractales que se alejan de un mitológico punto de origen, fuente y garantía del significado de las palabras, allí donde estas fueron amasadas como materia o cuerpo que viven por sí solos, pero que también producen sentidos.

Quiero inscribir las reflexiones precedentes en el contexto general de lo que Jacques Rancière ha llamado “política de la literatura”, que pertenece al orden más general de lo que el mismo autor llama aisthesis.

El término Aisthesis designa el modo de experiencia conforme al cual, desde hace siglos, percibimos cosas muy diferentes por sus técnicas de producción y sus destinaciones como pertenecientes en común al arte. No se trata de la “recepción” de las obras de arte. Se trata del tejido de experiencia sensible dentro del cual ellas se producen. Nos referimos a condiciones completamente materiales -lugares de representación y exposición, formas de circulación y reproducción-, pero también a modos de percepción y regímenes de emoción, categorías que las identifican, esquemas de pensamiento que las clasifican y las interpretan. (Rancière, Aisthesis, 2013, pp. 9-10).

Un régimen de sensibilidad e inteligibilidad implica la producción de un tejido de significantes que vuelva sensibles y decibles (esto es, pensables) un conjunto de objetos, en el más amplio sentido de la palabra, en el contexto de una serie de discursos, prácticas sociales y afectos que definen y redefinen el campo mismo de la percepción y de la afectación. Así por ejemplo, los dos poemas comentados se mueven en el interior mismo de una ambigüedad que no tiene solución, pese a lo cual hay que vivir en ella, aunque cada poeta haya resuelto la situación de forma diversa. La literatura, en este sentido, hace política en tanto que literatura, evitando la reproducción del orden estético tal como se ha ido asentando, para lo cual produce un nuevo reparto de lo sensible, mostrando la complejidad de la realidad y el carácter muchas veces indefinido e irresoluble de los diferentes hechos que trata. Esta es, en palabras de Rancière, la “verdad literaria”.

Otro caso: en la novela Los suicidas, de Antonio Di Benedetto, los cuerpos de las diferentes personas que tomaron la decisión de suicidarse aparecen con una notoria sonrisa en el rostro que desconcierta a los investigadores que toman el “caso” de la situación de suicidios en cadena. Esta forma de morir impacta en la ciudad porque, a contrario sensu, los suicidas parecen ya no solo estar tranquilos por su muerte, sino que también parecen mostrar cierto clímax de la felicidad por haberse suicidado, actitud inadmisible para el sentido común sobre el suicidio, que reniega, por lo general, de la plena conciencia del suicida al momento de acabar con sus días.

La novela en cuestión puede leerse como una profunda interrogación a la sociedad, a las diferentes explicaciones sobre el suicidio, a las interpretaciones sobre el acto suicida que se hacen acá o allá, a la fuente patológica que lo motiva y que lo anima para, finalmente, desanimar al suicida. Esto constituye, a jauicio de Rancière, una “verdad literaria”, que redistribuye la materia sensible/inteligible entendida como sentido (significado, dirección, sensación y afectación).

Un problema semejante plantea el cuento “Simulacros” (Historias de Cronopios y de Famas), de Cortázar. En este cuento, un familia, calificada de “rara” por el narrador -uno de los hijos-, construye un patíbulo en el frente de su casa, ante los ojos de los transeúntes que pasan por la vereda. Cada miembro de la familia tiene asignada una tarea específica, que cumple con la mayor dedicación y el mayor empeño. De a poco, la curiosidad chismosa de las personas de la calle las va reuniendo ante las rejas de la casa, al punto de que, como dice el narrador, tiene lugar un conato de lucha (una cinchada) entre algunas de ellas y los miembros de la familia encargados de entrar el árbol con el que harán la construcción de madera. Ya no alcanza con mirar, sino que, además, es preciso impedir que la familia ejecute la tarea en cuestión, a fin de evitar el suicidio y, sobre todo, el suicidio poniendo la cabeza en la cuerda y, acto seguido, dejando que el cuerpo cuelgue ante el público. Por fin, finalizada la construcción del patíbulo, satisfechos con el trabajo llevado a cabo, los diferentes miembros de la familia se retiran a su anodina rutina.

¿Qué es lo que no se tolera, aun de un simulacro como este? ¿Qué clase de estocada o de cuestionamiento le aplica la rara familia a la sociedad? ¿Por qué la gente de la calle se ve compelida a actuar, buscando impedir la consecución de un objetivo que, en primera instancia, es estrictamente privado? Como todo buen cuento, no se ofrecen las respuestas a estas preguntas, que corren por cuenta del lector. No se dice una palabra sobre las motivaciones de la familia para construir el patíbulo, dispositivo que, no hace falta señalarlo, rompe con cualquier rutina y, paralelamente, suscita, como es de esperarse, la atención y la desaprobación ajenas.

Coda histórica: Sócrates muere acusado de pervertir a la juventud ateniense. De las condenas posibles, bebe la cicuta porque quiere evadir el destierro, el más deshonroso de los castigos. La muerte es lenta, pero lo vale: el destierro es inadmisible; la ignominia con la que hubiera cargado era, sencillamente, insoportable.

De 399 a. C., en Atenas, a 1850, en Paraguay. Allí muere Artigas, exiliado, o mejor, para decirlo como lo dice el poeta Líber Falco, “expatriado”. El poema del oriental de Jacinto Vera se llama “La expatriación”, palabra que contiene, como todos vemos, el signo “patria”. En este sentido, “expatriación” parece funcionar como la forma directa de decir las cosas, evitando el eufemismo de “exilio”, término que, en otras circunstancias, hubiera sido, o fue, la forma directa de manifestar lo ocurrido, como en el caso de la última dictadura, para no decir cosas como “irse del país”. Así, en “exilio” no está, como también todos vemos, el elemento “patria”, crucial en la perspectiva propuesta por Falco; es preciso, de este modo, hacer explícito lo que, sin más remedio, se abandona: la patria. Al contrario del más famoso de los filósofos, Artigas termina sus días hundido no solo en la historia, en el olvido más doloroso, sino también en la vergüenza del destierro. ¿Héroe socrático? En cierta medida, sí; nuestro héroe patrio, de cuyo “vientre” venimos (somos hijos de un padre que, al separarse de la Madre Patria, nos parió como pueblo oriental), fue empujado al peor de los castigos, aunque sus cenizas, después, fueran hipócritamente repatriadas. Traicionado, negado por sus traidores, vilipendiado por propios y ajenos, el combo es completo: bastardeado como padre, sus hijos directos le dieron la espalda para confinarlo, para siempre, en el recodo más oscuro de la historia.

4. Mi muerte

Crepuscular

La muerte: espiga que se estira hasta el cielo
Y se dobla, quebrada por el golpe certero
De su mano esdrújula. Pero 
Todos sabemos que nos cortan 
Porque nos ha llegado el momento,
Inexpugnable tiempo de los vivos
Que extingue cada hueso, cada músculo,
Cada mano y cada pie, los ojos intermitentes
Y la espalda que ha cargado el peso de los días.

Así llegamos al final, sin demasiados aspavientos,
Pero poblados de rencores y de olvidos,
En el último pretil del presente, 
Esperando encontrar hombres y mujeres sucedáneos
Que nos guíen en el medio de la nada. Y veremos,
Entonces, lo que se nos negó en vida, el espeso tiempo
De los planetas y el movimiento inerte de los átomos.

*****

Pero ¿qué sé yo de la muerte? Nada, absolutamente nada. Lo que puedo decir proviene de mi experiencia como testigo. Fuera de esto, la guitarra, o un par de poemas escritos y una decorosa prosa sobre el rostro de mi madre y la muerte de un amigo.

2 comentarios sobre “Estética del morir”

  1. Me resultan interesantes algunos articulos.Creo que La Revista Vadenuevo debe continuar, colaborare económicamente en lo que pueda, pero lo que entiendo mas importante es divulgar su existencia.
    Gracias

    1. Muchas gracias, Julio. Todo aporte es bienvenido. Y también estarás colaborando en divulgar nuestra existencia, al compartir los artículos de la revista que te resulten de interés.
      Cordial saludo.

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