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FUEGO DIVINO SOBRE FRANCIA

 Publicado: 02/11/2022

“Athena”: la furia individual es también social


Por Andrés Vartabedian


Idir ha muerto; se desatará el infierno.

Solo tenía 13 años. Un grupo de agentes policiales parecen ser los responsables; es la primera información. No está claro; hay quienes dicen que fueron militantes de ultraderecha. ¿Importará la diferencia? En muchos casos, suelen actuar de la misma manera. Idir provenía de una familia argelina y musulmana. Uno de sus hermanos liderará la revuelta que estallará en el barrio periférico que habitaba: Athena. Todo será fuego y caos, de principio a fin. Será, este sí, real y literalmente, “un estallido de violencia” -como suelen rezar ciertos titulares de prensa-.

Romain Gavras (París, 1981) nos sumergirá en la acción desde el mismo comienzo del filme. Será intenso, frenético, duro, avasallante. La casi ausencia de pausa será especular a la casi ausencia de reflexión en sus personajes. La que logrará trasladar a su espectador, tan inmerso en, y tan aturdido por, la violencia desencadenada que, quizá, únicamente al finalizar el relato encontrará el tiempo necesario para pensar detenidamente sobre los acontecimientos, su desarrollo y sus consecuencias. Posiblemente, será en ese momento, y solo en ese momento, luego de la última exhalación nerviosa, luego de salir del shock al que fuimos sometidos, y de que la adrenalina vuelva a tomar su cauce habitual, que podamos ahondar en los hechos, su origen, su devenir, su desenlace. También, quizá, si recobramos el valor perdido a manos de la desesperanza, podamos analizar cuántos Athena quedan por estallar, cuántos de ellos habitamos, cuántos de ellos aún faltan por nacer.

Athena es el barrio, pero asimismo es Atenea, la diosa griega de la guerra, la sabiduría y las artes (Minerva, en la mitología romana), por lo que el espíritu y el sentido trágicos de esta historia están dados desde el título mismo del filme. Atenea también importa la inteligencia, la estrategia en el combate, la victoria. ¡Vaya si todo ello contará en este lugar transformado ahora en zona de guerra! Del mismo modo, es la diosa de la fuerza, el valor, la protección, la diosa de los héroes (¡ay de quienes parecen blandir esas pretensiones!)… La diosa de la ciudad-estado, símbolo, tal vez, del barrio-estado en el que parece pretender transformarse Athena hasta hallar a los responsables del asesinato de Idir, hartos ya del racismo, la desigualdad y la vulneración constante de derechos que sufren allí estos hijos de inmigrantes. “Barrios sin ley”, dice el prejuicio, “gobernados por camellos o integristas”. Los cientos de personas autoevacuadas, o evacuadas por los propios jóvenes que inician la revuelta, están allí para demostrar la falacia del argumento. Como es habitual, queda demostrado que el prejuicio es el hijo primogénito de la ignorancia. El “ellos” y “nosotros” constante en el que vivimos, comporta el sino del “ellos” contra “nosotros”. Sin embargo, esta fuerza que obra irresistible e irremisiblemente sobre dioses, hombres y sucesos, hace mucho tiempo que ha dejado de ser desconocida. Tal vez ya sea hora de que lo asumamos, dejando de atribuir a la fatalidad lo que es obra de los hombres.

Athena es fuego. Y el foco ígneo del que seremos laderos durante todo el relato se origina en la misma comisaría en la que uno de los hermanos de Idir confirma su muerte en conferencia de prensa. Abdel (Dali Benssalah) es militar y, desde su dolor, asegura que se atrapará a los culpables y pide calma. Karim (Sami Slimane), otro de sus hermanos, no la tiene y destruirá la que hubiera en cuestión de segundos. La bomba molotov que lanzará en ese mismo momento no solo hará estallar el recinto -al que saquearán-, sino también comenzará el incendio de la ciudad y de toda Francia. Otros como él, asimismo tratados como el otro, se sumarán a las protestas y vandalizarán todo a su paso. El impulso mediático para ello es fundamental y Karim lo sabe. Las imágenes serán un reguero de pólvora más. La inmediatez de sus réplicas y repercusiones forman parte de su estrategia. Romain Gavras tiene algo para decir en torno a ello.

Karim, al igual que Gavras -o viceversa-, demuestran saber que la violencia como espectáculo puede rendir sus frutos. Quizá por ello los sublevados, mientras el caos parece estar bajo control -contradicción aparente que ambos demuestran que no es tal-, no utilizan armas de fuego mortales, sino palos, fuegos artificiales, bengalas… Hay más ruido y color que daño físico concreto. Sin embargo, la idea de miedo logra instalarse, incluso entre las fuerzas policiales. “Hablan permanentemente de inseguridad, mostrémosles lo que es la inseguridad”, sostiene Karim en cierto momento. Mientras tanto, Gavras la instala en nosotros. Lo hace a través de una sucesión de planos-secuencia efectivos y efectistas -el inicial, de unos 11 minutos, es francamente memorable- que transforman la violencia en una coreografía envolvente cargada de belleza; juega con nosotros regodeándose en el artificio y su mostración, tornándose teatral y operístico, casi sin pretensión de engaño. Por momentos, puede resultar dual, ambivalente; hay quienes lo han condenado por ello. Por momentos, el énfasis en el espectáculo del enfrentamiento puede ir en detrimento de cierta robustez dramática. De todos modos, y pese a quien le pese, el ritmo con el que Gavras maneja la acción, el pulso con el que sostiene su relato, la tensión que logra imponer, son realmente para señalar y admirar, logrando recordarnos, a su vez, y por si fuera poco, que la violencia y los miedos que habitamos son atávicos.

La violencia no es virtual ni a distancia. Como en el pasado, es estrictamente física y se da cara a cara. La toma de Athena por parte de la Policía se asemejará mucho a la toma de un castillo medieval por parte de las fuerzas sitiadoras. El barrio ha sido cerrado cual fortaleza y habrá que tomarlo por asalto; habrá que sortear barricadas cual fosos, habrá que utilizar escaleras para trepar sus muros, habrá que luchar cuerpo a cuerpo contra los guardias apostados en las alturas. Escudos, palos, bolas de fuego, formaciones de defensa y protección... todo asume una impronta medieval. ¡Si hasta un caballo aparecerá en escena! El descontrol ha llegado a tal punto que, en ese momento, la realidad se carga de tintes oníricos, con visos surrealistas. Otro de los hermanos de Idir, este sí un narcotraficante, intenta salvar su mercancía excavando dentro mismo de alguno de los edificios de viviendas del barrio tomado por los indignados y del que no ha podido salir. El destino trágico llevará a los hermanos a enfrentarse entre sí. El fuego lo tomará todo.

Athena arde. Mientras tanto, entre los jóvenes sublevados, hay quienes parecen jugar, hay quienes pretenden honestamente la heroicidad, hay quienes se sienten humillados y estallan, hay quienes odian visceralmente, hay quienes solo se dejan arrastrar… hay quienes actúan como suicidas. La vida misma. Y en todo ello, la furia individual se mezclará con la colectiva. El hecho concreto desencadenante será solo un catalizador de demandas ya históricas. Esa rabia individual no deja de responder a cuestiones sociales de fondo y la acumulación histórica de frustración, bronca y dolor surgirá como erupción volcánica que arrastrará todo a su paso. Será casi incontrolable. El desconcierto nos ganará, y el ruido será tan ensordecedor que nadie podrá escuchar a nadie. La locura parecerá triunfar. En el camino, desde la banda sonora, un coro, remedo del presente en las antiguas tragedias griegas, semejará comentar los acontecimientos.

Y habrá un final. Pero también el filme tendrá un epílogo quizá innecesario. Podría discutirse.

Athena presenta una dimensión apocalíptica sobrecogedora. Su resolución no resulta demasiado alentadora. Nuestras esperanzas, más que nuestras expectativas, deberán basarse en que ese fuego que nos acompaña de principio a fin, no sea solo el de la destrucción y la purificación (término complicado, este), sino, y fundamentalmente, en que su luz sea la de la iluminación creadora, forjadora de algo nuevo y mejor. Para ello, el arte continúa siendo indispensable.

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