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LA CORRECCIÓN POLÍTICA: UN ÁCIDO QUE CORROE AL PENSAMIENTO
Pensar afuera del tarro: contra la corrección política y el consenso policial
Por Santiago Cardozo
1.
Los diferentes discursos que proferimos a diario están sujetos a lo que Foucault denominó, en 1970,[1] orden discursivo. Concebido como un sistema de prohibiciones, el orden discursivo concierne al tema del que se habla (el tabú del objeto), a las circunstancias del hablar (el ritual de las circunstancias) y al derecho, consuetudinario o no, a ejercer la palabra por parte del hablante (autoridad y legitimidad para el ejercicio del discurso, obtenidas en los hechos o consagradas por el derecho). Entonces, grosso modo, el orden del discurso actúa sobre la relación entre los referentes, las situaciones discursivas y los hablantes, y lo hace a modo de límite que, a veces desde las sombras, a veces desde la luz más obscena (a sabiendas de que la existencia de las sombras está determinada por la existencia de la claridad y viceversa), cercena y/o define lo decible/pensable en una sociedad, como un sistema centrífugo y centrípeto que Marc Angenot,[2] siguiendo los pasos de Foucault, llamó hegemonía.
2.
En este encuadre, el ejercicio de la palabra, sometido a los efectos de la corrección política, atestigua una de las formas mediante las cuales la malla de prohibiciones descrita por Foucault actúa sobre el discurso de las personas, en todas las capas de la sociedad. De estos constreñimientos, uno de los cuales es esta clase de corrección que provoca silencios, silenciamientos y juicios de diversa índole o especie, siempre hay alguien que obtiene beneficios en distintos dominios de las actividades humanas. Llamemos poder a este “alguien” (siempre en distintas medidas, con capacidades persuasivas, disuasivas, amenazantes, coercitivas y punitivas desemejantes), que se materializa en figuras específicas como instituciones públicas y/o privadas, personas o grupos de personas, etcétera (por ejemplo, los gobiernos nacionales o algunos de sus organismos y, por este medio, los propios gobiernos a los que aquellos representan; instituciones transnacionales de carácter diverso; organizaciones o personas específicas que actúan sobre cierta parte de las actividades sociales, etcétera; las posibilidades son varias y, para lo que pretendo ilustrar, resulta ocioso hacer una lista exhaustiva en esta dirección).
Lo cierto es que, sea cual sea la forma asumida por el poder y la modalidad de su ejercicio, siempre encontramos en la base la misma distinción, el mismo problema, que atañe a la partición de lo sensible/inteligible, esto es, a la manera en que aparece organizado el espacio social, dentro del cual se distribuyen cuerpos, lugares para los cuerpos y palabras para nombrarlos. Así pues, como lo vengo exponiendo con insistencia, la regular distribución de cuerpos, lugares y palabras define seres activos que hacen la historia, definiendo la partición referida, y seres pasivos a los que la historia les sucede, cuya función en la estructura social es reproducir la máquina productiva y las condiciones materiales y simbólicas de su funcionamiento. De un lado, entonces, los que pertenecen al orden de las causas de la historia y, del otro, los que pertenecen al orden de sus efectos. Esta es, en suma, la partición que funciona como si constituyera una lógica natural, por medio de la cual se organiza la sociedad.
Sabido es, sin embargo, que esta distinción, lejos de presentarse con la nitidez con que la planteo, tiene amplias zonas de superposición, indistinción, desdibujamientos, etcétera. Con todo, lo que interesa de este modo de plantear las cosas es el hecho de que la lógica misma de esta estructuración del espacio social -que conviene llamar policial- responde a la distinción hecha, presentada, decía, como natural, como una forma que va de suyo o cuya existencia no se cuestiona. Por el contrario, cuando el cuestionamiento tiene lugar, cuando la supuesta naturalidad de esta forma de estructuración de lo social es puesta bajo sospecha -llamemos política a este cuestionamiento-, la distinción entre seres activos y seres pasivos se entiende como policial, lo que procura su destitución. Así, tenemos la oposición policía-consenso versus política-pensamiento, en la tensión en la cual debemos ubicar a la corrección política que campea abiertamente en la sociedad y que, a veces a voz en cuello y otras veces en sordina, ajusta cuentas con todo aquel que quiera desafiarla, mostrando su estructura y su funcionamiento como hegemonía.
3.
Las rigurosas y no menos porosas distinción y separación entre seres activos y pasivos constituyen, decía, el centro mismo del discurso consensual de la corrección política y de un planteo concerniente a la propiedad de la palabra (propia, pertinente, adecuada, autorizada y legítima) en oposición a una palabra sobre la cual no se tiene la propiedad (impropia o ajena, impertinente, inadecuada, no autorizada o desautorizada e ilegítima), que pone en juego el silencio y diversas estrategias de silenciamiento, cuyo caso más extremo es la censura. Así pues, la posesión de la palabra define dos lugares claramente recortados, cuyos límites están en permanente tensión: un lugar de logos y un lugar de phoné, esto es, respectivamente, el lugar de la polis y el lugar de la casa.
En este contexto, es interesante, creo, pensar la estimulación explícita del teletrabajo en el campo de la enseñanza como una forma de decir que los docentes se queden en sus lugares de meros enseñantes, función que pueden desempeñar perfectamente bien desde sus casas, en la tranquilidad de la computadora personal y de la desafección y la “desafectivización” respecto de los estudiantes y los centros educativos, lo que los convierte en seres pasivos. Con esto, se destruye el espacio de encuentro de los cuerpos (docentes, alumnos, administrativos, trabajadores de los servicios de limpieza, etcétera), que es, por esto mismo -por el hecho de que los cuerpos pertenecen a “partes” distintas de la sociedad-, un espacio esencialmente político.
Así, la enseñanza a distancia es una forma policial de dejar las cosas tal como están, lo que asegura que cada cuerpo permanezca en su lugar (en sus asientos, en sus sillones o en sus camas), sin posibilidades de ir al encuentro de un cuerpo ajeno, proveniente de un lugar ocupado por aquellos que no tienen parte en el reparto de las partes (los seres pasivos de la historia, los que están del lado de los efectos de la evolución y el progreso históricos). Como consecuencia, los docentes dejan de construir la educación y se limitan a la más pulcra y asépticamente tecnológica transmisión de contenidos, nunca mejor nombrada: una transmisión por la cámara de la computadora, cuando no por un canal de YouTube (el docente como un youtuber amateur) o por videos subidos a Instagram, hechos a la medida de las circunstancias.
¿Qué actitud se puede adoptar ante esta situación relativamente novedosa? ¿De qué manera podemos actuar, en términos de la política tal como la entiendo acá, frente a las circunstancias que atraviesa la enseñanza, dado que no podemos organizar clases clandestinas? En mi opinión, es preciso plantear, una y otra vez, la situación policial en la que estamos envueltos, la necesidad de resquebrajarla, desde adentro, de alguna manera; es preciso, pues, señalar los diferentes aspectos y niveles en los que el consenso policial (la coartada truchamente democrática), materializado en el cuerpo legislativo, en las autoridades del Poder Ejecutivo, en las opiniones políticamente correctas de los restos de Eduy21, incluso en algunas iniciativas de los sindicatos de Primaria y, sobre todo, de Secundaria, como la de los profesores que “tiran piques”, se arraiga y solidifica en la población.
Este consenso hábil y capilarmente distribuido por todas las capas de la sociedad ha socavado notablemente los fundamentos de la enseñanza pública, degradándola a niveles inadmisibles, obscenos, a los que se les aplica la mirada del instituto de la evaluación, propio y ajeno, cerrando el círculo de la imagen, larga y pacientemente construida, de la crisis educativa. ¿Hay tal crisis? Sí y no y, sin duda, habrá más de la que hay si avanza la perspectiva dominante sobre las transformaciones que, a juicio de los burócratas y tecnócratas “expertos”, deben implementarse; por ejemplo, modificaciones en los planes de estudio o, al menos, en las mallas curriculares, queriendo introducir absurdidades como las competencias socio-emocionales y financieras en los primeros años del Ciclo Básico, en claro desmedro de la Historia, la Literatura, la Filosofía, etcétera. Hay, no cabe la menor duda, una odio a las Humanidades, porque en estas se fragua el pensamiento contra la lógica económica.
Acá, quiero traer a cuento las infelices y explícitas declaraciones del exministro de Desarrollo Social Pablo Bártol (porque, además de que expusieron, más claramente que nunca, la hilacha de la derecha gobernante, se atan con el “proyecto educativo” que el gobierno quiere desarrollar), para quien la salida de la pobreza o la imposibilidad de encontrar trabajo es un problema de actitud y de adquisición de competencias. De forma más que evidente y, repito, obscena, pornográfica, la política educativa que se quiere desarrollar, una de cuyas facetas implica atacar las mallas curriculares, va precisamente en la dirección de introducir la idea de que la situación de pobreza depende de la fuerza actitudinal y espiritual del pobre, como si el sistema en el que vivimos no tuviera nada que ver, como si las decisiones tomadas por los gobernantes fueran, acaso, secundarias respecto de la fuerza anímica de los habitantes del país. Para ello, la educación oficial se encargará de inocular contra los puntos de vista políticos que entienden la enseñanza de otra manera, inoculación que correrá por cuenta de esas nuevas asignaturas cuyo objetivo central es, como dije en otra ocasión, la producción de estudiantes idiotas, anti-sujetos que vivan en el mundo “nudamente” (Agamben), reproduciendo las condiciones de vida que multiplican infinitamente las diferencias entre los seres activos y los seres pasivos.
Un factor ciertamente determinante en el triunfo de la virtualidad está en la comodidad de los docentes para dictar sus clases desde el seno del hogar (obviamente, para muchos otros, lejos de ser una comodidad, es una complicación cuya resolución exige una logística complejísima, muchas veces imposible de resolver; para otros, es una “tortura” y una infamia). Plantear este punto como un aspecto central del consenso policial, vale decir, como el modo en que este consenso ha permeado el trabajo y el pensamiento de un número no despreciable de docentes resulta una posición que puede entenderse como injusta, desconsiderada, etcétera, pero que, a mi juicio, debe adoptarse (no sin riesgo), con todos los matices y los grises que se encuentran en esta situación, que no admite divisiones claras, tajantes e irrevocables. La confrontación (la agonística inherente a la sociedad) es, en este punto, más o menos inevitable, fenómeno necesario para poner sobre la mesa la estructura del consenso policial en el que estamos ya no metidos, sino casi definicionalmente inscriptos, que es un consenso mucho más amplio que el planteado en estas líneas. Se trata de un fenómeno que viene produciéndose hace décadas y que, en la enseñanza, ha buscado mil y una formas de concreción, hasta que, finalmente, ha podido empezar a materializarse en políticas educativas abiertamente policiales (pero hay que señalarlo con todas las letras: los gobiernos frenteamplistas, pese a quien le pese, han abonado ampliamente el terreno para que esta nueva fase del consenso policial pueda ejecutarse sin mayores oposiciones; incluso, la heterogénea formación de la extinta o falsamente extinta organización Eduy21, lejos de ser un signo de la salud democrática de la discusión sobre la enseñanza, es la muestra más cabal de que los postulados centrales del consenso policial no le hacen ruido a ninguno de sus integrantes ni a la mayoría de los que nos gobiernan).
Un ejemplo. Hace ya varios años, en Primaria, la idea de que es necesario considerar la evaluación por ciclos escolares en lugar de concebirla según los tradicionales años, marca la línea que se pretende seguir. ¿Cómo fue posible que se instalara esta manera de ver las cosas (además de pensarla como una copia de lo que sucede en otras geografías)? Fue posible, en cierta medida, por el achaque permanente sobre la idea de que la organización escolar tal como es y viene siendo desde tiempos lejanos es una organización que no está adaptada a las necesidades del mundo actual, a los sistemas educativos que quieren responder a las demandas del cambiante orden de cosas de la vida misma, orden que pide, como siempre, mano de obra barata, idiotas, analfabetos, etcétera. En este marco, podrá objetarse que las decisiones que se toman en el ámbito político propenden exactamente a lo contrario y que, además, están alejadas de cualquier deseo de trascendencia de parte de quienes la toman. Sin embargo, ambas afirmaciones son fácilmente rebatibles.
La primera puede refutarse señalando lo que sigue: la falta de pensamiento que hay a la hora de considerar seriamente los cambios, supuestamente necesarios, que el sistema educativo, en este caso Primaria, debe implementar en zonas como la organización curricular. Este hecho deriva, en parte, por ejemplo, en el famoso y comentado hasta el cansancio marco curricular común, “descubrimiento” y “necesidad” que se apoyan en una argumentación tan evidente como ofídica: que hay una desconexión entre la escuela y el liceo, entendida como un fenómeno por el cual debemos reorganizar los tramos educativos para que tenga más sentido la enseñanza. En lo que a mí respecta, este punto, caballito de batalla de las autoridades educativas, es una estafa a los estudiantes y a sus familias.
La argumentación a nivel del suelo sigue las opiniones de los tecnócratas, para quienes el paso de la escuela al liceo genera diversos traumas que, hemos de suponer, no se generaban antaño. Por ello, hace falta aceitar la transición para que los alumnos no deserten, porque la maldad del sistema, en el preciso punto en el que se abandona uno y se ingresa al otro, es intimidante. Pero, ¿de dónde sale la prueba de esta opinión que, tan campantemente, se viene distribuyendo por cada rincón de la República? ¿De observar la tristeza en la cara de los alumnos cuando dejan la escuela para comenzar el liceo o el dolor que los aqueja cuando están en período de escritos? ¿Del abandono de la maestra para tener un cierto número de profesores que, quizás, pueda resultar un poco excesivo?, aunque esto no constituye el drama central del problema en discusión, puesto que, a fin de cuentas, en la escuela no se trabajan únicamente lengua, matemática y algo de historia.
La segunda afirmación es más sencilla de rebatir, en la medida en que las pulsiones egocéntricas para dejar la huella propia en el sistema educativo, a fin de que la historia recuerde al pie que la ha dejado, han estado siempre a la vista y, llegado el caso, se han vuelto vomitivas. Es el caso, por ejemplo, del hoy intocable e “incriticable” Plan Ceibal, cuyos beneficios para la enseñanza de los escolares, primero, y de los liceales, después, han brillado por su ausencia, si dejamos de lado la reducción de la brecha digital y poca cosa más, como podría ser la enseñanza de inglés que, de otra forma, no ocurriría (no ignoro las múltiples dimensiones del Plan Ceibal y sus infinitas bondades, ninguna de las cuales ha logrado que los alumnos lean y escriban mejor, problema cuya solución se vaticinó en su momento).
Una pregunta fundamental que debemos hacernos es en qué medida los docentes y los sindicatos de docentes han sido funcionales al discurso del consenso policial, particularmente en los casos en los que se cree haber ido en la dirección contraria. Otra cuestión no menos relevante consiste en identificar la anatomía misma de la corrección política (figura específica del consenso policial) reinante sobre ciertos temas educativos (repetición, deserción, Plan Ceibal, planes de estudio, formación docente, dentro de la cual es preciso reflexionar sobre el peso de las asignaturas generales y las didácticas por encima de las disciplinas específicas, entre otros) y las diversas formas en que, de nuevo, docentes y sindicatos docentes o bien se han subordinado conscientemente a dicha corrección, o bien han sido absorbidos o “tomados” por sus efectos.
La aversión y el rechazo experimentados por quienes efectúan una crítica como esta, por parte de quienes reaccionan a ella, es sin duda la más elocuente prueba de estar pegando en un lugar donde duele, a pesar de que no es el único lugar donde hay que pegar. Cuando se pone sobre la mesa la dimensión verdaderamente amenazante de lo que está haciendo el actual gobierno en matera educativa, se echa de menos a los gobiernos anteriores del Frente Amplio o, en su defecto, se sostiene que este es el cambio deseado por cierta parte de la población y que, por ello, no queda otra que aguantarlo (“a llorar al cuartito”; “yo no los voté”; “este es tu gobierno, no el mío”, etcétera, se escucha decir). Sin embargo, cualquiera de estas dos formas de razonar parece no querer ver los modos en que los gobiernos frenteamplistas colaboraron notablemente, por no decir de forma preponderante, para que esta derecha variopinta esté en condiciones de darle a la enseñanza la estocada final, en manos, por ejemplo, de direcciones unipersonales capaces, como lo hemos visto, de cualquier cosa. ¿Ya nos olvidamos de la anterior dirección de Secundaria y de la forma en que partía las aguas, poniendo a los sindicatos de un lado y al resto de la población del otro? ¿Y nos olvidamos de cómo el gobierno de Celsa Puente fue una de las máquinas discursivas más eficaces que alimentó el consenso policial contra el sindicato de profesores, en particular en lo que hace a la demonización de las medidas de paro, con relación a las cuales se hablaba de la necesidad de adoptar formas de reclamo “más creativas” que no afectaran ni vulneraran el derecho a la educación de adolescentes y jóvenes?
La falta de memoria ha funcionado como requisito indispensable para el establecimiento del consenso policial, que ha permitido que las autoridades de ayer, hoy convertidas en columnistas de opinión, defiendan lo que hace poco tiempo rechazaban sin ambages ni tapujos. Así, solo la falta de memoria puede permitir semejante viraje y desresponsabilización. Y esta falta de memoria responde, en mi opinión, a un hecho incontrastable: la falta de coraje para la crítica, cierta comodidad intelectual, que han permitido que los politólogos, los tecnócratas de la educación, los sindicalistas tirados a nuevos filósofos y gurúes de la realidad y los pseudo-periodistas televisivos, radiales y de la prensa escrita, se ocupen de los temas de interés común. Mientras, seguimos disfrutando del infaltable y paupérrimo informativo central y, a toda hora, hablamos y llevamos la cuenta, como en la libreta del almacén, de los muertos por Covid-19.