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LA CUESTIÓN ES LA NOMINACIÓN, NOMBRAR.

 Publicado: 02/11/2022

Los nombres de la historia


Por Santiago Cardozo


¿Qué es un relato fundador? Yo diría que es aquel que anula justamente la diferencia entre relato y saber, la diferencia entre literatura y ciencia, la diferencia, se podría incluso decir, entre el acontecimiento y su verdad.

Jacques Rancière – Historia y relato

1.  El relato escolar, vivido muchas veces como un “cuentito” poco ameno en el que un viejito subversivo libera a la Banda Oriental del yugo extranjero, no hace más que solidificar el mito de Artigas y de la patria artiguista y, a la vez, arruinar cualquier complejidad de las cosas (este es uno de los principales efectos del mito). Así, el “cuentito” es una especie de paquete que se va heredando de generación escolar en generación escolar, hasta llegar al hartazgo de la propia repetición, y su residuo tóxico define la forma misma de una particular creencia en la “identidad nacional”, en una sustancia sanguínea cuyos glóbulos rojos y blancos tienen dibujada la cara de Artigas con su irrefutable nariz aguileña. Pese a que la formación en historia que se ofrece en Magisterio, según me consta, ha procurado, con insistencia, complejizar el pasado a fin de evitar la recaída en el mito artiguista, la institución escolar se afana en y, paralelamente, se ufana de multiplicar al infinito la “esencia” de nuestra patria, la que nos parió y nos vio nacer, a la que le debemos el legado artiguista, faro de la moral que nos guía por los oscuros pasillos de la historia. Artigas es, así, Genius: “Los latinos llamaban Genius al dios al cual todo hombre es confiado en tutela en el momento de su nacimiento. La etimología es transparente y se la puede observar todavía en nuestra lengua en la cercanía que hay entre genio y generar. […] A Genius es preciso condescender y abandonarse, a Genius debemos conceder todo aquello que nos pide, porque su exigencia es nuestra exigencia, su felicidad es nuestra felicidad” (Agamben, 2013, pp.7-9), aunque, claro está, “Si él parece identificarse con nosotros, es solo para revelarse súbitamente después como más que nosotros mismos” (Agamben, 2013, p. 9).

2. Es sabido que, como nos han contado los historiadores, el episodio de la retirada del Primer Sitio de Montevideo fue llamado, en su época, “la Redota”. De la misma manera, es sabido que, largo tiempo después, el historiador Clemente Fregeiro lo bautizó con el religioso nombre de “Éxodo del pueblo oriental”, cuyo éxito marcó la historia nacional, así como la tónica más tradicionalista de la enseñanza escolar de la Revolución Oriental, centrada notablemente en la figura de “nuestro padre” Artigas. Reforzada por la intoxicante presencia iconográfica de Artigas en las paredes de las aulas escolares uruguayas, en las dos variantes artísticas en que Artigas se ofrece a la vista de los niños de túnica y moña, la mitología del Éxodo es, en definitiva, un aplastamiento de la Redota como la metáfora del pasado “tal como fue”, una negación, cuando no una lisa y llana anulación, de ese evento nombrado de esa manera (la cuestión del nombre, de la nominación o de la designación no es para nada ociosa: ella presupone una particular operación de inteligibilidad de aquello que es nombrado/designado).  

Pese al notorio sentido bíblico del segundo nombre en cuestión, los manuales escolares de los últimos treinta años no recogen su dimensión religiosa y, cuando, muy marginalmente, lo hacen, todo se resuelve en apenas una anécdota o una nota que podríamos dejar pegada en el margen de un cuaderno o en la puerta de la heladera, al lado de las fotos familiares y de los dibujos del pequeño de cuatro años que está mostrando su vocación artística pintando mandalas o dibujando unos fosforitos para representar la constitución de su familia.

Ahora bien, “Éxodo del pueblo oriental” es o ha sido el “nombre oficial” con el que se conoce el hecho que designa, lo que deja ciertamente de lado a “la Redota”, aunque se reconozca que este sea el “nombre propio” empleado por los paisanos en 1811 y también el nombre que ha vuelto, muy posteriormente, por sus fueros, reclamando el lugar que le corresponde, el lugar del “nombre auténtico”, del original frente a la copia. En otras palabras, en tanto que “nombre oficial”, “Éxodo del pueblo oriental” pasó a ser el nombre propio de aquella épica retirada y, además, el propio nombre, puesto que ponía las cosas en su lugar: la épica y el drama eran aprehendidos por el propio nombre propio, que enmarcaba los hechos en el contexto de una hazaña bíblica (la del pueblo judío), construyendo, de esta manera, su carácter mítico y una memoria colectiva que revertiría en cierta forma de concebir la historia nacional y “nuestra identidad”, cuyos inicios se sitúan precisamente en el parto del Éxodo, esto es, en el hecho de que Artigas queda consagrado definitivamente como el “Padre nuestro Artigas” y el “Padre de la Patria”. Como dije en otros lugares, provenimos del “vientre paterno”, cuyo trabajo de parto es la instancia misma del Éxodo.

Así, la concepción y el nacimiento de la nación oriental (nuestra nación) surge como el resultado del divorcio de la Madre Patria: la separación definitiva de la metrópoli es, en este sentido, un acontecimiento que da a luz algo nuevo (el pueblo oriental como categoría política; el pueblo oriental como un infante que, sin embargo, nace ya hablando, ya autoproclamándose performativamente pueblo), cuyo destino comienza a leerse en términos de soberanía y autonomía respecto del poder foráneo (entonces, España y Buenos Aires). 

3. El aspecto más interesante del empleo de “Éxodo del pueblo” oriental en los manuales escolares que tuve oportunidad de estudiar (Consejo Nacional de Educación - Consejo de Educación Primaria, 1980; Schurmann Pacheco y Coolighan Sanguinetti, 1987; Traversoni, 1988; Consejo Directivo Central, 1993; Reyes Abadie, 1994; Luraschi, Méndez y Torterolo, 2000; Maggi y Borges, 2006; Míguez, Peña y Pereira, 2010; Artagaveytia y Barbero, 2012; Pera, 2016) es la “competencia” que entabla con “la Redota”. Este nombre, que es, como dije, en rigor, el nombre propio que se le puso al acontecimiento en cuestión en la época de su ocurrencia, parece estar en un segundo lugar, como si no fuera digno del hecho que designa, vale decir, como si este acontecimiento requiriera de un nombre de mayor jerarquía, de mayor factura literaria para dar cuenta de la magnitud de la emigración de los orientales una vez levantado el Primer Sitio de Montevideo (es preciso cantar la épica). La grandeza del hecho parece determinar la grandeza del nombre, aunque, ciertamente, es la grandeza del nombre la que produce la grandeza del hecho, su épica y su drama históricos.  

Entonces, por un lado, tenemos “la Redota”, nombre propio que bautiza al hecho que designa en los momentos de su acontecer, decíamos, para evitar, según ciertas ingenuas opiniones relativamente extendidas entre nosotros, hablar directamente de la derrota (el juego de una metátesis voluntaria, esto es, de un cambio de lugar de los sonidos de una palabra, no parece ser, sin embargo, una buena hipótesis para explicar el nombre presuntamente eufemístico; las metátesis ocurren accidentalmente y pueden estar influenciadas por cierta ausencia de contacto con la lengua escrita, es decir, con el mundo letrado); por otro lado, tenemos “Éxodo del pueblo oriental”, nombre propio que, más o menos setenta años después, desplaza a “la Redota” y asume su lugar, pero esta vez como un bautismo propiamente dicho: el bautismo religioso, el que lava el pecado original y da a luz a una entidad pura que comenzará a luchar por su propio destino y, además, un bautismo administrativo que, por medio de lo que refrenda y legaliza la escritura, hunde en el profundo pozo del pasado el indigno nombre oral, iletrado, “la Redota”. 

Veamos esto con más detenimiento, porque aquí se juegan la construcción y la consolidación de la Revolución Oriental como Año I de la historia oriental-uruguaya y como acontecimiento mítico, bello oxímoron que ilustra el movimiento consistente en introducir una lógica de necesidades allí donde hay una secuencia de contingencias (se trata de la sutura de un espacio vacío que liga las contingencias en cuestión). 

En los manuales escolares referidos, el auténtico bautismo religioso implicado en “Éxodo del pueblo oriental” parecería querer quedar anulado por completo o, al menos, al margen de la historia, puesto que apenas se hace mención a la naturaleza bíblica del nombre propio, inauténtico, proveniente del mundo letrado de la historia como disciplina y que viene, como dije, a reemplazar a “la Redota”, nombre auténtico, nacido de las entrañas del paisanaje, pero, desde luego, un paisanaje iletrado: la metátesis operada en “la Redota” puede haber sido el resultado, precisamente, de su condición de iletrado, del habla coloquial que, luego, fue interpretada a la luz de la naturaleza letrada del intérprete, y que, más tarde aun, ha querido recuperar “la Redota” como el nombre que da cuenta de la esencia y la pureza inocentes de aquel hecho inaugural, la espontaneidad del nombre como signo de la no dependencia de los niveles ya instituidos de la vida en sociedad. Esto no quiere decir, sin embargo, que los manuales escolares puedan controlar los efectos de sentido que se generan en virtud del reemplazo mencionado; por el contrario, el sentido es algo que no puede ser estabilizado, que ningún sujeto puede controlar como algo de su propiedad, emanado de sí (siempre se dice otra cosa de la que se quiere decir). En esta dirección, es justamente esta imposibilidad de controlar y estabilizar el sentido lo que permite comprender por qué la naturaleza religiosa del nombre “Éxodo del pueblo oriental” constituye el punto neurálgico para entender la forma en que dicho nombre produce el espacio interpretativo dentro del cual la propia historia oriental-uruguaya tiene que ser leída, esto es, la forma en que define una inteligibilidad específica de “lo oriental”, “lo uruguayo” o “lo oriental-uruguayo” (la orientalidad), dotando de espesor y unicidad algo que no es más que contingencias, cosas que suceden (por este mismo juego de sentidos, una nueva imposición tiene lugar: la bota eclesiástica extranjera que pisa la cabeza de los pobres y la bota eclesiástica en general que ha pisado la cabeza de los pobres). 

Este segundo bautismo, que parece funcionar como el bautismo primigenio que legitima la pureza del alma del pueblo oriental, es también el nombre de una épica ausente en “la Redota”, que carga con el sentido vulgar de la palabra de los paisanos (el vulgo): demasiado prosaica y cotidiana, demasiado oral incluso, “la Redota” no sirve para la construcción del mito, al menos en este primer movimiento de sustitución; más tarde, en cambio, será un elemento que robustezca al mito en tanto retorna como lo inadecuadamente simbolizado que reclama la autenticidad del nombre utilizado en la época para designar aquel iniciático acontecimiento que constituye nuestro Big Bang (“la Redota” sería el nombre fiel al paisanaje, que merece todo el mérito de la historia y toda la atención de la seria disciplina histórica). Especie de espectro maltratado por la historiografía tradicional, “la Redota” cobra sus cuentas y vuelve como el nombre verdadero, a efectos de mostrar la ilusión histórica sobre la que se apoya nuestra historia, sin advertir que parte del problema está en este posesivo.  

En efecto, el espacio ideológico producido por el pronombre “nuestra” abre la disputa de la constitución polémica de “lo nacional” como algo nacido del vulgo que dijo “la Redota” o de la historiografía académica (el mundo letrado) que bautizó el acontecimiento en cuestión “Éxodo del pueblo oriental”. No se trata, pues, de un simple juego de sustituciones, del cambio de un nombre por otro, sino, como se dijo, de una negación: “Éxodo del pueblo oriental” niega a “la Redota” y, en esta negación, construye la consistencia y la continuidad que precisa todo pasado para aparecer como “historia nacional”, esto es, como algo de lo que deriva una “identidad colectiva” (eventualmente, “la Redota” puede interpretarse como el nombre que procura resquebrajar el cemento de la identidad edificada sobre el Éxodo, aunque, al final del camino, se llegue al mismo punto: la producción del mito, quizás en un sentido profanatorio). Así pues, el retorno del nombre auténtico como el reclamo de una “verdad histórica” más o menos pisada por el mundo letrado de la historiografía nacional parece querer desenterrar el “espíritu” de nuestra nación, la esencia que recorre las venas de la orientalidad. 

En síntesis, la relación entre “la Redota” y “Éxodo del pueblo oriental” es litigiosa, en cuya resolución se juega el fenómeno de la interpelación ideológica a partir de la cual nos reconocemos como sujetos, es decir, asumimos ciertas posiciones en la estructura social como sujetos históricos, políticos, culturales, etcétera, en un “devenir identitario” que le proporciona cierta consistencia y coherencia al pasado como sentido, vale decir, a la dimensión imaginaria (fantasmática) de eso que denominamos pasado, al semblante oriental-uruguayo. 

4. El significado y, antes, la nominación, tal como lo muestra el diccionario, parecerían agotarse en la positividad de las definiciones, de las diversas acepciones que se presentan y ordenan de cierta manera, definiciones que no exhiben la negatividad que las daña: ninguna acepción de diccionario contiene el signo “no”. De forma paralela, las acepciones proporcionadas por el diccionario tienen un cierre, construyen una imagen de totalidad, de cierta autosuficiencia, y se ordenan de acuerdo con un criterio que va de los significados llamados rectos, literales, más transparentes, a los significados llamados oblicuos, metafóricos, más opacos. 

Esta es, pues, la cuestión: el funcionamiento del lenguaje en su dimensión irreductiblemente imaginaria supone una creencia en el referente y en su existencia transparente, incuestionable. En este sentido, el referente funciona como la entidad sustancial, ilusoria, de la comunicación, y la referencia, como la aprehensión de la realidad, como la operación capaz de abandonar el campo del lenguaje y tocar la cosa misma, cuya existencia no está en cuestión, porque pertenece al orden de la realidad, más o menos evidente para cualquiera. En último término, el referente parecería funcionar como la entidad en la que se detiene el sentido y queda garantizado como tal, allí donde coagula la intención del hablante, el telos de la coincidencia entre el lenguaje y la realidad.  

He aquí el par referencia-referente versus el drama de la simbolización fallida que produce una fantasía discursiva jalonada por el deseo: el referente parece funcionar como el grado cero o, mejor, el grado neutro de la ideología. En efecto, si el referente, como hemos dicho, es el lugar en el que la equivocidad parece detenerse y ser capturada en la plenitud del sentido, la crítica al referente restituye la opacidad inherente a todo decir y, para el caso de “Éxodo del pueblo oriental” (también de “La Redota”), muestra de qué manera lo denotado por este nombre es esa hipótesis de inteligibilidad que hace aparecer el pasado de una cierta manera y dispone las cosas que lo constituyen, introduciendo una necesidad en el orden de las contingencias que, sencillamente, ocurren. Dado que para hablar del pasado (y para hablar en general) hay que nombrar las cosas en términos de hechos, agentes, causas, etcétera, tiene lugar, precisamente, una representación dramática del pasado a través del decir siempre parcial de la historia, que va en busca de un objeto perdido e irrecuperable: ese pasado al que le ordena ser ordenando las cosas que lo componen.

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