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“GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, HISTORIA Y LITERATURA”

 Publicado: 03/02/2021

A modo de prólogo


Por Fernando Chelle


Este será un texto en el cual no solo haré referencia a una obra concreta, sino que, también, me servirá para decir algunas cosas sobre mi propia obra ensayística y sobre mi propio modo de trabajar el ensayo. Ya sé que no es esa la función que debería cumplir un prologuista, un escritor al cual se lo invita para que diga algo respecto a una obra a la que de inmediato se van a enfrentar los lectores. Pero bueno, fueron tantas las cosas que pensé que podría decir sobre mi trabajo cuando leía la obra de Meléndez que, ahora, mientras referencio su libro, aprovecharé también para opinar, para contarles sobre mi forma de trabajar con los textos de corte ensayístico.

Lo planteo de esta forma, porque si bien este libro contiene una obra en conjunto, el apartado histórico, el titulado La construcción de Macondo, escrito por Jorge Meléndez Sánchez, es el más extenso y el fundamental. Mi aporte, desde lo literario, el que corresponde al apartado titulado Gabriel García Márquez y el cuento, esa mágica forma de contar, no deja de ser una colaboración al juicioso estudio de Meléndez, donde me centro, en primer lugar, en la cuentística del premio nobel, en sus diferentes libros de cuentos; luego, en el estudio específico de Los funerales de la Mamá Grande; y finalmente realizo un análisis literario del cuento Un día de estos.

Lo primero que hace Meléndez, en la introducción a su obra, es reflexionar sobre el concepto de ensayo, esa composición en prosa en la que tantas veces ha incursionado como historiador, como escritor que investiga, razona y opina, fundamentalmente, sobre temas históricos. Para eso hace referencia a la feliz decisión que tomó Michel de Montaigne al querer “superar el ambiente libresco, que caracterizaba las tertulias de los cortesanos del Renacimiento” y comenzar a expresarse con amenidad, agudeza y con una intención, si se quiere, didáctica.

Es muy acertada la mención a Montaigne, porque si bien obras con características ensayísticas se han venido produciendo desde la antigüedad (los diálogos de Platón, por ejemplo), fue a partir de 1580 con la publicación titulada Essais, del humanista francés, que se comenzó a utilizar el término para hacer referencia a aquellas obras en prosa de moderada extensión donde los escritores “pretenden dejar expuesta una o varias conclusiones” al respecto de diferentes temas (política, filosofía, literatura, ciencia, arte, religión, etcétera). Los ingleses, conocedores de la obra montaigniana, fueron los continuadores. Comenzaron a manejar el término desde finales del siglo XVI, o comienzos del siglo XVII, ya que los ensayos de Francis Bacon son de 1597. Luego, en el siglo XVIII llegaron los ensayos de Daniel Defoe y de Thomas Carlyle, pero se podría decir que el término “ensayo” y la escritura ensayística se generalizaron en el resto de Europa, en los siglos XIX y XX.

El ensayo en nuestra lengua, ha tenido una presencia y una evolución formidable, fundamentalmente a partir de lo que hicieron, desde España, los ensayistas de la Generación del 98. Y me resulta muy significativo referirme a este tema aquí, en el prólogo a una obra de Jorge Meléndez Sánchez, porque fue precisamente este escritor ocañero quien primero se refirió a algunos nombres claves del ensayismo español, en un prólogo que recientemente tuvo la gratitud de escribir para un libro de mi autoría, para Palabra en el tiempo (Colombia, 2019), un estudio crítico y analítico donde me detengo en la poesía del gran Antonio Machado. Allí Meléndez se refirió a Unamuno, a quien ubicó entre los efluvios calvinistas que en mucho tocaron la región vasca; a Azorín, de quién destacó una especie de criollismo alentador y dialogante. También, para hablar de las generaciones, hizo referencia a los trabajos de don José Ortega y Gasset y, como no podía ser de otra manera, en un escrito sobre la poesía de Antonio Machado, se detuvo en la obra del autor de Campos de Castilla: “el cantor que pareciera abrirse paso entre la neblina donde nace el Duero”.

Por supuesto que tratándose del ensayo en nuestra lengua podríamos también nombrar, dentro de otros muchos españoles, a Lara, a Clarín, a Menéndez Pelayo, a Menéndez Pidal y, dentro de otros muchos latinoamericanos, a José Martí, a Jorge Luis Borges, a Octavio Paz, a Mario Benedetti, a Ángel Rama. En fin, serían muchísimos y tampoco es el objeto de este escrito hacer una historia del género ensayístico desde sus primeras manifestaciones hasta nuestros días. Dije todo lo anterior para hacer algunas apreciaciones al respecto de la forma de abordar el trabajo ensayístico que tiene Jorge Meléndez Sánchez y también para poder decir algo de mi propia forma de trabajar con el género.

En primer lugar creo que es muy pertinente decir que el ensayo es un género libre, con respecto al fondo y a la forma. Es más, es un género vivo, que está directamente relacionado con las circunstancias y los momentos históricos, y por tal razón, se trata de una composición en prosa escrita con las características estilísticas de cada época. Digo esto porque, en lo personal, considero que el abordaje ensayístico de un tema va a estar relacionado directamente con las características intrínsecas de dicho tema. Habrá temáticas que requieran de un planteo extenso, de una necesaria introducción o contextualización del lector y otras que no. Habrá temáticas en las que uno puede llegar a conclusiones definitivas y otras en las que no. De manera que no es aceptable para mí seguir a pie juntillas estructuras acartonadas con respecto al ensayo, estructuras como las que se siguen valorando desde algunos concursos nacionales [colombianos], donde se le da un determinado puntaje a la introducción del texto, otro a la tesis, otro a la argumentación, y finalmente otro a la conclusión. Concebir el trabajo ensayístico de esta manera es como utilizar una misma receta para cualquier tipo de plato, independientemente de características e ingredientes, es desconocer el género, es buscar seguridades en normas como si se tratara de verdades reveladas. 

En alguna oportunidad escribí (concretamente, en el prólogo de autor de ese mismo libro prologado por Meléndez, en el prólogo a Palabra en el tiempo) que yo cuento con la certeza, con respecto a mi trabajo crítico, de ofrecer siempre a los lectores un abordaje literario estrictamente personal e irrepetible. Lo que suelo hacer es una crítica textual, un comentario interpretativo y valorativo de las obras a partir del análisis literario de los propios textos. Por supuesto que me sirvo, siempre que sea necesario, de disciplinas como la psicología, la sociología o la historia, pero mi forma preferida de abordar una obra pasa, fundamentalmente, por la parte estética. Esta es la razón por la cual yo decidí escribir únicamente sobre lo que me gusta. Para mí la crítica literaria no puede estar despojada del entusiasmo que generan las obras, porque es precisamente la emoción, la pasión por determinado texto, la que despierta mi creatividad. Un ensayo crítico debe terminar siendo una obra tan creativa y subjetiva como cualquier obra de ficción. Por eso es que mis ensayos no se inscriben dentro de lo que podríamos denominar “estudios académicos”, porque el interés fundamental no es acercarme al texto desde una rigurosidad cientificista, sino más bien hacerlo desde la más pura subjetividad, esa que termina permitiendo la creación a partir de lo ya creado. 

Creo que otro tanto se podría decir de la obra ensayística de Jorge Meléndez. Sus libros de ensayos son trabajos que tienen una impronta personal, que se nutren de diferentes disciplinas, y hasta de aspectos que tienen que ver con su propia vida. Se podría decir que este último elemento señalado no aparece en mis obras, y que también, por el mismo carácter historicista del campo de trabajo de Meléndez, él es mucho más objetivo en sus apreciaciones, o al menos trata de serlo. Pero sí se podría afirmar con certeza, que tanto las obras ensayísticas de Meléndez como las mías no están inscritas (y esto es algo voluntario) en un estilo académico, son obras entusiastas y emocionales que están marcadas por la creatividad, son obras que persiguen, más allá de lo pedagógico, una finalidad, si se quiere, artística.

Más allá de estas coincidencias en la forma de trabajar, creo que hay una coincidencia que está por encima de todas, y es la de concebir nuestras obras ensayísticas como un conjunto de artículos que se nuclean bajo una temática común. Esto se debe al origen periodístico que han tenido muchos de nuestros escritos. Se trata, en principio, de textos de poca extensión (algunos ya pueden ser considerados breves ensayos), que al reunirse comprenden el trabajo ensayístico. Y esto es algo que está muy bien, porque conviene recordar aquí que, etimológicamente, la palabra artículo viene del griego articŭlus, que significa “articulación”, “parte”.  Yo a esto lo he hecho en El cuento fantástico en el Río de la Plata (2015); en Las otras realidades de la ficción (2016); en El cuento latinoamericano en el siglo XX (2016); en Cadencias que el aire dilata en la sombra (2018); en Palabra en el tiempo (2019); y en mi más reciente publicación, en Algo así como un misterio (2020). No podríamos decir que todos los libros ensayísticos de Meléndez siguen esta misma técnica estructural, pero sí que está presente, dentro de sus casi cincuenta obras, en libros tan lejanos en el tiempo como, por ejemplo, La erosión y los tejados (1987) y Signar el presente (1989); en libros más o menos cercanos como es el caso de Lucio Pabón (2004), y también en obras de reciente factura, como son De Comala a Macondo (2018) y El solar de la cocota (2020).

Dentro de lo ensayístico, lo de Meléndez siempre ha estado más vinculado a la crónica (no es el caso de este libro) y mi trabajo se inscribe dentro de la crítica literaria textual, más específicamente, en el análisis literario. 

Hay un elemento que me resulta importante resaltar, por significativo, un pensamiento de Meléndez, expresado en el prólogo de mi citado libro, y reiterado en la presente obra: sostiene el historiador nortesantandereano que, el ensayista debe tener, casi necesariamente, una experiencia literaria previa (como escritor y como lector) antes de incursionar en el género. En Palabra en el tiempo, al referirse a don Miguel de Unamuno, a Azorín, y a Antonio Machado, se encarga de resaltar que estos tres autores ya tenían muchas lecturas realizadas cuando llegaron a la palestra pública. Y de forma mucho más específica, sostiene en la introducción a esta obra que:

El ensayo como tal, es una especie de epílogo a la dedicación de toda una vida o gran parte de ella, al estudio de fuentes bibliográficas y o documentales, donde el tratamiento exhaustivo, ha permitido consolidar unas bases para la expresión libre y desinteresada de muchas conclusiones. Por lo general, el ensayista se encuentra en una etapa de la vida en que su saber ha madurado lo suficiente como para atreverse a participar de la discusión.

Creo que este es un análisis muy válido que hace Meléndez, y que en verdad puede ser aplicable a muchos autores, porque es un razonamiento que va acompañado por la lógica. Pero también creo que Meléndez, al decir estas palabras, está pensando fundamentalmente en él, en su trasegar como escritor. Es un autor consciente de que se encuentra en un momento maduro de su vida intelectual, lo que le genera equilibrio y, si se quiere, hasta cierta autoridad para opinar con seguridad y solvencia. De todas maneras, yo no creo que esto deba ser un imperativo categórico para todos los ensayistas, de hecho, para mí no lo ha sido. Cuando yo publiqué en el 2015 El cuento fantástico en el Río de la Plata, apenas tenía publicado el poemario Poesía de los pájaros pintados (2013) y Curso general de lectoescritura y corrección de estilo (2014), de manera que, al menos en mi caso, el género ensayístico ha crecido con mi carrera como escritor, y no ha venido a ser el epílogo de nada.  

Jorge Meléndez Sánchez ha sido un juicioso investigador, un estudioso de los diferentes momentos históricos de la vida colombiana del siglo XX, entre ellos, los que coinciden con las etapas vitales de Gabriel García Márquez, los de sus años de estudiante, los de sus años de periodista y, finalmente, los años que corresponden a la época del gran escritor de fama internacional. Mucho he recordado leyendo el libro de Meléndez, sobre todo cuando se refiere a la época de estudiante de García Márquez, la obra Vivir para contarla, esa autobiografía, lamentablemente inconclusa, publicada por el Premio Nobel colombiano en el año 2002. Y la he recordado, fundamentalmente, porque de ella me serví hace poco, para escribir sobre el poeta boyacense Carlos Martín.

Es conocida la importancia que tuvo Martín en la consolidación de la vocación de Gabriel García Márquez. De manera que no pude dejar de recordar lo que el cataquero más conocido de todos los tiempos cuenta en su autobiografía sobre el poeta piedracielista. Refiere que en el año 1944, Martín ingresó como rector del Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá, donde aquel estudiaba. El tono confesional, claro y ameno de las memorias garciamarquianas, llevó a que me hiciera una imagen bastante clara del poeta, que más que poeta, al decir de García Márquez, parecía un abogado por su formalidad en el vestir. Imaginé caminando a Carlos Martín, con su bigote esmeradísimamente recortado y su frente despejada, por los pasillos de aquella institución. Contagiando a esos muchachos llenos de sueños literarios, recomendándoles la lectura de Flaubert, de Dumas, de Thomas Mann. Hablándoles, entre otros muchos temas, de los modernistas americanos y de la importancia de la figura de Rubén Darío para la poesía de nuestro continente y de nuestra lengua.

Lo cierto es que, más allá de su importantísima obra, con su ejemplo, Carlos Martín posibilitó que aquel muchachito flaco y desalineado, que luego llegaría a la cumbre de la literatura mundial, escribiera su primer reportaje y publicara su primera creación literaria con el seudónimo de Javier Garcés, un poema titulado “Canción”.

He recordado también, leyendo La construcción de Macondo, esa sección de la obra escrita por Jorge Meléndez Sánchez (que hubiera dado título al libro, si no fuera por la gentileza que ha tenido el autor de acoger mis textos en un mismo volumen), la lectura de los Textos costeños de Gabriel García Márquez, esa obra casi monumental que publicó en seis volúmenes, en Colombia, Editorial La Oveja Negra, entre mayo de 1983 y enero de 1984. Una obra que abarca la producción periodística completa de Gabriel García Márquez entre los 21 y 33 años, ya que los textos van desde mayo de 1948 hasta el mismo mes del año 1960. Se trata de una etapa fundamental en la formación del gran escritor, donde encontramos los artículos de “El Universal” de Cartagena; de “El Heraldo” de Barranquilla” y de “El Espectador” de Bogotá. Meléndez refiere algo que es muy cierto: en esos textos periodísticos ya se anuncia una disposición extraordinaria para la escritura. Y yo me permito decir algo más, esa fue la gran etapa formativa, no solo periodística, sino también literaria de ese hombre que habría de llegar a la cumbre de la literatura mundial. Él mismo estaba convencido de eso, y así se desprende de unas palabras que pronunció el 7 de octubre de 1996 en Los Ángeles, California, en una asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa:

A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo, y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.

Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran. 

El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años -siendo el peor estudiante de derecho- empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso. 

Este recorrido histórico y geográfico que busca encontrar los cimientos sobre los que descansó Macondo y gran parte del realismo mágico garciamarquiano, esta contextualización de la vida del escritor dentro del momento histórico, político y cultural que le tocó vivir, está orientada, nos dice Jorge Meléndez, a un futuro estudio, exclusivo, de Cien años de soledad. En lo personal será un gran placer leerlo, sobre todo porque Meléndez se referirá allí, según nos adelanta en esta obra, a Macondo, no a los Macondos.

Yo de inmediato pensé en todos los Macondos que he podido conocer, primero en los de mi imaginación, y luego, en ese Macondo que es una transfiguración literaria del municipio de Aracataca, con su estación de tren, su fábrica de hielo, su calle de los turcos, ese mismo que tuve la fortuna de recorrer junto a un anfitrión de lujo, Rafael Darío Jiménez, uno de los hombres que más conoce sobre Gabriel García Márquez. Pero sé que Aracataca no es el único Macondo, no podemos olvidar la importancia que tuvieron las aguas sucreñas en el imaginario cultural del nobel colombiano, y allí está Isidro Álvarez Jaraba, otro especialista en el tema, para decírnoslo en ese magnífico libro titulado El país de las aguas

Al comenzar este prólogo dije que no solo haría referencia a la obra de Meléndez sino que también diría algo de mi propia obra, y así lo he hecho. Luego dije que Jorge Meléndez suele nutrirse de aspectos que tienen que ver con su propia vida, y que esto era algo que no estaba presente dentro de mi trabajo ensayístico. Bien, en esta ocasión sí lo haré. Hablaré de un aspecto de mi vida, porque la figura de Gabriel García Márquez y, fundamentalmente, la obra Cien años de soledad, han tenido mucha importancia en mis decisiones existenciales. La obra más popular de la literatura latinoamericana del siglo XX, fue uno de los primeros libros que recibí de parte de mi bisabuela, un libro que, sin saberlo, marcaría mi pasión por las letras.

Así como Jorge Meléndez nos cuenta en el artículo del libro “La alegría de leer”, que tuvo el privilegio de tener una madre docente, lo que le facilitó, en principio, el acercamiento a la lectura, y luego, la pasión por los libros, yo les contaré, brevemente, cómo fue mi caso.

A la edad en que uno va abandonando la niñez y va entrando en la adolescencia yo comencé a leer ávidamente. No es algo muy común en los individuos verse seducidos por la lectura en esa etapa de la vida, pero en el caso mío fue así. En mi familia no hubo escritores, pero sí lectores y artistas. Antes de convertirme en lector y por supuesto en escritor, los libros ya me inquietaban. Mi bisabuela paterna, Ester Larrea, fue una gran lectora. Siendo niño, yo la veía leer, comprar libros, intercambiarlos con sus amigas, y me imaginaba que efectivamente algo atrapante tenía que haber en esas páginas para que formaran una parte tan importante de su vida. Ella fue la que me indujo a la lectura cuando yo ya comenzaba a abandonar el terreno de la niñez, primero con su ejemplo y luego con gran cantidad de préstamos y regalos literarios. Pero antes de convertirme en escritor, o al menos antes de pretender una finalidad estética o artística con la palabra, no solo estuvo presente en mi vida la lectura, sino que también disfruté de la literatura a partir de la oralidad. Mi abuelo materno, Jorge Eusebio Pujolar, en su juventud fue murguista. Las letras de murga, que recordaba y me cantaba mi abuelo, fueron quizá el primer acercamiento que tuve al lenguaje con una finalidad artística. De manera que cuando me acerco a la literatura escrita, cuando comienzo a leer los libros de mi abuela, empiezo a reconocer en los textos ese tratamiento diferencial, no cotidiano, estético, que se le daba a la palabra en las canciones que me cantaba mi abuelo. Y así fue, si bien es cierto que en la escuela uno conoce una gran cantidad de autores, sobre todo uruguayos, mi entrada de lleno al mundo literario se dio a través de la lectura de los libros de mi bisabuela. En esa época, con poco más de doce años, entre otros libros, leí Cien años de soledad, y de ahí en adelante, la pasión por la literatura no me abandonó.

Muy bien, queridos lectores, después de esta intervención a través de la palabra escrita, intervención que, entre otras cosas, ya comienza a hacerse un poco extensa, me retiraré para dejarlos finalmente con la obra. Nada repetiré del contenido del libro, sería inútil, sirva lo dicho hasta aquí para que ustedes se hayan hecho una idea de lo que se van a encontrar en las siguientes páginas. Claro que, pudiendo pecar de extenso, creo que he sido insuficiente; nada les dije de los aspectos de la vida colombiana, del momento histórico en que se formó el nobel, no hablé de las posibles influencias tanto políticas como literarias que puede haber tenido, no me referí al bogotazo, ni a Faulkner, ni a muchas otras cosas de la obra, pero bueno, tranquilos, ya me retiro, para que puedan leerlas directamente de la pluma de mi amigo, el historiador Jorge Meléndez Sánchez.

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