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SOBRE “EL INFINITO EN UN JUNCO”

 Publicado: 03/02/2021

Antes de la imprenta


Por Marcos Panucci


Los libros tal como los conocemos en la actualidad son el resultado de la iniciativa de Johannes Gutenberg -aunque ya los chinos habían descubierto sus principios-, quien logró explotar tres factores que se dieron conjuntamente al sur del Rhin. Allí coincidió la abundancia de energía para hacer funcionar las máquinas, una industria textil desarrollada y, en especial, una tradición metalúrgica que proporcionó abundante mano de obra experta. 

Sin embargo, el emprendimiento de Gutenberg estuvo precedido de varios siglos de fabricación de libros, de textos escritos en diversos soportes. La transición de la oralidad a la escritura no fue inmediata y puede decirse que todavía continúa; existen centenares de culturas que viven de relatos orales. Aún más, en ciertos lugares de África, la forma de relatar un acontecimiento -un viaje, por ejemplo- se lleva a cabo mediante el baile. 

Tal vez esta introducción sirva como justificación a los efectos de recomendar un fabuloso libro escrito por una filóloga española, formada en Zaragoza y Florencia: “El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo”, de Irene Vallejo (ed. Siruela, 2019).

La oralidad surgió en varios lugares al mismo tiempo, pero el paradigma son las obras de Homero, la “Ilíada” y la “Odisea”, que cautivaron al mundo griego, primero, y luego a todas las culturas, y que siguen tan campantes como ejemplo de literatura. La cólera de Aquiles y las aventuras de Odiseo siguen encabezando los programas de la disciplina en la mayoría de los países occidentales. 

Pero el pasaje de generación en generación de estas historias inventadas por Homero -que es, en realidad, un fantasma-, exigían un enorme esfuerzo de memoria para los recitadores que las repetían hasta el cansancio, y también para los oyentes. De ahí que la humanidad no se resignó a dejar todo en manos de la memoria y desde muy temprano buscó plasmar en elementos materiales las historias, los sentimientos y la vida social en general.

Las señales de humo y el labrado de la piedra fueron quizá los primeros intentos de comunicar cosas de interés para las comunidades, pero ambos métodos eran poco prácticos. Fue así que en la antigua Mesopotamia, entre los sumerios, surgió la idea de inventar un alfabeto. En primera instancia, se decidió representar con un dibujo aquello que se nombraba. Así, la D representó, en una época, una puerta; la M, el movimiento del agua; la N, una serpiente; y la O, un ojo. Pero esta escritura ideográfica no convenció a aquellos pueblos, aunque sí se tornó popular en casi todo el resto de Asia. 

Se buscó, al principio sin éxito, crear un alfabeto, hasta que finalmente fueron los fenicios los que lograron un sistema de escritura que constaba únicamente de consonantes y que estaba basado, en especial, en los datos del comercio que ellos se encargaron de expandir por el Mediterráneo. Pero fue el genio de los griegos el que se encargó de completar la obra, agregando siete vocales: las conocidas omega, ita, ómicron, épsilon, alfa, iota e ípsilon.

El soporte para la escritura fue un problema a solucionar desde un principio. Descartada la piedra por razones prácticas, la solución se halló en la confección de tablillas de barro, convenientemente diseñadas para ser manejables y coleccionables. Sobre la materia blanda se escribía y luego el fuego cocinaba artefactos más o menos duraderos.

Pero la gran revolución fue una consecuencia de las increíbles conquistas de Alejandro Magno, el gran macedonio que fue alumno de Aristóteles (el propio Aristóteles fue uno de los primeros en coleccionar libros). Uno de los más valiosos lugartenientes de Alejandro, Ptolomeo I, experimentado guerrero que tras la temprana muerte de su jefe decidió radicarse en Alejandría -en aquel momento una ciudad pequeña y pestilente-, descubrió, junto a sus ayudantes, el valor del papiro como soporte de la escritura.

A orillas del Nilo crecen unos juncos de tres a seis metros de altura, triangulares al corte, a partir de los cuales se pueden extraer láminas de diferentes tamaños, aptas para ser adosadas y pegadas entre sí, formando un soporte sólido para el cálamo y la tinta. Nacieron así los rollos de papiro, y en base a la literatura impresa en ellos se creó la gran biblioteca de Alejandría. Debido a este hecho y a otros elementos económicos, la ciudad del delta del Nilo se convirtió en el centro indiscutido del comercio en el Mediterráneo. Se construyeron dos puertos, y por allí pasaba no solo el papiro -del cual Egipto tenía el monopolio-, sino también las famosas especies provenientes de la India y muchos otros productos. La formación del imperio romano fue el gran mercado para este comercio durante tres siglos.

Más adelante, Ptolomeo construyó un Museo, el primero del mundo, donde comenzaron a reunirse sabios de todas las latitudes. Tenían a su disposición la biblioteca que aumentaba sin cesar el número de libros, es decir, rollos de papiro. Griegos, hebreos, árabes, sirios e indios confluyeron en un gran salón de debates, de investigación e intercambio de ideas.

Durante siglos el Museo reunió a grandes sabios de todo el orbe mestizo con el que había soñado Alejandro y lo hizo gracias a la iniciativa de Ptolomeo I. Allí se reunieron Euclides, que formuló los teoremas fundadores de la geometría; Estrabón, el mejor físico de la época; el astrónomo Aristarco; Eratóstenes, quien calculó el perímetro de la tierra con increíble exactitud; Herófilo, pionero de la anatomía; Arquímedes, el fundador de la hidrostática; Dionisio de Tracia, que escribió el primer tratado de gramática; Calímaco y Apolonio de Rodas, poetas. En ese medio intelectual, una especie de Universidad primitiva, surgieron ideas revolucionarias, como el modelo heliocéntrico del sistema solar, adelantándose en siglos al giro copernicano que tanta disputa originaría en el mundo del Renacimiento. Aparecieron nuevas ramas del saber, como la trigonometría, la gramática y la conservación de manuscritos. Se rompió el tabú de la disección de cadáveres, mucho antes que Miguel Angel hiciera lo propio descubriendo el diafragma y el pasaje esofágico. Por la noche se reunían a comer con Ptolomeo, contaban el avance de sus investigaciones, y también se dedicaban al juego de los celos, las discordias y las maledicencias de unos contra otros, es decir, también inventaron las disputas académicas que son de uso corriente en nuestras universidades actuales.

Calímaco de Cirene, además de ser un poeta precursor de los contestatarios al orden social establecido, fue el primero que se dedicó a clasificar los papiros que albergaba la biblioteca. La biblioteca era, por aquel entonces, un lugar donde orientarse resultaba casi imposible. Tal vez inspirado en las bibliotecas babilónicas y asirias, trazó un atlas de todos los escritores y de todas las obras, separó los rollos de autoría desconocida, elaboró una ficha biográfica de casi todos los autores de la biblioteca y los ordenó por orden alfabético. 

El catálogo de Calímaco, el llamado Pinakes, no se ha conservado, pero sí se conservan fragmentos: por ejemplo, las 73 piezas teatrales de Esquilo y más de cien obras de Sófocles. Hoy solo accedemos a siete tragedias de cada uno de ellos; el resto se ha perdido. La clasificación de Calímaco comenzó por separar la poesía de la prosa -de invención mucho más tardía- y luego dividió las obras según la temática: épica, lírica, tragedia, comedia, historia, oratoria, filosofía, medicina, derecho, y una sección miscelánea donde, entre otras obras, se encontraban cuatro libros de repostería. Ya en aquella época existían los libros inclasificables. Hay razones, entonces, para señalar que el primer bibliotecario fue Calímaco.  

Queda aún por considerar un nuevo soporte para la escritura, un soporte inventado en Pérgamo, en la actual Turquía. Se trata del pergamino, es decir la piel de animales diversos que después de pasar por un laborioso tratamiento y recortada en forma apropiada, sirvió para dejar las huellas del pensamiento humano durante siglos. La biblioteca de Pérgamo nunca llegó a tener las dimensiones de la de Alejandría, pero fue sin duda la segunda en importancia durante mucho tiempo. Bueno es señalar que el griego se había transformado en una lingua franca para todos los escritores y lectores y que Homero siguió siendo, desde su origen oral, el escritor más leído. 

La biblioteca de Alejandría mantuvo su primacía durante el reinado de los cuatro primeros Ptolomeos -del I al IV- y luego fue sufriendo un progresivo deterioro, vinculado a la colonización de Egipto por parte de los romanos. Este proceso tuvo una larga duración y según parece el primero de contribuyó a su destrucción fue el poderoso César, en su afán de asegurarle a su amada Cleopatra el dominio de la nueva provincia romana. Es posible que la quema de los primeros papiros haya sido un accidente propio de las acciones bélicas del todopoderoso Emperador, pero solo siglos después, durante el reinado de Caracalla, se procedió a liquidar definitivamente la gran biblioteca de Alejandría. 

El libro que reseñamos contiene muchísimas informaciones más que las que aquí mencionamos, y este artículo pretende únicamente difundir un texto que recomendamos a todo aquel interesado en la historia de la escritura. Tarea esta que no es frecuente en nuestra revista pero que en este caso se justifica, a nuestro juicio. En especial en estos tiempos donde el asunto dominante es la atroz pandemia que nos agobia día a día.

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