Compartir
VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 68 (MAYO DE 2014). DOS MIRADAS SOBRE LA OBRA DE UNA ARTISTA EXCEPCIONAL. (IN MEMORIAM).
Selva Casal, poeta y pintora
Por Marcos Ibarra y Sofía Rosa
LA PINTORA
El verso en color
Por Marcos Ibarra
La pintura es una poesía que se ve sin oírla;
y la poesía es una pintura que se oye y no se ve.
Leonardo da Vinci
La reconocida poeta Selva Casal es también una prolífica pintora, y esta faceta es poco conocida, incluso porque no ha habido muestras públicas de su obra. En una reciente visita a Selva en su casa, de inmediato me asaltaron imágenes pintadas, no solo en cuadros que buscan espacio en las paredes, mesas y rincones, sino también en otras zonas de la casa, tales como la tapa del compartimento de tapones y llaves eléctricas, que ella pintó con óleo y la transmutó en una escena colorida. Caballetes, pinceles, óleos, bastidores con sus lienzos, esperaban juiciosos en un rincón del jardín a que la visita terminara y ella pudiera regresar a ellos para juntos coincidir en una nueva gira mágica y misteriosa, al decir de los Beatles.
La ingenuidad con que los cuadros están abordados disfraza una terrible explosión de vitalidad en la que confluyen dicha y dolor. Tras el velo de una concepción abstracta aparecen señales, signos, esbozos, que dan pautas de lunas, rostros, embarcaciones, árboles, flores, imágenes que se desentienden del espejo y asoman en la tela como almas.
En su vasta producción pictórica se llegan a distinguir etapas marcadas principalmente por la paleta y que quienes conocen episodios de la vida de Selva concuerdan en una correspondencia no casual. Así, hay una pintura de paleta alta, colorida, con pigmentos definidos y potentes que asaltan al ojo ya en la primer mirada; una pintura de paleta baja con grises que nacen principalmente de colores que han sido mezclados (no solo de la mezcla de blanco con negro). En estas etapas, los lienzos están pintados completamente, incluso en algunos casos, hasta desbordar la tela hacia partes del marco. En los cuadros más recientes aparece otra vez una pintura colorida, acaso más madura, donde el tratamiento de los colores es más sutil, con menos contrastes, y buscan fundirse en el blanco del lienzo, del cual deja zonas sin pintar.
En general, su obra tiene como protagonistas enormes manchas que se entremezclan y son atravesadas por líneas para definir ya una rama de árbol, un perfil o un signo. La geometría tuvo su cabida, particularmente en escenas con grandes círculos configurando rostros, o la disposición de manchas rectangulares como fondo de un entramado de líneas, aunque el recurso más común es el de una recorrida de pincel que va invadiendo el espacio y configurando situaciones pictóricas de formas libres, ajenas a la gravedad terrestre.
El tema o posible escena narrativa de los cuadros se vislumbra, pero deja de interesar en la medida en que lo pictórico es dominante. Hay algunos cuadros pintados hace años que recrean su casa de la infancia en la calle Bartolito Mitre; estos tienen un trazo suelto y seguro, la casa es representada a través de manchas de color que bailan en torno a un blanco ensuciado, y esa manera tan libre y eficaz me trajo reminiscencias de Figari. Cuenta Selva que en esa casa pasó una infancia feliz, llena de recuerdos que hoy son anécdotas. Una vez que fue vendida, los compradores la demolieron para hacer otra construcción y encontraron enterrado debajo de uno de los pisos un arcón con monedas de oro.
El episodio parece ser una metáfora de la vida de Selva, llena ella de arcones de un oro inmaterial, que van quedando allí -donde sea que “allí” sea-, para el que no busca nada y, pues, encuentra.
LA POETA
Escribir en las ventanas o la poética traspasada
Por Sofía Rosa
Vivir es esto;
Un desorden soberbio
Selva Casal - “Nadie puede decir yo”
Es poeta, pintora y, durante muchos años, fue abogada penalista. Comienza a publicar en 1958; su primer libro se llama Arpa (Colección Delmira, 1958), que obtuvo el Premio de Instrucción Pública. El siguiente libro se titula Días sobre la tierra, y es de 1969 (Cuadernos de Julio Herrera y Reissig). Al mismo ritmo publica su siguiente libro Poemas de las cuatro de la tarde (Biblioteca Alfar, 1962), que obtuvo el Premio Municipal de Poesía. Poemas 65 (Cuadernos de Julio Herrera y Reissig, 1965), su cuarto libro, fue traducido al inglés por Ángel Castillo Jr. y publicado en la Poetry Review de la Universidad de Tampa, Florida, Estados Unidos, en 1971.
En menos de diez años, Selva Casal fue construyendo un universo poético propio, que sostiene hasta sus poemas actuales. Los versos transcurren en el espacio no dicho, en el silencio de las palabras donde la voz lírica parece, finalmente, unirse al cosmos que la contiene y la abandona, sentir su angustia de completitud: “yo fui niña vivía sin verte sin amarte / no comprendo / algo así debe sentir la noche / con tantas estrellas dentro y sin saberlo” (“Yo no escribo para atormentarme”).
Los poemarios parecen estar encadenados, unidos, insertos unos en otros por imágenes, metáforas, incluso por versos que se reiteran o se desarrollan. Como se aprecia en varios de sus manuscritos, a la hora de entretejer el poemario, aparecen los mismos poemas con otros títulos. Su escritura visceral, que recuerda al escritor poseso, el torrente poético que nace en su interior en forma de música, se vuelca de manera desordenada en cualquier hoja que encuentra a su alrededor. En el “Pórtico” al libro Ningún día es jueves (recopilación publicada por Ediciones Hermes Criollo, 2007) dice “¿Que soy desordenada? Es verdad, pero me gusta serlo, porque cómo vamos a pretender sistematizar la vida, puntualizar los sentimientos, darles puertas de entrada y salida” (p. 7).
Casi diez años después publica su quinto libro, Han asesinado al viento (Biblioteca Alfar, 1974). La misma editorial, en 1976, edita No vivimos en vano y en 1983, Nadie ninguna soy, poemario que, ya desde el título, logra sintetizar gran parte de la poética de la autora, que se construye en torno a dos de esos pronombres indefinidos. Muchos de sus poemas, no solo los de este libro, comienzan con partículas negativas, ya sean adverbios, adjetivos o pronombres negativos o de negación, de manera que el yo comienza a definirse, paradójicamente, en la negación. Únicamente negando su propia existencia puede ser. Soy lo que no soy. El poema homónimo del libro muestra la constante construcción del sujeto poético desde lo que no es, no existe, no puede ser; y a partir de ello, es que puede encontrar su lugar en el mundo:
Nadie ninguna soy
ningún hombre es mi cuerpo
ningún río
que revisen mi cuerpo
no tiene corazón
está en la calle
maravillosa calle
como hoy casi es milagro
y los hombres recuerdan
un ultimátum ya
he vivido
nada más
he vivido
perdón por mi dulzura
por no haber empuñado ni fusiles
ni garras
perdón por mi esqueleto decisivo y efímero
mi violencia es una casa a fondo
cuando de noche mueres sin aviso
tocan la puerta
andan.
(p. 52)
Esa voz poética que emerge como un yo o un nosotros lleva este no-ser al extremo: la muerte. Con ella se establece la misma dinámica que con la negación. El yo poético muere y revive, habla con los muertos, es todos los muertos, se sacrifica en cada palabra, sangra para el lector como para el hombre primitivo, y también para el que la amarra y golpea porque, como dice en su siguiente libro, Los misiles, apuntan a mi corazón (Ediciones de la Banda Oriental, 1988): “siento una angustia cósmica / nuestros huesos al aire / girando con la tierra / me abrazo a este planeta me derrumbo” (2007, p. 61).
Quien vive la poesía tan intensamente no puede más que escribir en las paredes, en las agendas de teléfono, en cualquier papel que encuentra en su casa. Enfrentarse a los papeles de Selva Casal supone un abismo, un bosque de hojas sueltas, viejas y nuevas, de poemas escritos casi en trance, que muchas veces se repiten porque la propia escritora pierde el control sobre ellos. Hay, también, muchos poemas manchados de óleo, porque de la misma manera que escribe, pinta.
En 1996, Carlos Marchesi Editor publicó una serie de poemas ilustrados por Paola Albé llamada Perdidos manuscritos de la noche, dedicado a los animales que ama y que nunca leerán sus poemas. El libro se inaugura con uno de los pocos poemas que podrían considerarse como una verdadera definición de su arte poética:
Un poema es una transgresión
siempre
su cráneo solo
como cualquiera
solo
quien me ama
me ama
quien despierta
despierta
qué fácil es la noche
el futuro no es
veo cráteres mástiles
te dije no me abandones
este es el paraíso de donde fuimos arrojados
te dije no me obligues a vivir
cometeré desatinos
a todos les advertí de mi arrebato de mi furia
yo maté asesiné
nadie responde en el silencio atroz del cielo
de nada vale que hayamos pisado la luna
o devorado el mar
que un día no estemos más
sin huesos sin lengua
flotamos en otra constelación.
(p. 1)
El poema transgrede porque atraviesa el tiempo y el espacio, se ubica en los lugares secretos, hace que el poeta se arrebate, asesine, lance su furia. El poema transgrede porque la poesía es transgresión, es siempre vivir en otro cuerpo, ser habitado por otras fuerzas; es estar en permanente tránsito y condensación; vivir en los límites difusos de la vida y la poesía, de la muerte y la encarnación.
En 2011 vuelve a obtener el Premio del Ministerio de Cultura por su libro Vivir es peligroso (Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 2001). De a poco el dolor por la muerte se va transformando en dolor por la vida, por existir en un “mundo acribillado”, demencial; como si la poeta despertara y se encontrara escindida, convertida en mil pedazos dispersos por el mundo -tal vez sus palabras-, “como si no estuviera en ningún tiempo / en ningún río / es como si no estuviera más / y no existiera nada de lo que hicimos” (2001, p. 35). El conflicto entre vivir, escribir y morir sulfura hasta descubrir, ya hacia su último libro de poemas, la fuente del dolor: “De dónde salí yo / quién me indujo a existir / si yo hubiera imaginado les confieso jamás me hubiera asomado a la vida” (2012, p. 32).
La vasta producción poética se multiplica en los manuscritos, dispersos por toda la casa, por todos los rincones, por la agenda del teléfono, en una página cualquiera de un libro, en hojas cortadas, de cuaderno o sobras de otras. Esta producción, a su vez, se va trazando como un continuum que está en permanente reescritura, donde un poema se reintegra a otro, como se ve en el poema inédito “Amo al hombre y la mujer…”, escrito hacia fines de 2013. De dicho poema hay, al menos, seis versiones entre las originales y el pasaje que realiza su hija Virginia Eguren.
La búsqueda de la palabra justa y casi silenciosa, como una débil telaraña que se entreteje entre el yo y el mundo, es constante en Selva Casal, pero también parece ser propia de su ser poético. Muy pocas veces permuta palabras o quita, porque sabe que al hacer silencio el poema llega: “callemos para dejar hablar a las noches lentas llenas de esas estrellas donde viven los hombres y los perros negros, duermen los moribundos, debajo de esas estrellas donde existen los que nunca más veré” (2007, p. 240). Así como las imágenes entran por las puertas, por las ventanas, suben y bajan por las escaleras de la casa, los poemas se filtran en la poeta y escapan a su control. Por ejemplo, como los poemas “De noche el galopar” (1993, p. 147) y “Tenía que suceder esto” (2012, pp. 23-24). En ambos poemas se reiteran versos casi exactos, después de varios años de diferencia entre uno y otro.
Como si abriera las ventanas de la casa y dejara que por allí entre el poema, toda su poesía está impregnada de transición, un yo que vive en un acontecer constante, el poema siempre ocurre, siempre se manifiesta entre los muertos, las voces, los recuerdos, la vida que se diluye y revive:
Amamos las ventanas
que se quedaron huérfanas de ventanas
de viento en viento nada
esto lo aprendí del vacío
piel adentro muerte adentro
se fatiga el médico
la mentira es un vidrio azul
(1993, p. 41)
Para Selva, al igual que para Hermes, la poesía ha sido una fatal determinación: “Jamás podrá esquivar el recuerdo, que lo tiene atrapado, y lo lleva consigo como el saber innato de todo lo originario” (Károly Kerényi, 2008, p. 37).