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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 69 (JUNIO DE 2014). LOS COMIENZOS DE LA NARRATIVA URUGUAYA

 Publicado: 01/09/2021

Acevedo Díaz, "hombre de letras" y "hombre de acción"


Por Sylvia Lago


Desde los primeros estudios que la crítica literaria nacional dedica a Eduardo Acevedo Díaz, se insiste en destacar su doble condición de "hombre de letras" y "hombre de acción" (lo cual, superando la superficial utilidad de estos conceptos, determina la seudo dicotomía que la propia figura de Acevedo Díaz se encargará de borrar). Algunos afirman que la segunda condición ("hombre de acción") prevaleció sobre la primera ("hombre de letras") hasta el punto de constituir la empresa primordial de su vida, "el destino elegido" de quien se reconoce al servicio de una causa impostergable: la forja de la nacionalidad. Francisco Espínola lo proclama "el primer caudillo civil que tuvo la República", gestor de nuestra "tradición democrática" y observa en él una peculiar cualidad: la de ser el intérprete de un pueblo en lucha por su libertad, de un pueblo que es protagonista fundamental del "alumbramiento difícil de una nacionalidad briosa e indomable" (estas últimas expresiones pertenecen al propio Acevedo Díaz, que quiso explicar con ellas uno de los sentidos de su novelística).

Ya pocos dudarán que afirmar una dualidad de ese tipo significa una simplificación: quizá por eso nuestro artista no la tuvo en cuenta en los hechos y cuando debió decidir de sí mismo rechazó el aparente antagonismo (aunque el abarcar ámbitos tan amplios y polifacéticos implicara postergaciones que, como hombre dentro de una "situación", se vio obligado a tolerar). Con esa conciencia clara se define por la totalidad: en última instancia todos los aspectos de su personalidad muestran una base común: su deseo de libertad. Por eso se hace difícil admitir que Acevedo Díaz se haya encontrado, en definitiva, frente a dicotomías insuperables.

Prioritariamente "hombre de acción" lo designan, no obstante, algunos de sus críticos. Y testimonian esta certidumbre con hechos -que juzgan irrefutables- de la existencia misma del autor: su temprana decisión de intervenir en la brega emancipadora que lo llevó, en varias oportunidades, a poner en peligro su vida; que lo indujo a abandonar los privilegios de la ciudad y de su medio familiar (Acevedo Díaz, descendiente de una familia de patricios, cuenta entre sus antepasados con el general Antonio Díaz -su abuelo- fundador del diario El Universal y combatiente en la batalla de ltuzaingó; y con su tío, el coronel Antonio Díaz, autor de la "Historia política y militar de las repúblicas del Plata"), para integrarse, en vital convivencia, al universo díscolo de "turbas", "entreveros" o "montoneras" patrias, como un soldado más. Era la época de su adolescencia, del abandono circunstancial de los estudios universitarios: en 1870 -cuando aún no había cumplido veinte años y se convierte en uno de los protagonistas de la "Revolución de las Lanzas"-, o en 1873, fecha en que se lo encuentra formando las huestes de la "Revolución tricolor", o en 1895, cuando -iniciador él mismo del movimiento revolucionario de Aparicio Saravia- se alista nuevamente en las filas partidarias.

Es el período del aprendizaje directo, en que el paisaje se le iría adentrando sensorialmente -por los ojos, por el olfato, por el gusto, por el tacto: se comenta su asombrosa capacidad para fijar en su mente las imágenes del circundante, ayudado por un agudo sentido de observación. Por entonces madurarían en él las experiencias primarias que nutrirán las obras del futuro novelista, cuando ya haya decantado en su fértil -cuanto laboriosa- memoria aquel universo nativo "rebosante de vida" (tal lo llama) que fuera cuadro vivo de sus acciones. Cuando la fauna y la flora de su tierra y los propios seres humanos que poblaban aquella naturaleza avasallante por la fuerza telúrica y el indómito sentido de libertad, han pasado a ser, en la conciencia del artista, además de sentimiento emocionado, comprensión y conocimiento.

No es azar que el periodo de creación más fecundo se dé, precisamente, en el lapso en que el exilio ha puesto un involuntario paréntesis a la acción política y bélica; entre 1884 y 1894, cuando cumple su forzosa permanencia en la Argentina. Es por entonces que Acevedo Díaz completa su mundo literario, animándolo de un vigoroso aliento épico.

Así, aquel que "hiciera" la realidad de su momento histórico con sus hazañas de guerrero -se habla del orgullo juvenil con que ostentaba su foja de servicios- nos dará más adelante esa realidad "reconstruida" en su obra literaria.

Se concretan de esta forma y con igual grandeza dos modalidades de su vida: Acevedo Díaz es, a un tiempo, "hacedor'' de nuestra realidad nacional y, en el universo del discurso, "reconstructor" de la misma. Activo en ambas ocasiones, en ambas entregado desde lo íntimo de su singularidad, pero siempre trascendiendo y justificando a la vez la conjunción plural de sus acciones.

De esta manera se fue configurando la silueta de una persona que asombraba ya a sus contemporáneos. Conflictuada pero coherente. Compleja, como que está en el centro de circunstancias también cargadas de antagonismos tempestuosos. De esta forma las inquietudes aparentemente en pugna se funden en una sola vocación, la única verdadera, la que José Enrique Rodó llama "vocación de hombre". Ella abarca tanto la dimensión del combatiente cuanto la del artista, la del político, la del caudillo, la del periodista, la del orador, la del maestro o la del ideólogo que, en cada requerimiento de la vida, Acevedo Díaz quiso y supo ser. Y, sin lugar a dudas, al amparo de su "vocación de hombre", todas estas facetas humanas se coordinan y dan a la historia esa vigorosa estampa humana que es Acevedo Díaz, actor de su tiempo y propulsor del tiempo venidero.

Veamos, a título de ejemplo, el enlace circunstancial de algunos de esos aspectos, que como no podría ser de otra manera, condensa en la parcialidad la significación de la totalidad de su ser.

Acevedo Díaz, novelista, acuciado por una conciencia implacable que mide en el porvenir la verdadera dimensión de su obra, declara la finalidad que anima a esta en un pasaje de "La novela histórica".[1] Allí manifiesta la intención didáctica que sustenta todas sus creaciones: "instruir almas y educar muchedumbres, aunque las muchedumbres que se eduquen, y las almas que se instruyan no lleguen a ser las coetáneas del escritor".

El propósito es ostensible: el artista proyecta su mirada más allá de su "situación", hacia un futuro en el cual, ya desprendido definitivamente de su creación -que habrá cobrado total autonomía, aunque permanezca plenamente vivo en ella- seguirá ejerciendo desde las páginas de sus novelas un magisterio ejemplar. Esa intención docente se convertirá en clave para la comprensión del ciclo novelístico histórico, y alimentará asimismo la fibra vital de sus artículos periodísticos. Es memorable la prédica aleccionante que lanzará a su pueblo desde el diario El Nacional y memorables son, asimismo, muchas de sus páginas escritas en La República o La Revista Uruguaya o La Democracia, tanto como sus conferencias o sus discursos. Sobre el valor de su oratoria (aun cuando muchos de sus discursos fueron "piezas" escritas previamente que luego el autor "modulaba" frente a su público con premeditada entonación) habla la tradición, que recuerda su magnífica figura, su portentosa voz, que enfervorizaba multitudes. Un amigo del artista, el escritor Alberto Palomeque, lo evoca en 1872, cuando lo conoció y Acevedo vivía su tempestuosa juventud veinteañera: "Usaba entonces una melena criolla y unos cuellos altos, muy abiertos. Su voz ronca y su actitud altanera se impusieron. Mi espíritu quedó cautivado ante aquella figura romántica por excelencia, en la que veía al hombre del futuro, capaz de afrontar las mayores responsabilidades". Y recuerda luego, en la misma semblanza que reproduce Alberto Lasplaces en su estudio sobre nuestro artista,[2] "aquella voz bronca, ahuecada, aquel dedo erguido de profeta inspirado cuando habla a la multitud pendiente de sus palabras calientes y entusiastas".

Resumiendo: un solo rasgo, en este caso el ejercicio múltiple de su magisterio, enlaza y se complementa con todos los que hacen la integridad que es el artista y dan sentido pleno a su indeclinable "vocación humana".

En Acevedo Díaz cada elección fue un riesgo en el que empeñó su ser, su destino. Arriesga el novelista que selecciona hechos en un proceso cercano, a la luz de una perspectiva limitada por la cercanía y la fuerza de los acontecimientos. Arriesga cuando soslaya o magnifica situaciones, peripecias y personajes, sobrevalorando a veces unos, enjuiciando severamente otros. Arriesga el ciudadano y el político que contrae compromisos candentes -e ineludibles para él- con su época; de su última novela “Lanza y sable” (1914) se ha afirmado que es obra de marcado tinte político y partidario, y algunos observan que esa determinación de compromiso expresada sin ambages y convertida en móvil principal de la acción, mengua sus valores literarios (el juicio es, naturalmente, discutible). Arriesga el partidario que sorprende a sus correligionarios cuando desacata las directivas de su grupo en las elecciones de 1903 y se resuelve a incursionar en una nueva orientación (sabemos que fue una actividad muy controvertida, que no corresponde analizar ahora), buscando superar los impulsos irracionales de la lucha de divisas.

Y estos riesgos ocasionarán la agitación constante de su vida, el dolor del destierro, la fatalidad de una lucha con escasas treguas y pocas esperanzas. No en vano cierra Acevedo Díaz su tetralogía épica anunciando premonitoriamente, en el final de “Lanza y sable”: "los fantasmas de los años terribles que se acercaban paso a paso, con el arma a la funerala y su cortejo de letales odios". Aquellos riesgos le acarrearán también la congoja de una muerte ocurrida no en su "terruño" al que se sentía entrañablemente unido, sino en otro país: la Argentina. Alejado de la política, dedicado durante varios años a la vida diplomática -que seguramente estaba lejos de colmar sus íntimos anhelos patrióticos- dice Lasplaces que "un silencio enorme cayó sobre su nombre, y los que en un momento lo endiosaron, elevándolo hasta la cúspide de la popularidad, renegaron de él después airadamente". Pero aun en esta instancia trágica está patente la libre voluntad de elección, y este aparente antagonismo no hace sino reafirmar su estatura humana en el difícil trance de la soledad.

Buscar las raíces de la singularidad de cualquier hombre es, siempre, tarea difícil y comprometedora; más cuando se trata de un artista. Fatalidad, dualismos, conflictos permanentes signan la de Acevedo Díaz, cuya vida y obra quedan como testimonio de sus compatriotas venideros, a quienes él quiso ligarse, adelantándose a su propia época, y para quienes emitió su mensaje.

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