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CON UNA PEQUEÑA AYUDA DE MIS AMIGOS

 Publicado: 02/11/2022

A propósito de “La batalla ilustrada contra la prepotencia del poder”


Por Néstor Casanova Berna


En una cultura en la que se miente regularmente, no se pretende saber solo la verdad, sino también la verdad desnuda. Allí donde no puede ser lo que no debe ser, tiene que aducirse qué apariencia tienen los hechos «desnudos» independientemente de lo que la moral diga a tal respecto. En cierto modo, «dominar» y «mentir» son sinónimos. La verdad del dominador y la verdad del criado tienen formulaciones distintas.[1]

 

En este caso, no se trata de reproponer una utopía ácrata, sino de reavivar la memoria del proyecto ilustrado de fines del Siglo de las Luces, algo ajado por los desengaños de la historia. Lo que hay que saber -y recordar- es que, por aquel entonces, se proponía respetar la dignidad de la condición humana toda vez que se nos reconociera a las personas la obligación ética de constituir siempre fines en sí mismos, con lo que nos liberaríamos por fin de la mera condición de medios. Esto quiere decir, concretamente, que no nos reconocemos más que obedientes a nuestro humano ejercicio de la razón y ya no dóciles acémilas del poder político, económico o religioso. No seremos, entonces, domesticadas cabalgaduras, sino racionales semovientes. De estas consideraciones emerge el principio, entonces revolucionario, de la libertad entendida como autonomía.

Estas consideraciones conducen a entender que, en nuestra dignidad de seres humanos autónomos, las personas somos iguales en esta condición. Con esto se cuestiona a fondo la estratificación diferencial entre poderosos y dominados, entre jinetes y cabalgaduras, entre fines y medios. La constatación presuntamente realista que se resigna a la evidencia de que en toda época histórica de la que se tenga memoria ha habido una oposición operativa de los unos pocos sobre los más, no es más que un ejercicio de cinismo conformista que solo sirve al relato hegemónico de los poderosos, aunque también hace carne aún en algunas personas que, sin detentar ninguna cuota apreciable de poder, pueden creer cándidamente que el rol de subalternos apenas si les toca a quienes están por debajo suyo en la estratificación social. La cruda realidad es que, en la actualidad, la desigualdad social se hace cada vez más pronunciada y los verdaderos detentadores del poder efectivo político, social, económico e ideológico son cada vez menos. Lo que sí es cierto, es que por el camino que vamos cada vez seremos más desiguales en conjunto y más igualados entre los subalternos, como meras cabalgaduras funcionales al statu quo.

La convergencia de los principios de autonomía e igualdad conducen, en el razonamiento ilustrado, a una necesaria síntesis en un tercer principio, que es el de la fraternidad o solidaridad entre los miembros de la especie humana. Por supuesto, si no son defendidas activamente en la vida social y política y pueden aparecer como solemnes ideologías, si no se defienden militantemente en todos los órdenes de la realidad histórica, estas son apenas ideas. En términos más prolijos, se trata de la autoproducción de una subjetividad no sujetada a otra cosa que al ejercicio de la razón crítica argumentada y revisable. Así las cosas, el sujeto ilustrado debe conferirse a sí mismo y a sus semejantes los beneficios y obligaciones de la liberación, de la igualación y la “solidarización” sociales.

La erosión histórica de los principios

Lo cierto es que, apenas enunciados y difundidos en la conciencia social vuelta práctica revolucionaria, los principios de libertad, igualdad y solidaridad fuero objeto de un meticuloso proceso de erosión por parte del poder emergente y de sus intereses de clase. Cabe considerar cómo hemos llegado a la insignificancia del principio de solidaridad, toda vez que los sectores medios comienzan por considerar con desconfianza y reparos a los sectores populares. Así, se debilitan los gestos y las conciencias solidarias con los trabajadores asalariados, con los pobres, con las adolescentes madres solteras, arrojando a estos sectores sociales a la marginación y al debilitamiento de su tratamiento humano, en beneficio de la instrumentación explotadora del empleo y los infamantes estigmas de la filantropía mezquina y clientelar.

A la erosión constante e históricamente agudizada del principio de solidaridad, le sigue, como corolario, el debilitamiento congruente de la idea de igualdad. A la igualdad genérica de los sujetos le sustituye la desigualación económica justificada falazmente por el taparrabos ideológico de la meritocracia: los nadies llegan a su condición de tales por su indolencia individual, por su poco apego a la calificación escolar y por su carencia, ¿genética, acaso?, de astucia emprendedora. Así es que llegamos a cuestionar, en el fondo, la propia igualdad genérica y no ha faltado quien llegue a afirmar que las expresiones civiles electorales deberían ponderarse de tal manera que el voto de un rico escolarizado valiese más que el de un pobre infracalificado.

Con los principios de solidaridad e igualdad reducidos a la inanidad, la idea de libertad como autonomía humana deja de ser una consigna de acción social revolucionaria para constituir la reivindicación falaz de un privilegio de unos pocos detentadores del poder, quienes consiguen un marco de manos libres para operar a su antojo en la dominación de las amplias mayorías sociales. No se puede contemplar bajeza semejante, el menoscabo del anhelo humano de liberación secuestrado en beneficio de los jinetes que consiguen domeñar, como cabalgaduras, al resto del contingente social. La libertad, idea resplandeciente, es prostituida por quienes se la apropian de modo privativo.

La verdad del jinete y la verdad de su cabalgadura

Con el actual descaecimiento de los principios ético-políticos principales, se advierte que se abre una contradicción insalvable y antagónica entre la verdad-representación de los jinetes del poder y la verdad velada apropiada por las cabalgaduras. Por una parte, se hace notar una mendaz representación de los hechos, propia de los poderosos, materializada en un saber-poder eficaz y aún operativo. Por otra, se constata una verdad desnuda, sangrante y sufriente, anhelante de autonomía, justicia social y solidaridad plena, escondida tras los velos equívocos de una ideología cínica que asegura el mantenimiento de las actuales relaciones sociales de dominación. En efecto, la verdad desnuda tarda en revelarse y lo hace únicamente con gran esfuerzo reflexivo: un esfuerzo combativo contra las mezquindades del sentido común hegemónico. Las cabalgaduras sociales siguen, pacientes y resignadas al gesto imperativo de los jinetes, convencidos solo a medias de que las cosas son como se presentan y que ya no es oportuno ni ilusionarse con un mundo Otro, con un mundo Posible, con un mundo Alternativo.

La verdad del jinete se funda tanto en la evidencia palmaria del ejercicio aún eficaz del poder, como en el relato persuasivo que hace de la situación imperante un destino inevitable. Pero el mero reconocimiento de la emergencia del relato en su propia calidad de representación es un indicio de superchería y de encubrimiento. Por esto, en la actualidad se morigera el uso de la represión abierta y brutal. Porque, en el presente contexto, si el poder levanta el talero, más que una demostración de fuerza, resulta una revelación desnuda de su prepotencia desvelada.

Por su parte, como corresponde a la parte dominada, las cabalgaduras sociales se apropian, al mismo tiempo, de una verdad manifiesta, despojada, revestida exteriormente con los mantos ideológicos que aseguran con firmeza su propia dominación. Así, la verdad desnuda de los dominados hace clara su condición de tales, mientras que los ropajes de una presunta conveniencia social general hacen aparecer la conciencia falsa de su inevitabilidad. Así, la verdad desnuda de la confrontación entre ricos y pobres se encubre bajo la falda de la falaz meritocracia, en donde a cada uno el mercado y la economía le asigna, con implacable justicia, los recursos que le corresponden a su aplicación y talento. Así, a la evidencia clara de una casta privilegiada de dirigentes empresariales, políticos y sociales, se la encubre con el férreo destino que reserva exclusivamente a los pocos mejores el ejercicio efectivo del poder.

El ejercicio de la razón propia y la abolición del deporte de la equitación prepotente del poder

El pecado original político, el comienzo opresor y sangrientamente violento de las dominaciones, solo puede superarse a través de una legitimación en el sentido expresado y puede purificarse cuando obtiene un amplio asentimiento. Si no se logra este, entonces el núcleo de fuerza de las prepotencias vuelve a aparecer abiertamente en la superficie. En forma legalizada, esto tiene lugar crónicamente en el ejercicio del poder penal que interviene cuando se ha roto el derecho de las prepotencias. El castigo es, consiguientemente, el talón de Aquiles de la legalidad de la fuerza. Quien observa cómo castigan las prepotencias experimenta, al mismo tiempo, algo sobre la naturaleza de estas y la propia, sobre su núcleo de violencia y sobre su posición ante la misma.[2]

Cómo luciría un mundo en que la equitación social fuera superada por el esclarecimiento liberador de los caballos, se preguntan mis amigos. He de admitir, con franca honradez, que me cuesta mucho elaborar hermosas imágenes de un mundo Otro. El frenesí de la ideología conservadora es hoy un huracán que se lleva todo puesto, hasta nuestras más considerables ilusiones de cambio. Salvo las que están mejor arraigadas.

Veamos qué es lo que acaso quede en pie en esta temporada de ciclones. El ejercicio de la razón comienza por replicar un tranquilo, aunque rotundo, no a los dictados del poder. Pero esta negación rotunda -y liberadora- debe provenir del examen autocrítico de la totalidad de nuestro actual asentimiento. En efecto, ¿conocemos a fondo la extensión efectiva de las condiciones subjetivas que construyen nuestra condición de dominados? Casi nada puede anticiparse salvo que, en el momento en que nos avivemos los dóciles, solo extinguiremos la equitación del poder a costa de un considerable esfuerzo autocrítico. Obtendremos la libertad que nos merecemos en función del esclarecimiento profundo de nuestra obligación ética al respecto.

Por otra parte, el ejercicio de una genuina dignidad en la reivindicación de la igualdad específica no resultaría de un muelle descansar en un Paraíso Recobrado, sino de un esforzado afán por reconocerse como igual, ya no al semejante estratificado por nivel de ingreso y cuantía de capital cultural, sino a las mayorías humildes y postergadas desde siempre. Hay un ejercicio de higiénica dignidad, novedoso en su contextura, que ya no consiste en la contemplación en el espejo ilusorio de la hidalguía caballeresca, sino en la identificación encarnada con la sal de la tierra, con la humanidad que se gana el pan con su trabajo.

En los días en que se aviven, por fin, las cabalgaduras sociales y se consiga la abolición de la equitación del poder, no será apenas la ocasión para que las primeras se relajen, aliviadas de su carga, sino para que se contraigan al riguroso compromiso de rescatar los últimos restos de humanidad recobrada para hacer honor a la solidaridad que tanto hace falta. El peso de los jinetes se sustituirá por la carga de la conciencia, esta que interrogará a fondo al sentido moral más íntimo acerca de si cada uno de nosotros se vuelve merecedor obligado de su autonomía, dignidad y solidaridad humanas. Si se piensa bien la cosa, en aquel entonces será ocasión ineludible para batallar, en el mismo fuero interno, contra la resignación.

El problema de la explotación toca más la psicología política que la economía política. La resignación es más fuerte que la revolución. Lo que se podría decir sobre los condenados de la tierra rusa no procede de Lenin, sino de la pluma de Flaubert: «La resignación es la peor de las virtudes».[3]

En los días en que se aviven, por fin, las cabalgaduras sociales y se consiga la abolición de la equitación del poder, a la falsa paz resignada le sustituirá una comezón espiritual que llevará, acaso, a las mayorías sociales a poblar plazas y parques, extáticas y exultantes con su recién estrenada libertad, con su recién estrenada dignidad en la igualdad. Y con su recién estrenado sentido de solidaridad social, que habrá de construirse desde sus más profundos cimientos. Quedará por ver cuál será la contextura y el aspecto de la mejor de las virtudes. Y crean, amigos, que es tan intrigante como hermoso soñar con esa nueva integridad desconocida.

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