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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 66 (MARZO DE 2014). EL MIEDO A LA VIOLENCIA Y LA MORAL DE LA CONVIVENCIA

 Publicado: 02/11/2022

Ética de la convivencia: cuestión política


Por Nelson Villarreal Durán


Vo´ a tener que ponerme un casco e fútbol
Hasta pa´ salir a comprar en el mall
Un casco e fútbol pa´ salvar el melón
No disparen, mejol vamo a hacer el amol

Calle 13 – La Ley de Gravedad

 

Cada sociedad y cada período histórico enmarcan la violencia dentro de determinadas normas éticas.
La violencia tiene su lugar dentro de un marco en donde existe un equilibrio entre el derecho y su opuesto el deber. Entre lo que se considera agresión y lo que no. Entre los deseos del “yo” y los derechos del “prójimo” que significa el respeto por sus deseos.

Perico Pérez Aguirre, S. J. (militante por los derechos humanos en Uruguay, fallecido)

 

Hoy la violencia es un espectáculo mediático que se consume como otro alimento chatarra más. ¿Cuáles son los móviles que dinamizan lo que identificamos como violencia? Hay nuevos actores que cambian la correlación de hace apenas una década. “La violencia engendra violencia, como se sabe; pero también engendra ganancias para la industria de la violencia, que la vende como espectáculo y la convierte en objeto de consumo”. Quizás sea la mejor forma de visualizar la subjetividad y objetividad que se ha ido construyendo, como lo plantea Eduardo Galeano en la frase citada.

Canalizar y resignificar es responsabilidad, tanto de las políticas públicas como de los actores sociales, de las instituciones, del sistema político y las familias. Requiere acuerdos y pactos a varios niveles, tomando en cuenta la fragmentación y desafiliación social que se agudiza en contraposición a los esfuerzos de integración y protección social para superar desigualdades, una de las fuentes de la violencia.

Escuchamos las acusaciones de la oposición, de lo fácil que es resolver la violencia. ¡Impresiona! Y el gobierno ha hablado de la necesaria consolidación de políticas e instrumentos de prevención, disuasión y represión, lo que implica hacerse cargo de factores negativos y positivos de una sociedad a la que le cuesta asumir los cambios, para bien y para mal. A la vez que se han ido modificando los imaginarios de cómo se relacionan las causas y consecuencias generadas durante décadas y cuáles son los fenómenos nuevos que trastocan todo análisis tradicional para la izquierda uruguaya en el tema violencia.

Si “nada de lo humano nos es ajeno”, la violencia tampoco. ¿La violencia está en nosotros? El problema es ¿desde dónde? Entre el falso dilema de reforzarla, porque "es naturaleza" que se percibe en los hechos violentos y los que la animan directa o indirectamente, hasta condenarla porque "es inmoral", inmovilizando la dinámica humana, desconociendo el conflicto como condición de la sociedad y las personas en su tensión de libertad.

Deberíamos pensar desde otro lugar y distinguir dimensiones que logren situar la violencia para transformarla y canalizarla. Si no, inevitablemente la idea del orden, el control y la dominación se transforman en el objetivo de la construcción social. Distinguir eso permitiría reencontrar la energía y el malestar que genera violencia, con la capacidad de vida, búsqueda de autonomía como autoafirmación y posicionamiento de acciones a favor de las personas y la sociedad, más que degradación, quiebre sin sentido y muertes a destiempo. Vidas perdidas en las familias, el tránsito, el fútbol y en y por la delincuencia, como describen cotidianamente los mass media.

Si no viéramos los hechos en su complejidad estaríamos aceptando que “hay gente buena y gente mala”. La derecha busca instalar su visión en toda esta agenda, haciendo dudar a la izquierda de que tiene un proyecto realmente integrador, equitativo e inclusivo. Pero, en realidad, la bondad y la maldad están en todos nosotros y somos parte por acción, omisión, complicidad o no aceptación de lo que sucede.

Si la naturaleza de la vida humana y su trascendencia, como sentido, supone desencadenar la energía que la moviliza, hay que lograr distinguir la violencia de la agresividad, como decía el jesuita Luis “Perico” Pérez Aguirre, para no matar la pasión humana. Agresividad que no solo es autonomía creativa de una persona, sino de un grupo en la sociedad, de la sociedad misma como comunidad. Opuesto a la idea de profundizar el control, la represión y un gran hermano que tutorea los impulsos vitales, pasiones y deseos que animan la vida. Sin embargo, reivindicar una confianza en las posibilidades humanas para la convivencia no debe obviar que hay actores que se valen de ello para hacer lo contrario. Pero en una sociedad democrática y desde una visión política que pretende sociedades mejores, la tensión debe asumirse jerarquizando la confianza en la ciudadanía, devolviendo corresponsabilidad, poniendo los límites claros a quienes manipulan en todos los niveles la agresividad humana transformándola en violencia implícita o explícita. Es tan humana la convivencia como la violencia; podemos construir culturalmente y valorar lo que nos humaniza o deshumaniza, la convivencia donde se negocian y canalizan los conflictos o, por el contrario, la degradación de los vínculos a través de la violencia.

Somos parte de los primates superiores, y nuestros primos hermanos, los chimpancés, resuelven los conflictos por la violencia, mientras que los bonobos lo hacen por el sexo. Junto a ambas características, el animal humano ha desarrollado subjetividad y espiritualidad que busca religar con el universo el sentido y el valor. Como animales culturales no estamos determinados, sino condicionados, y podemos, por la estructura de lenguaje compleja, significar y re-significar la existencia. Podemos apelar a la violencia o a la eroticidad, como a la espiritualidad o la cultura, pero en todo se reclama hacerlo políticamente para constituirlo como valor de convivencia social.

El impulso vital en el animal humano es a la vez erótico, espiritual y político: requiere de la cultura y la educación para lograr dar sentido a la existencia. Si no, se degrada, y la violencia es una expresión de ello. A diferencia de los demás animales podemos deshumanizarnos, perder el valor de construirnos con los otros.

El reconocimiento de los otros implica no la asimilación a lo mismo que es uno, sino la legitimación de lo diferente y distinto que es a la vez interpelación, conflicto, contradicción, competencia y encuentro que desafía sostener la propia autoafirmación sin la necesidad de eliminar al otro para poder ser uno mismo. “La violencia es el último recurso del incompetente”, dirá Isaac Asimov, y así debería asumirlo la sociedad, y no como la ley del más fuerte. La incompetencia no es solo de cada uno, sino la que se produce sobre los otros. La ausencia efectiva de mecanismos integradores en la sociedad uruguaya durante las últimas décadas del siglo XX terminaron en la peor crisis socio-económico-cultural del Uruguay en 2001-2002. La no comprensión de las mutaciones y cambios de la vida privada, de la reformulación de roles de género e identidades, sobre todo de desvalorización de la cultura, la política y la subjetividad en todo su espectro, muestran su resultado, que se visualiza como desconocido por “los integrados”.

En los dos últimos gobiernos que ha llevado adelante el Frente Amplio (FA) se asumió primero el deterioro, se diseñaron y comenzaron a aplicar políticas que revirtieran lo que impedía seguir integrando a la sociedad; pero a veces nos olvidamos de que la sociedad es el verdadero actor de cambio, no solo para bien, como tampoco lo es el Estado, el mercado o las familias, por lo que se requiere asumir la demanda ciudadana en forma crítica para aportar a cambios que permitan seguir integrando para vivir juntos.

Estigmatizar todo conflicto o agresividad humana como violencia es la forma más efectiva de provocarla, desconocer los límites de la convivencia y hacer que el valor del otro sea la expresión de la degradación social. En tal sentido, la filósofa alemana Hannah Arendt formula una distinción entre poder y violencia, entre poder y autoridad, que convendría retomar. Porque la violencia es a la vez destructora de la condición humana y de la política.

Como animal político, el ser humano, en su acción, debe reflexionar la violencia para transformarla. La violencia surge en el vaciamiento del poder y la autoridad, en la ausencia del poder como autonomía del hacer como actor responsable y la autoridad como reconocimiento entre sujetos, actores, personas, grupos, etcétera.

Dice Hannah Arendt: “El poder y la violencia son opuestos; donde uno gobierna absolutamente, el otro está ausente”. El poder es la posibilidad de actuar unos con otros; la violencia es la destrucción de esa posibilidad. La autoridad es el reconocimiento que tienen mutuamente los actores, destruido en nuestra sociedad por la dictadura y la ceguera de no aceptar que la cultura muta por decisión, omisión o acción propia o de terceros.

Se ha afirmado en la sociedad uruguaya la tendencia a dar centralidad a la protección; de garantizar la propiedad por encima de todo derecho, presionando a que se ejerza violencia abusiva para agudizar la pretensión censitaria destructora del ser social. Por otro lado, emerge en la participación social un neoanarquismo que enfrentando la violencia represiva instala un espontaneísmo que no deviene en autogestión social o cambio de formas de convivencia; solo destruye autoridad social.

Recomponer el poder y la autoridad pasa por repensar la acción humana desde una ética política de construcción de la convivencia y no desde la represión y el orden como se plantea por la derecha, o por una moral de valores abstractos como se concibe atemporalmente desde algunos sectores de la izquierda social. El ejercicio del gobernar muestra para el FA que la disputa política sobre cómo construir poder público aún no logra reducir la violencia que se genera en la legitimad de instalar la autoridad, necesaria para la convivencia, como reconocimiento y acto y norma de justicia.

Lograr que la agresividad se transforme en autoafirmación positiva de todos y de cada uno requiere asumir la condición de parte de una comunidad no homogénea; reconocer al otro diferente, diverso y contrario como posibilidad de sentido de la propia existencia. Autoridad como reconocimiento del varón a la mujer y a la inversa, de los hijos a los padres y a la inversa, de los maestros a los alumnos y a la inversa, de la policía a la ciudadanía y a la inversa, del Estado a los ciudadanos y a la inversa, de las empresas a los trabajadores y a la inversa.

La moral podemos considerarla como los valores establecidos, sea negación del conflicto o afirmación de violencia. La ética es acción práctica que construye dialógica y críticamente convivencia en conflicto, que adquiere un nuevo estatuto moral por las instituciones y las costumbres. Se instaura otra forma de vivir que da sentido de reciprocidad en la sociedad; no en el pasado, sino en el presente.

El humanismo que se reclama para superar la violencia requiere el compromiso con una ética activa que no renuncia al conflicto de la vida, a la vez que fortalezca desencadenar las capacidades de la gente, clarificando sin renunciamiento las reglas de juego democrático, apuntando siempre a incluir en una sociedad más autónoma, responsable, justa y libre, con las consecuencias que ello implica.

Una ética de la convivencia requiere que todos nos transformemos en educadores-educandos, actores de un “con los otros social y político”, que resignifique muchas prácticas familiares, sociales, deportivas, de transportarnos, comerciales, comunicacionales, organizacionales y políticas. Si no, el miedo a la violencia será superior a la moral de la convivencia. En última instancia, la ética es a la vez una cuestión antropológica y política de la que no podemos desentendernos si queremos seguir transformando la realidad para mejorarla.

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