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DECIR ES ENTRAR EN LA ARTICULACIÓN ENTRE LAS PALABRAS Y LAS COSAS, SEGÚN LAS POSIBILIDADES EXPRESIVAS QUE OFRECE LA LENGUA

 Publicado: 01/09/2021

La creación verbal


Por Santiago Cardozo


1 - De la gramática al análisis de los textos: una situación  

Cuando se enseña gramática en el liceo, ocurre que, en general, las funciones del lenguaje propuestas por Roman Jakobson (1984 [1960]), objeto de estudio en los primeros años del Ciclo Básico cuando se habla de la comunicación, no vuelven a ser retomadas ni en el año en que se las presenta ni posteriormente, como si fueran un tema sin relación con el saber gramatical discutido, un tema que ya no puede recuperarse a fin de iluminar mejor el funcionamiento de la lengua en el preciso momento en que se está hablando de sintaxis, de morfología o de fonología. Veamos lo señalado a partir de algunos ejemplos tomados del cuento “El posible Baldi”,[1] de Juan Carlos Onetti. 

“Baldi se detuvo en la isla de cemento que sorteaban veloces los vehículos, esperando la pitada final del agente, mancha oscura sobre la alta garita blanca. Sonrió pensando en sí mismo, barbudo, el sombrero hacia atrás, las manos en los bolsillos del pantalón, una cerrando los dedos sobre los honorarios de Antonio Vergara contra Samuel Freider. Decía tener un aire jovial y tranquilo, balanceando el cuerpo sobre las piernas abiertas, mirando plácido el cielo, los árboles del Congreso, los colores de los colectivos. Seguro frente al problema de la noche, ya resuelto por medio de la peluquería, la comida, la función de cinematógrafo con Nené. Y lleno de confianza en su poder –la mano apretando los billetes– porque una mujer rubia y extraña, parada a su lado, lo rozaba de vez en vez con sus claros ojos. Y si él quisiera…

[…]

[…] Dos puñados de pelo rojizo salían del sombrero sin alas. El perfil afinado y todas las luces espejeándose en los ojos. Pero el secreto de la pequeña figura estaba en los tacones demasiado altos, que la obligaban a caminar con lenta majestad, hiriendo el suelo en un ritmo invariable de relojería. Y rápido como si sacudiera pensamientos tristes, la cabeza giraba hacia la izquierda, chorreaba una mirada a Baldi y volvía a mirar hacia adelante. Dos, cuatro, seis veces, la ojeada fugaz”.

1. “la isla de cemento”: este sintagma constituye un notorio oxímoron, que no puede quedar reducido al análisis sintáctico propuesto por la gramática: “[SN la isla [SP de cemento]…]”, un sintagma nominal cuyo núcleo es el sustantivo “isla”, modificado por un sintagma preposicional “de cemento”, una subordinada (ver el fragmento, ya que no fue transcripta acá) y determinado por el artículo definido “la”. Este análisis sintáctico, al momento de ser expuesto en el salón de clase, absorbe o suele absorber cualquier otro tipo de observación ajena a la gramática, aun cuando el oxímoron sea señalado como una figura retórica que integra cierto inventario de “usos poéticos” del decir. Sin embargo, no se avanza mucho en su interpretación: así, en tanto que juego léxico-sintáctico, el oxímoron “isla de cemento” llama la atención como exponente de la función poética del lenguaje, por medio de la cual el lenguaje se orienta hacia su propia forma. Como figura que reúne palabras de sentido opuesto en la misma construcción o el mismo sintagma, el oxímoron suscita una interpretación en la que el objeto referido, que posee rasgos o propiedades de los elementos antagónicos, “existe” en la realidad en que se lo sitúa. Lógicamente, esta existencia es, ante todo, una creación del propio lenguaje, que pasa por el “tamiz” del punto de vista del locutor, para quien cierto estado de cosas puede ser entendido como un cierto otro estado de cosas, inherentemente abierto a las múltiples lecturas generadas por la función poética. Por lo tanto, la función poética del lenguaje no es un mero ornato del decir, una cosmética del discurso, sino una forma de relacionarse con la realidad en tanto que esta relación es también, irreductiblemente, lingüística, puesto que está hecha de palabras y de la opacidad que estas cargan a cualquier lugar en que se las disponga.

Esta orientación hacia el mensaje suele pasar desapercibida en los casos como “la isla de cemento”, en que el objeto del interés docente es la sintaxis. ¿Por qué ocurre esta situación? ¿Por qué una figura como el oxímoron, quizás más que otras, no suele dar lugar a lecturas que trasciendan la gramática o que, en todo caso, vean en la gramática cierta práctica de una tranquilidad analítica que parece necesaria en enseñanza media, como si este ámbito no pudiera alojar o no soportara aquello que parecería estar más allá de su alcance, del otro lado de su perímetro?

Se me ocurren, para empezar, dos respuestas posibles, a saber: que esta separación ya es parte de una larguísima tradición que se ha vuelto el suelo mismo del trabajo docente en el salón de clase, por lo cual su modificación parecería estar lejos del alcance de los profesores, y que esta separación –hipótesis a la que me pliego con mayor fuerza– se sostiene, a la vez que funciona como su síntoma, en la distinción entre dos órdenes opuestos del funcionamiento de la lengua: uno en el que la gramática dispensa las descripciones y las explicaciones que estabilizan el sentido de lo que se dice en el juego de las correspondencias entre las formas y los contenidos, y otro en el que la lengua queda expuesta a un conjunto de desestabilizaciones que provoca una amplia serie de efectos de sentido, cuya exploración debería ser una tarea principalísima de la enseñanza de la lengua. Esto puede implicar, sin duda, el abandono del terreno de la sintaxis para introducirnos en los escabrosos y opacos dominios de la interpretación, del análisis estilístico, tal como es teorizado y practicado en la formación del profesor de Idioma Español, aunque después, en las aulas de Secundaria, se vea poco o nada.

Así, entonces, esta segunda hipótesis nos permite realizar la siguiente pregunta, cuya respuesta dejaré para otro momento, ya que merece un estudio detallado en la medida en que tiene que ver con la anatomía de la didáctica de la lengua en Uruguay desde los años noventa: ¿por qué se dejó de lado este análisis estilístico, considerando que se trata de un tipo de reflexión que, en el pasado, se realizó explícitamente y sobre la cual se escribieron algunos textos de éxito atendible, aunque olvidado, como los libros del profesor Francisco Anglés y Bovet? Este ostensible abandono de la “perspectiva estilística” siempre me ha resultado muy sintomático de cierto estado de cosas respecto de la reflexión sobre la lengua, ampliamente conquistada por los enfoques comunicativos, hecho que, finalmente, habla de la construcción de un tipo de alumno específico, cuya relación con la lengua parecería no poder ir más allá de lo instrumental (la idea de tratar con la lengua, en todos los sentidos del tratamiento –idea que vengo defendiendo hace tiempo–, no es algo que forme parte del horizonte conceptual de las perspectivas comunicativas, hecho que puede explicar, en conjunto con lo señalado arriba, el modo en que el análisis estilístico puro y duro ha sido dejado a un lado en beneficio de reflexiones más generales, más vagas y, también, más banales e intelectualmente menos estimulantes).

Después de esta digresión, vuelvo a “la isla de cemento”. ¿Por qué es un oxímoron? Porque los dos sustantivos que aparecen poseen significados que apuntan en direcciones opuestas: así, “isla” hace referencia a un “objeto” natural, cuya existencia no depende de la mano humana, mientras que “cemento” designa una sustancia fabricada por el hombre, por lo tanto, una tecnología con un telos específico: la construcción de cierto tipo de objetos cuya solidez puede o debe alcanzarse con cemento. Entonces, ¿qué efectos de sentido produce este oxímoron?

Esta “isla de cemento”, que evoca, según el juego asociativo, la “jungla de cemento” de las autopistas, las avenidas y, en general, del tránsito de ciertas ciudades que funcionan desordenadas, un tanto caóticas, es el punto de partida de un efímero contacto entre Baldi y la mujer que parece enamorarse de él. Así pues, la evocación es, en mi opinión, lo central, lo que debe ser puesto sobre la mesa de la reflexión, a fin de darles lugar a la interpretación y a los efectos de sentido construidos por el oxímoron en cuestión. El imaginario de la “jungla de cemento” conlleva que los habitantes del territorio “selvático” estén sujetos a un tipo de vida que se rige por la ley del más fuerte (en la cadena alimenticia, encontramos, grosso modo, la moto, el auto, el taxi, el ómnibus y los camiones), en el marco de la cual la evolución, aun cuando aparezca regulada por normativas o disposiciones municipales o nacionales, sigue su propia lógica, que requiere de un entrenamiento específico, de cuyos efectos debe formar parte el ciudadano, que es, siempre, un transeúnte (en este sentido, parece que no hubiera personas sino individuos subordinados a la lógica referida). Según el Diccionario de la lengua española (DLE), “transeúnte” significa: “1. Que transita o pasa por un lugar. 2. Que está de paso, que no reside sino transitoriamente en un sitio. 3. De duración limitada. 4. Fil. Que se produce por el agente de tal suerte que el efecto pasa o se termina fuera de él mismo”.

Las definiciones del DLE son elocuentes: nada de un sujeto que se detenga en la reflexividad de su pensamiento. Incluso, de forma llamativa, esta intensa ausencia de espesor en la definición de “transeúnte” parece querer ser atenuada por un recurso verbal –una doble negación– que pocas veces se permiten las acepciones de diccionario, en la medida en que es un recurso, si se quiere, ensayístico: “2. Que está de paso, que no reside sino transitoriamente en un sitio”. La asepsia de los significados de “transeúnte”, absolutamente transparentes a excepción del sentido filológico (el 4), permite comprender la hipótesis interpretativa arriesgada arriba con relación a “jungla de cemento”, oxímoron resultante de la evocación producida por “la isla de cemento”.

2. “lo rozaba de vez en vez con sus claros ojos”. En esta oración, cuyo análisis puede plantearse en términos de la relación entre un sujeto y un predicado: “[oración [sujeto vacío] [predicado lo rozaba de vez en vez con sus claros ojos]]” o en términos de un núcleo verbal: “[oración lo roz-aba de vez en vez con sus claros ojos”], debe poner sobre la mesa el modo en que la mirada, en tanto que proyectada por “sus claros ojos”, se transforma en una sustancia capaz de tocar a alguien: la mirada se corporeiza. Una consecuencia de este hecho es que la distancia entre dos personas se reduce, en la medida en que aquella que ejerce la mirada puede tocar a aquella otra que es su depositaria.

Evidentemente, el empleo traslaticio del verbo “rozar” hace que el lenguaje se oriente hacia la propia forma de decir las cosas, provocando el efecto de que lo que, por lo regular, se entiende como procedente del interior (la mirada) se exteriorice, dejando al descubierto intenciones, deseos, anhelos, pensamientos, emociones. Los “claros ojos” que miran no solo observan al objetivo, sino que también se le acercan a tal punto que toman contacto con él, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con los ojos y la mirada de un francotirador, que permanecen ocultos, en las sombras, lejos del alcance de su objetivo o, al menos, evitando que este los advierta. Así, la interpretación que suscita el juego poético de “rozaba” se abre a lecturas no predecibles, que evocan cosas diferentes en los lectores y resuenan en estos con timbres, tonos e intensidades distintos.   

En este contexto, el análisis que suele realizarse en el salón de clase de Idioma Español no explora en los recovecos de los sentidos que se producen en un caso como el comentado, aunque el tema que se esté dando sea la estructura argumental de los verbos, el sujeto, el complemento o cualquier otro tema de esta naturaleza. El punto que me interesa plantear es, justamente, que la reflexión planteada asume un divorcio entre la enseñanza de las funciones del lenguaje y la enseñanza de la gramática, más allá de que, en algunas ocasiones, puedan establecerse algunos vínculos, más bien superficiales. Se trata, en el fondo, de un problema de reflejos: la enseñanza de la lengua, al menos la nuestra, está amplia y profundamente acostumbrada a separar estas dos cuestiones, algo que se observa, con cegadora claridad, en la distinción entre lengua y literatura y todas las implicancias que esta distinción conlleva. ¿Por qué no se puede enseñar gramática como algo inherentemente ligado a las funciones del lenguaje? ¿Por qué, mientras se enseña gramática, no es o no ha sido posible detenerse en una reflexión sobre las funciones del lenguaje, sin dejar de enseñar, claro está, gramática, el soporte formal del decir?

3. “chorreaba una mirada a Baldi y volvía a mirar hacia adelante”. Extraordinario ejemplo, es notorio el punto en cuestión: el verbo “chorreaba”, que, de nuevo, convierte la mirada, vía sentido traslaticio, en una sustancia que, ahora, además de tocar al otro, lo “ensucia”, lo “baña”, lo “moja”, incluso en el sentido sexual. La gramática nos habla de la estructura argumental de “chorrear”: ‘algo chorrea’ (dice el DLE: “Dicho de un líquido: Caer formando chorro”), como verbo intransitivo, o “alguien/algo chorrea algo”, como verbo transitivo: “Vive chorreando baba”. En el texto, “chorreaba” aparece como un verbo transitivo, pero el objeto chorreado no es el típico objeto que puede chorrear/ser chorreado: la mirada es también una cosa que, vuelta chorro, es susceptible de ser concebida como un fluido interno del que mira, como una sustancia que carga, también, con los deseos, las emociones y las intenciones de la persona que mira.

En este cuadro, es precisamente el rodeo gramatical y lexicográfico efectuado el que nos permitió realizar las observaciones estilísticas planteadas, incluso a partir de los límites mismos del análisis gramatical, de aquello que la gramática no dice pero que es preciso que el ejemplo diga.

 
2. De lo que decimos y de la poética del decir

En el modelo de la comunicación que presenta Jakobson en el texto seminal “Lingüística y Poética” (1984 [1960]), la función poética del lenguaje constituye la vedete que introduce una novedad respecto de los diversos modelos comunicativos precedentes, por ejemplo, el de Karl Bühler (1967 [1934]). Así, el lingüista eslavo plantea la tesis de que la función poética se encuentra en cualquier tipo de discurso: no es propiedad exclusiva de la poesía en particular ni de la literatura en general. No obstante, como es relativamente sencillo de constatar, y como lo mostrara notablemente Eugenio Coseriu en “Sistema, norma y habla” (1989 [1952]), en los textos literarios es donde la función poética (el modo en que el lenguaje se orienta hacia la propia forma de decir las cosas) lleva la lengua a sus máximas posibilidades expresivas, empleándola como un sistema de virtualidades: “Los grandes creadores de lengua –como Dante, Quevedo, Cervantes, Góngora, Shakespeare, Puškin– rompen conscientemente la norma […] y, sobre todo, utilizan y realizan en el grado más alto las posibilidades expresivas de la lengua […]”. (Coseriu, 1989 [1952], p. 99)

En este contexto, es menester señalar que las funciones del lenguaje desarrolladas por el lingüista eslavo no constituyen un modelo estático de la comunicación (en rigor, un esquema), como si esta se redujera al planteo de las seis funciones (emotiva, conativa, referencial, poética, metalingüística y fática), dejando de lado diversos aspectos que participan en el acontecimiento comunicativo y definen el sentido de lo que se dice. Así por ejemplo, dos aspectos centrales del decir pueden ser pensados a partir de la propuesta de Jakobson, con notable productividad: el silencio y el equívoco. Ambos aspectos son constitutivos del lenguaje y se alojan, antes que en la actividad discursiva, en la propia estructura del sistema lingüístico. Esto quiere decir que el sistema de la lengua está hecho de silencio y de equívocos, una de cuyas principales consecuencias es que el propio sistema no puede cerrarse como una totalidad, como algo perfectamente delimitado y aceitado en su funcionamiento. En otras palabras, si todo sistema presupone un exterior con relación al cual se define, precisamente, como sistema, la constitución de la estructura interna del sistema está hecha del silencio y del equívoco que lo vinculan y articulan con el afuera, el “territorio” de los referentes, de los objetos del mundo de los cuales se habla, y del contexto, inherentemente inagotable desde el punto de vista descriptivo, en el que los referentes se encuentran.

En esta dirección, importa destacar especialmente el carácter negativo de la relación entre los signos lingüísticos, cada uno de los cuales configura su identidad en las relaciones diferenciales y opositivas que establece con los otros signos. Así, la identidad o el valor de un signo X en el sistema están determinados por la posición que ocupa con relación a los signos Y y Z, pero estos signos no pueden proporcionarle a aquel lo que le hace falta para cerrar su identidad. Dicho de otra manera, la identidad o el valor de X están menos en lo que poseen Y y Z (de hecho, ninguno de estos signos posee lo que X “demanda” para definirse como signo) que en la relación misma que mantiene con Y y Z, de suerte que no hay ningún punto de apoyo sustancial que fundamente la identidad de los signos en el sistema de la lengua. Por lo tanto, ha de concluirse que en la lengua todo es negatividad en estado puro, es decir, en su máximo nivel de abstracción, a pesar de que la intuición puesta en juego en la comunicación cotidiana nos “diga” lo contrario: que hay una sustancia de las cosas, aprehendida o capturada por el significado de las palabras, la otra sustancia en juego.

La definición de la función poética que propone Jakobson implica, como había señalado arriba, la orientación del lenguaje hacia el mensaje, esto es, hacia la forma de decir las cosas. Uno de los primeros aspectos en los que deberíamos reparar está en la propia palabra “mensaje”, con la cual Jakobson se refiere a las maneras de hablar, aspecto que, cuando se colocan en un primer plano, llama la atención sobre sí y, en consecuencia, reclama interpretación, poniendo de relieve la materialidad misma de los significantes. La palabra “mensaje” es ampliamente polisémica: denota tanto el contenido de un enunciado como la forma o el formato que lo “envuelve”. Así, en el primer sentido tenemos el uso de “mensaje” relativo a la moraleja de un cuento o una fábula: “¿Qué mensaje les dejó el cuento?”, pregunta una maestra a sus alumnos; “¿Qué mensaje les querés dar con este texto?”; en el segundo sentido encontramos el empleo de “mensaje” para referirnos, por ejemplo, a un WhatsApp: “Te mandé un mensaje”, decimos, donde no separamos el contenido de lo dicho del formato en que lo decimos. Sin embargo, cuando utilizamos “mensaje” de acuerdo con el primer ejemplo, tampoco estamos separando, en realidad, el contenido moralista, filosófico, doctrinario, etcétera, del cuento de la forma en que ocurre, aunque tengamos la impresión de que hemos hecho la separación, en la medida en que ese tipo de “mensaje-contenido” se expresa en esos “mensajes-géneros discursivos”. Incluso, “mensaje” es también lo que, oculto, debe decodificarse en las palabras de un oráculo, de una frase o un símbolo hechos en la entrada de una casa, etcétera. La polisemia es evidente y nos es posible pensar que Jakobson jugó con ella a la hora de definir esta dimensión o esta parte del fenómeno comunicativo.

Así pues, lo que, en principio, podría constituir un obstáculo para la definición de la función poética, finalmente termina siendo un “caso” mismo de esta función, en la medida en que Jakobson parece ser consciente de la polisemia de “mensaje” y explotarla a su favor. En “mensaje”, pues, se destaca el hecho de que el lenguaje se orienta hacia la forma del decir, pero siempre en cuanto esta forma es parte constitutiva del contenido de lo dicho, aunque este contenido, en primera instancia, aparezca como “apagado”. 

Entonces, conviene tener presente el equívoco suscitado por el empleo de la palabra “mensaje” para definir la función poética, especialmente si consideramos que esta función, como remarca y ejemplifica el propio Jakobson, se encuentra en cualquier conversación cotidiana como, desde luego, en la obra literaria más elaborada (pongamos por caso el Quijote). 

Por su parte, el decir y lo dicho están “atravesados” por el no-decir y lo no-dicho, de manera que, en el interior mismo de un enunciado, el sentido de lo que se dice remite a lo que pertenece al plano del silencio (no me estoy refiriendo a la noción de implícito de Ducrot (1986) ni a la lógica misma que desarrolla el lingüista francés en la relación entre el decir y lo dicho). ¿Pero cuál es la naturaleza de este silencio? ¿Cómo actúa en la significación? Por lo pronto, el silencio en cuestión no tiene que ver única ni principalmente con la ausencia de sonido propia de la instancia anterior a ponerse hablar o de la instancia posterior a su cierre (los silencios de la caracterización del enunciado que realiza Alarcos en el ámbito de la gramática). Aclaremos este punto, especialmente crucial para la reflexión sobre el sentido. 

Por un lado, todo acontecimiento enunciativo supone “romper” un silencio, de modo que, ahora, la materia sonora o gráfica del enunciado ocupa el lugar que, hasta hace nada, ocupaba el silencio. Por otro lado, toda vez que hablamos, seleccionamos (de forma consciente, más o menos consciente o inconsciente) una serie de palabras del conjunto de posibilidades que nos ofrece la lengua, en un juego de exclusiones que funciona por defecto, esto es, al que ningún hablante puede escapar. Así, el juego de las exclusiones, aunque ausente sobre la superficie del discurso en despliegue, es parte de la estructura inherente a lo que se dice y al sentido que produce este decir: hablar es, también, callar (este nivel de lo que se calla es, por ahora, irreductible y no tiene que ver con la voluntad de no decir tal o cual cosa). A esto debemos sumarle, sin duda, todos los efectos resultantes de lo que un oyente “escucha”, a diferentes niveles, en las palabras del hablante, en la medida en que siempre se dice de más, de menos y/o torcido. Esta es, quizás, una de las enseñanzas más importantes que la lingüística (o cierta lingüística) extrajo del psicoanálisis, particularmente del lacaniano.  

Hablar es arrojar las palabras al otro (incluso en el sentido del vómito), con las cuales el interlocutor debe hacer lo que esté a su alcance (lo que pueda hacer), partiendo de la base de que hablante y oyente no comparten el mismo diccionario, no escuchan en la misma sintonía. La consecuencia más inmediata de este hecho es que, en la comunicación, el malentendido está asegurado, lo cual no implica la inexistencia de comprensión, por precaria que esta sea. Por el contrario, es precisamente por el malentendido y sus efectos por los que la comunicación procura salvar los desperfectos y cortocircuitos que aquellos introducen entre los interlocutores y entre las palabras y las cosas, hecho que se sostiene en la demanda de sentido que todo hablante le lanza al lenguaje: que haya representación es el deseo profundo del sujeto, un deseo que el discurso siempre defrauda.

 
3. Sistema, norma y creación

Veamos dos ejemplos en los que se ilustra la violación de la norma en el sentido dado por Coseriu (como uso constante de una de las posibilidades que ofrece la lengua) y un tercero en el que se pone en juego la noción de equívoco. En cualquiera de los casos, la violación implica echar mano a esas posibilidades virtuales, “codificadas” en la lengua, rápidamente reconocidas en las formas que adoptan las dos palabras objetos de examen. Asimismo, este análisis pone de relieve el modo en que los hablantes hacemos cosas nuevas con lo que la lengua pone a nuestra disposición (formas abstractas, vacías, que llenamos con materia nueva y, de este modo, nos constituimos como sujetos en la tensión entre la herencia del sistema y la novedad que introduce el acto discursivo). Cabe anotar que los dos ejemplos que propongo pertenecen al habla espontánea, por lo cual se puede pensar, no sin razón, que las palabras proferidas adoptan la forma que tienen de manera más o menos inconsciente (no me refiero necesariamente a los efectos del inconsciente en y sobre el decir), lo cual no modifica en un ápice el punto que quiero ilustrar. 

El primer ejemplo es parte de una conversación en un grupo de amigas que hablaban de una persona a la que una de ellas conoció hace muy poco. Esta les describía a las otras cómo era el hombre con el que había tenido un intercambio circunstancial, diciéndoles: “Era castañoso, el típico rubio alemán”. Más allá del juego con el estereotipo alemán (no es pertinente, ahora, el carácter problemático de la referencia de las formulaciones que aluden a un prototipo, como un caso específico del problema general de la referencia, aunque sí la idea misma de prototipo), el punto objeto de consideración está en el adjetivo “castañoso”, que no existe en la lengua, aunque, ciertamente, puede crearse a partir del modelo de “verde” > “verdoso”, que sigue la pauta Adjetivo > Adjetivo, donde el sufijo “ -oso” se interpreta como “atenuador o intensificador” del significado expresado por la base. En este caso, interesa destacar que “-oso” parece designar intensificación, pero no por sí mismo, sino por lo que aporta el resto del enunciado: “el típico rubio alemán”. 

Así, el adjetivo creado por la hablante posee una singularidad: la de ser un término inexistente, que explota la virtualidad del sistema lingüístico (como Saussure ejemplificaba con “indécorable”, en español “ingraduable”). Esta creación espontánea pone en evidencia la manera en que los hablantes en general producen signos que se ajustan a las pautas existentes en el sistema de la lengua, pero que no existen como realizaciones normales, frecuentes. Cabe señalar que la suerte de estas creaciones depende de múltiples factores, con lo cual pueden aparecer en boca de un hablante cualquiera una única vez sin prolongar su vida más allá de esa efímera ocurrencia.

El segundo ejemplo es idéntico, en el sentido de que el hablante crea una palabra inexistente a partir de una pauta morfológica existente, aunque, en este caso, se respeta, por así decirlo, la regularidad con la que la lengua forma estos adjetivos, pertenecientes a la clase de los adjetivos relacionales derivados con el sufijo “-al”. 

Un cuidacoches, hablando de un pequeño veranillo en el medio del invierno, me dijo: “Hace un calor veranial”. Esta palabra, desde luego, está formada análogamente a las palabras “otoñal”, “invernal” y “primaveral”, cada una de las cuales procede del respectivo sustantivo: “otoño”, “invierno” y “primavera”. Sin embargo, para el sustantivo “verano”, el adjetivo no es “veranial”, como dice el cuidacoches, sino “veraniego” (o “estival”, que sí tiene el sufijo en cuestión), con lo que se produce una violación de la norma asumida por el sistema de la lengua para la formación de este adjetivo en la cadena “otoñal”, “invernal” y “primaveral” (la pauta regular está bloqueada por la existencia de “veraniego”, pero, entonces, tenemos “estival”, procedente de “estío”, que significa ‘verano’). Como explica Coseriu: 

Por lo que concierne a la formación de palabras, a la derivación y composición, la distinción entre norma y sistema se manifiesta en relación con las necesidades expresivas cotidianas de cualquier hablante. (1989 [1952], p. 78)

De nuevo, la creación ad hoc del cuidacoches se agotó, supongo, en la conversación que mantuvo conmigo, apenas unos segundos dedicados a la temperatura de un día específico de un invierno que ya no recuerdo. Así pues, en los dos casos examinados, las palabras, inexistentes en la norma, “existen de alguna manera en el sistema, en el conjunto de estructuras, posibilidades y oposiciones funcionales de la lengua española” (Coseriu, 1989 [1952], p. 78).

El tercer ejemplo relativo al equívoco concierne al empleo del adjetivo “natural” en una conversación que tuve en la vieja cantina de la Facultad de Información y Comunicación con el estudiante que me atendió del otro lado del mostrador. En esas circunstancias, le pedí un “agua natural”, pedido ante el cual quedó mirándome como procesando la información o como sin comprender lo que le estaba pidiendo, como si mi pedido demandara un “objeto” inexistente o extrañísimo. Entonces, tuvo lugar un pequeño cortocircuito: mientras mi sistema de oposiciones, existente en la lengua, era “natural” (el agua a temperatura ambiente) contra “fría” (el agua en la heladera), para el estudiante que me vendía el agua el sistema de oposiciones, también existente en la lengua, era “natural” (agua presente en la naturaleza en el estado tal cual la produce el planeta) contra “artificial” o “embotellada” (el agua embotellada fría o a temperatura ambiente). Incluso, hay un tercer juego de oposiciones, a saber: “natural” (agua sin gas) contra “con gas”, sistema que no entró en juego. 

En este contexto, la cuestión en juego no es y nunca fue la habilidad discursiva de los interlocutores, sino el equívoco, vale decir, el hecho de que el propio lenguaje carga con su inherente e irreductible imperfección, con su opacidad constitutiva, a todos los lugares a los que lo llevamos, consecuencia de lo cual es que un signo es, paradójicamente, al mismo tiempo, igual y diferente a sí mismo (cfr. Milner, 1998 [1978]). Desde este punto de vista, el problema nunca estuvo en mi pedido, en la formulación que le di, ni en la recepción del estudiante, el “espacio” interpretativo en el que “cayó” lo que le solicité. Así pues, el equívoco, en tanto que desnudez del significante (Henry, 2019), abre el espacio del significado a su permanente y compleja construcción-interpretación, en cuyo funcionamiento tienen un papel centralísimo la ambigüedad, la polisemia y la homonimia, esto es, figuras en las que no encontramos una relación estrictamente biunívoca entre un significante y un significado ni entre un signo lingüístico y su referente.

 
4. Adenda (I): humor ansiolítico

Un cuarto ejemplo, no consignado arriba, tiene que ver con el juego del equívoco en tanto que, para el caso, juego de palabras. Así, en conversación con un amigo acerca de su imposibilidad de conciliar el sueño, me contaba que había accedido a un fármaco que le permitiría descansar en la complejísima situación familiar por la que estaba atravesando, relativa a la inminente muerte de su padre. En este contexto, él mismo se hacía eco del juego de palabras: me decía que había empezado a tomar Bromazepam, medicamento que, a su juicio (juicio humorístico sobre sí mismo), era exactamente por lo que estaba pasando en la situación que vivía, al menos en términos de la incredulidad que sentía, de la sensación de inverosimilitud que experimentaba: “Broma-zepam”, es decir, una broma como complemento del verbo “saber” (algo así como “Sepan la broma” o “Sepan que es una broma”), conjugado en tercera persona del plural del modo subjuntivo (interpretable, acá, como un imperativo, aunque, tal vez, atenuado, como la exigencia de una negra constatación). La similitud “colada” le permitía “iluminar”, si se quiere, la complejidad de las circunstancias que le tocaban en suerte y, de alguna forma, pienso, conjurarlas, mediante un juego que también da lugar a un ejemplo de humor negro. 

Recuérdese que, como enseñaba Saussure (2005 [1916]), el valor de un signo lingüístico depende de dos tipos de relaciones: las relaciones sintagmáticas (in praesentia), como las que hay entre la base léxica “estacion-” y el sufijo “-amiento” y entre la base “blanc-” y el sufijo “-ura”, y las relaciones asociativas (in absentia), como las que se dan entre “estacionamiento” y “cochera” o “auto” (pero también entre “estacion-amiento” y “estacion-ar”) y entre “blancura” y “túnica” o “pureza” (pero también entre “blanc-ura” y “blanc-uzco”). El ejemplo que ofrecía el lingüista ginebrino planteaba la constelación de la palabra “enseñanza”, cuyas relaciones asociativas (el punto que me interesa aquí) desplegaban (esto ocurre, ciertamente, para cualquier signo) cuatro “líneas” posibles de asociaciones: 1) relaciones exclusivamente por el significado: palabras como “educación”, “túnica”, “profesor”; 2) relaciones por el significante y el significado léxico: palabras como “enseñ-ante”, “enseñ-ar”, “enseñ-ado”; 3) relaciones por el significante y el significado gramaticales: palabras como “mat-anza”, “esper-anza”, “templ-anza”, y 4) relaciones exclusivamente por el significante: palabras como “panza”, “tanza”, “enseres”, en las que no hay ninguna relación que se establezca por la vía del significado (así, se podría pensar, en un contexto determinado, en una panza atravesada por una tanza como efecto del encuentro de los elementos de similar forma).

El chiste de mi amigo procedía de la conjunción de dos “líneas” de asociaciones, que permitía, simultáneamente, la segmentación de dos elementos: las relaciones del tipo 2 y 3, en la medida en que el nombre del fármaco evoca, léxica y gramaticalmente, dos palabras distintas, como si se tratara de un compuesto ortográfico: el sustantivo “broma” y el verbo “sepan”, una pauta morfológica que invierte el procedimiento de formación de palabras más productivo de esta clase de compuestos en español: Verbo + Sustantivo –resultado: un sustantivo–, como “sacacorchos”, “lavarropas”, “lavaplatos”, etcétera, aunque, ciertamente, no tiene que ver con él, ante todo por el número y modo en que aparece conjugado el verbo “saber”. 

El efecto humorísticamente “anagnórico” del ejemplo depende de su inscripción en la situación en la que sucedió, y mi amigo, jugando con el nombre del fármaco que le recetaron para poder dormir, encontró en ese efecto una salida provisoria a la triste circunstancia de la enfermedad de su padre. “Presos” de la lengua como hablantes, el sujeto se “libera” en la práctica discursiva: así, en el lugar mismo en que mi amigo estaba capturado por la red o la malla abstracta del sistema de la lengua, encontraba un resquicio por el cual ejercer su libertad como sujeto hablante. 

 
5. Adenda (II): entre la pulpería y la comisaría

En una entrevista que le hicieron en “Desayunos Informales” (La Tele, 16.08.2021), el senador Alejandro Sánchez (MPP) hablaba de la gestión del gobierno de coalición en lo que va de su mandato. En la discusión que tenía lugar, sobre el final de la entrevista, Sánchez presentaba la contradicción en la que incurrían deliberadamente algunos actores del gobierno multicolor, entre ellos, la ministra de Economía Azucena Arbeleche. Según Sánchez, la ministra gritaba una cosa en la pulpería y decía otra en la comisaría, por ejemplo, respecto de la tasa de informalidad laboral en Uruguay, cuando se comparaba la situación actual con la entregada por el Frente Amplio en marzo de 2020. Si, por un lado, Arbeleche exponía que la situación de informalidad los tomó por sorpresa al momento de asumir el gobierno (no creían que las cosas estuvieran tan mal), por otro lado, exhibía, en informes oficiales destinados a los posibles inversores que podrían inyectar sus dólares en la frágil economía nacional, que la tasa de formalidad labora uruguaya era la más alta de América Latina. 

La apelación de Sánchez al refrán “gritar en la pulpería y callar en la comisaría” (en rigor, que la ministra criticara demagógicamente la tasa de informalidad laboral en el debate público ante la sociedad y cambiara el discurso frente a la necesidad de atraer distintos tipos de inversiones, para lo cual se presentaban informes oficiales que desmentían abiertamente lo gritado en la arena pública) no es ociosa, por cuanto inscribe los dichos de la ministra del Partido Nacional en una extensa tradición que podríamos decir “campera”, autóctona, vernácula, en la que la pulpería ha oficiado como el lugar donde los parroquianos hablaban de los asuntos públicos en un plano en el que las cosas podían desmadrarse, llegar excesivamente lejos, por ejemplo, la muerte, como le sucedió al famoso negro de Martín Fierro en la payada del Canto VII de la primera parte (la “ida”) en manos del propio Fierro. Incluso, la mismísima tradición del Partido Nacional encuentra cierta mitología fundacional en esos antros populares que, ciertamente, se oponen a la institucionalidad estatal que se administra desde el gobierno y que hoy tiene a la cabeza a una coalición partidaria.  

Asimismo, el refrán en cuestión también señala la actitud de mesura que, por otra parte, adopta el gritón cuando está frente a la fuerza policial, especie de “apego a la verdad” de los hechos para no incurrir en un falso testimonio, podríamos pensar. Sin embargo, el refrán añade un punto crucial, su punto, diríamos, aquel que, para el caso de la entrevista comentada, constituye el objeto de crítica de Sánchez: la hipocresía, la demagogia y la mentira del gobierno, la contradicción entre los discursos esgrimidos en los dos ámbitos referidos, a fin de conseguir, por un lado, el beneplácito del clamor popular, mientras se edifica, por otro lado, una imagen específica del Uruguay con relación a las de informalidad laboral. 

En este sentido, las cosas no se terminan acá: en el discurrir de la entrevista, el senador del MPP introdujo una vuelta de tuerca que volvió explícito, visible, algo que ya estaba sugerido: la relación de la pulpería con el pueblo, legible en términos de barbarie. Así, Sánchez señaló que Arbeleche gritaba en la “pulpería del pueblo” lo que después modificaba ante la policía de los organismos internacionales de crédito. Hacer explícita esta relación no es sino proponer, al mismo tiempo, una interpretación personal de lo que el propio Sánchez entiende como elementos que pueden acercarse, eventualmente homologables, pertenecientes al mismo orden de cosas: la pulpería con sus parroquianos y el pueblo uruguayo. Del otro lado, naturalmente, se encuentra la civilización: los gobernantes entrajados, de cuello blanco, muchos de ellos educados en universidades privadas, que juegan al “estilo campero” (botas, boinas, chalecos, camisas, mates, caballos, formas de hablar, estrategias todas estas para captar la aquiescencia del “gaucho” oriental, es decir, un voto).

En este exiguo análisis, entonces, no es nada menor colocar la mirada en el efecto “colateral” del decir de Sánchez que, aun cuando no lo haya querido de esta manera, es decir, más allá de que coincida o no con sus intenciones, propuso el acercamiento en cuestión: que la ciudadanía que el senador defiende es un conjunto de parroquianos cuya vida social transcurre en la pulpería (la sociedad misma aparece imaginada como un “boliche” de esta naturaleza). Entonces, es posible seguir ciertas líneas interpretativas en virtud de la función poética puesta en escena por Sánchez y de la afiliación política de este, a saber: en tanto senador del Movimiento de Participación Popular –como antaño el líder de este sector, José Mujica, pretendía resolver algunas cuestiones institucionales–, Sánchez entiende parte del funcionamiento de la sociedad en términos de la forma en que se relacionan los parroquianos en una pulpería (modo bárbaro de relacionamiento), de forma que ciertos asuntos podrían resolverse, copa mediante, con un acuerdo entre las partes que se sortee las normas jurídicas (modo civilizado). La superposición de la política nacional con la “doméstica” de la pulpería hace posible la lectura realizada.

En suma, una vez activada la función poética, la interpretación suscitada por la forma del decir (el mensaje) se fundamenta en la opacidad de las palabras y de su relación con las cosas, dejando en un segundo plano las intenciones del hablante, que no pueden ser tomadas como fuente y garantía ulterior del sentido de lo dicho. Así pues, Sánchez podrá objetar esta interpretación de su respuesta (con seguridad, lo haría), pero la lectura ejercida no se fundamenta en la transparencia de sus intenciones ni en la buena fe de sus dichos, sino en el modo en que inherente, es decir, irreductiblemente, funciona el lenguaje. Como explica Coseriu:

La poesía no es, como a menudo se dice, una “desviación” con respecto al lenguaje “corriente” (entendido como lo “normal” del lenguaje); en rigor, es más bien el lenguaje “corriente” el que representa una desviación frente a la totalidad del lenguaje. (1991 [1977], p. 203) 

Pero entendamos bien este punto, que no debería ser olvidado: este funcionamiento no es otra cosa que lo que se pone en juego con lo que se ve a partir de la función poética señalada, vale decir, lo que se vuelve sensible en, con y a través del lenguaje: “pulpería” supone una estética (un sentir, un percibir y un comprender) que debe concebirse en términos de una indistinción entre lo que se ve, lo que se vuelve visible/sensible y lo que se nos hace inteligible, pensable y comprensible, por lo tanto, lo que se convierte en materia de objeción, de desacuerdo (cfr. Rancière, 1996 y 2014). Como señala Rancière: 

Llamo reparto de lo sensible a ese sistema de evidencias sensibles que permite ver al mismo tiempo la existencia de un común y los recortes que definen sus lugares y partes respectivas. Un reparto de lo sensible fija al mismo tiempo algo común repartido y ciertas partes exclusivas. Esta repartición de las partes y de los lugares se basa en un reparto de espacios, de tiempos y de formas de actividad que determina la forma misma en la que un común se presta a la participación y donde unos y otros son parte de ese reparto. (2014 [2000], p. 18)

Este es el sentido etimológico de “estética”, que proviene del griego “aisthánomai”: “percibir, comprender”, de donde se obtiene “sentir” (el mundo vuelto sensible), procedente del verbo latino “sentīre”, cuyo significado reúne lo que, en nuestro sentido común, está separado: “percibir por los sentidos, sentir; darse cuenta; pensar, opinar” (cfr. el diccionario en línea BDME). Al mismo tiempo, hablar de sentido supone trazar una direccionalidad, una forma de ver que define un “a” o un “hacia”, excluyentes de otros “a” o “hacia” posibles. 

En el ejemplo comentado, el senador Alejandro Sánchez, aunque a su pesar, parece haber dado su propia perspectiva acerca de cómo entiende la realidad, la articulación entre la política, la pulpería y la policía.

 
6. Norma, poiesis y libertad

En los tres casos comentados, vemos la articulación, ciertamente abierta, en permanente tensión, entre la poiesis y la norma, entre la actividad hacedora del hablante y los usos constantes que todos llevamos adelante en nuestras prácticas discursivas, usos a los que no podemos sustraernos. Así pues, si la norma es lo que constriñe socialmente el decir, imponiéndole formas frecuentes de expresión (la norma, en este sentido, no tiene nada que ver con lo correcto y lo incorrecto en el hablar), la poiesis, en los casos examinados (y en otros), pone sobre la mesa formas de expresión anormales, lugar de la honda respiración del hablante, instancia en la que este ejerce su libertad como sujeto a partir de lo que lengua le pone a disposición, a saber: formas de las que no podemos escapar, porque constituyen la arquitectura misma del decir, más allá de la cual los efectos de sentido de lo dicho incluyen aspectos no reducibles a la arquitectura en la que se apoyan.

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