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AL PIE DE LAS LETRAS
Poemas
Por Hoski
—Somos como dos perros— dijiste,
como dos perros exiliados,
entrelazados, anónimos;
una mancha de infrarrojos
en la metrópoli de la noche.
Más acá, la cama improvisada
que te había armado tu hermano
—dos planchas de una plaza pegadas,
los respaldos torcidos,
la grieta entre los colchones
como placas tectónicas
desplazándose imperceptiblemente—
y el cuarto:
La Figurita satura el ambiente,
hace sudar de frío los ladrillos
y transforma nuestras pieles
en pellejo grasoso y efervescente.
Las bibliotecas,
tus dibujos y tus instrumentos:
nos sumimos en un estatismo
que aceptamos sin resistencia.
«Diez cuadras de distancia
entre mi casa y la tuya:
el amor al alcance de los pies,
la órbita cuántica perfecta».
—Somos como dos perritos,
dos novios perros— insististe,
y nos apretamos más,
hasta sentir el olor de las hormonas
y el rumor extinto
de los últimos pensamientos.
ESCENA 2 - FLASHBACKS
Llegabas por casa
después de tus clases en facultad,
y ni bien te abría —elegante y contenido,
crispado como el moño de una bomba—,
tirabas la chaqueta verde raída en una silla
y caminabas rumbo a mi cuarto.
Tus labios se movían sin pronunciar palabra,
y algo en la mueca desencajada
—el arco burlón de las comisuras
o la caída ininteligible del bermellón—
iba trazando en el aire
una forma desconocida del desacato perceptivo
que me fascinaba sin miedo
y me salvaba de la orfandad.
Después te acomodabas,
flexionando las piernas en el puf de dos metros,
una compra de placer usado a otro poeta:
estábamos a salvo del pasado
y su erupción espectral
de alter egos machirulos.
Te estirabas completamente
haciendo florecer un hueco
sobre el conjuro purificador de los versos heredados,
proyectando el límite impreciso entre el pudor y el chiste
como una lengua franca
para dos desconocidos.
Mientras yo te miraba desde la silla de oficina,
impresionado por la forma de sostener
tu cabeza en una mano,
nuestros músculos sedimentaban
hasta el momento preciso del vapor
y la cadencia final de tus comentarios.
Entonces saltábamos
hacia la cama marinera de mi infancia,
probábamos todas las formas posibles de tocar
y atravesarnos,
y si el director ordenaba, nosotros
cumplíamos el papel con naturalidad:
—Ahora, ustedes están solos
y se sienten realmente seguros,
como si se conocieran
de toda la vida.
Como una revancha new age del destino,
o un préstamo del milagro
que vendría a cobrárseme más tarde,
pude sentir entonces la disonancia precisa
de tus melodías,
—la columna aprendida
en la pupila espasmódica
de cada una de las yemas—,
sobre las mismas maderas,
sobre la misma nave de polvo canario
y cajones trancados
en la que me había deshecho a pajas
durante más de quince años.
Si me giro a la derecha desde el escritorio
en cualquier mañana de corrección de cuentos,
seguís acostada en mi cama
y todavía nos creemos los mejores.
Dame tus gritos y tu guarangada,
tu «Bembonha tem saudade»
y nuestra colección de onomatopeyas.
Ahora todo es déjà vu y neblina;
las palabras no nos pertenecen
o simplemente no nos conocemos
de toda la vida.
* * *
Volvemos de un paseo
por la rambla solitaria de Costa Azul.
Oblicuo a nuestras figuras,
el soplo entibiecido de febrero
altera el vacío del mar cercano,
confundiendo las ansiedades,
en un relieve de nubes helénicas
y cavidades de noche sin luna.
Tras una curva,
bajo una enramada:
la geometría elíptica de grafitis y botellas
es un portal de merka noventosa
y patovicas y accidentes de tránsito
en la madrugada
y sida.
Dejamos atrás el testimonio ruinoso de la gloria
y avanzamos por el camino lateral de piedra laja.
Ya no sentíamos el peso de nuestros nombres,
le habíamos abierto un tajo
a la rutina tiránica de las vacaciones.
Nos mamamos entonces,
descentrando el mundo
en un parto de canciones improvisadas,
una sopa de asociaciones
que nos animaba las manos
como un desquite de toda arbitrariedad.
Nos mamamos
en clara abolición del tiempo
y su tara infinita de generaciones;
emulamos los bloques musgosos
y sin revestimiento
del muro alto del patio,
y desafiamos la advertencia del cielo
—la llave de Franklin,
el hilo de la cometa enredado en los pechos—
con un hambre saciada
de las que raramente se descuelgan en verano.
Después la madrugada y el rayo:
la luz inesperada,
el delay anticipado del estruendo
—when you hit the ground
It's an awful sound—,
en el segundo exacto
en el que todo se hace conciencia
y la habitación extraña
se redime en el reflejo
de juntar un poco más los cuerpos.
Despertamos en algún punto lejano de Montevideo.
El pueblo es un fantasma eléctrico,
azulado,
que nos desimanta el rostro
y nos invierte la polaridad de los vectores.
ESCENA 10 - LA CUARTA DIMENSIÓN
Estuve perdido de mí quince años
y hoy vuelvo al mundo,
regurgitado,
como un Jonás electrificado
o un batllista estándar con aracnofobia.
«Algo es algo», me digo,
y recorro mi casa cantando
o me asomo para ver reverberar
el sol de enero
en los cogollos-estrellas del patio.
Recobro las cosas
—penetro los dedos
rayando sus capas de polvo—,
y me entrego, con gusto,
como un exiliado,
al sabor de la salsa casera
y la fricción de los cuerpos curtidos.
El agua que exhalo doblado en la orilla
es un reflujo maniático de tedios ahogados;
la camioneta,
el jardín,
la peluquería.
Estuve perdido de mí treinta años;
hoy vuelvo al mundo,
con los párpados desencajados,
y en un solo acto de deglución visual
me trago enteros
los cuatro muelles de la isla jónica
y Marcelino Sosa a las cuatro de la tarde.
Durante el cautiverio
intenté varias veces recomponer
el orden litúrgico de los elementos.
Pero mis manos temblaban,
descalibradas como el resto
de mi memoria corporal,
y la escena no volvía a repetirse
porque todo estaba en otro lado:
la percepción sinestésica del patio,
el olor a las naranjas,
el entumecimiento;
había atrofiado la capacidad
de hablar en lenguas
y de dejarme fundir en las horas
bajo ese otro sol
—sin estática y todavía huevo—
que confundía en el trazo hormonal,
suspendiendo el deseo,
como un taladro neumático
que se acabara de callar.
Me puse del modo adecuado sin saberlo,
y como una radio
desarmada y rearmada por un niño,
me sobraron varias piezas del dial
y este loop comedor de orejas
modulado en onda corta.
Vuelvo a sintonizar entonces
y me vareo resucitado por las calles;
nada pasa por mí sin refractarse,
no me abstengo de pasar
por todo lo existente y excitarme;
las antenitas erectas al cosmos,
¿qué es eso que escucho?
Después barro las líneas en voz alta,
como el beso de las mareas
o la lamida de las plaquetas
que vuelven cáscara la piel herida.
Reconozco el espanto en mis manos,
reconozco el ancla engrillada a mi espalda,
me palpo la pija, todo se sostiene
—la frotación de los signos,
las mismas ganas de morirse—,
brilla en el aire unos minutos
como la ceniza tipográfica de un volcán,
y cae
hasta mojar los pantalones
con lágrimas verdaderas.
La fidelidad es lo que le hicieron los argentinos a Elvis
el día que le esculpieron la sonrisa a Sandro
o un borgeano metalero
predicando:
«Dispuís dil cuirinti y cinqui nidie hi iscriti ilgui buini,
puri copi di lis vinguirdis;
biji il sil, nidi nivi».
La fidelidad es una cápsula de asepsia,
o la lectura promedio
de un profesor de Literatura.
Mi oración es por los meteoritos
y los portales arbitrarios,
para la superposición de planos
y los televisores que me hablan.
Mi oración barre las líneas de la retaguardia,
como un poema en vr
que se dibuja y se escucha,
y contiene otro poema
que no puede ser escuchado
ni visto.
Conjuro un campo magnético de palabras
tendido a lo largo de General Flores,
me diluyo en la voz haitiana del auricular
—«Hey, Orpheus! De l’autre côté de l’eau
comme un écho»—,
en los sintetizadores, en la percusión ritual,
y me insemino
de lo que no debería encontrarse
y sin embargo se encuentra.
Un poema de amor
es el primer y el último duelo.
En el medio:
la gimnasia ultraísta de probar las armas,
la genealogía de las postergaciones
como una protuberancia
en el reverso imposible de la hoja digital.
Un saludo cómplice desde el templo de Luxor…