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THRILLER: ASÍ, CON MAYÚSCULA
“La culpa”: juicio y castigo
Por Andrés Vartabedian
Tensión: esa es la palabra que puede definir sintéticamente a La culpa. Tensión; de principio a fin.
En el manejo de esa tensión, en su dosificación, y en los sencillos -que no simples- recursos con los que la logra, reside la pericia magistral de su director Gustav Möller (Gotemburgo, Suecia, 1988). “Sencillos” en su acepción de “carentes de ostentación y adornos”; de ahí que no “simples”, entendidos como “faltos de complicaciones o dificultades” o “constituidos por un solo elemento”.
Ni conformada por un solo elemento ni falta de complicaciones o dificultades; menos aún “desabrida”; menos aún “mansa” o “apacible”[1] es esta Culpa que maneja Möller. Un guión milimétrico, con un riquísimo trabajo sonoro, aspecto sustantivo del manejo de nuestras emociones, una cámara intimista, dispuesta al detalle, que nos sumerge en la percepción de aquel sonido y nos vincula estrechamente con su personaje central, sumado al elocuente, preciso, trabajo actoral de Jakob Cedergren, sobre el que descansa buena parte del sostenimiento del relato y al que acompañamos sin reparos en su crescendo emocional.
A todo ello, Möller le adosa un hábil manejo de nuestros juicios y prejuicios habituales y de cierto “sentido común” ya instalado en nosotros en relación a algunos de esos temas dolorosos y vesicantes, nada nuevos, pero que se han instalado fuertemente en nuestras agendas político-sociales en los últimos años y que nos interpelan cotidianamente como humanos.
Sin grandilocuencia, una de las mejores películas de este 2019.
El lector tal vez se sorprenda al saber que este thriller -sí, esta historia de intriga y suspenso- se desarrolla enteramente en un solo espacio. Un único espacio conformado por dos o tres habitaciones. Tal vez se sorprenda aún más si le advertimos que, delante de cámaras, se encontrará, fundamentalmente, con un único personaje -algunos de sus colegas intervienen aquí o allá-; y todavía más si establecemos que buena parte del drama y la acción suceden en el exterior de ese edificio -¡vaya a saber uno a qué importante distancia!- y se transmiten telefónicamente. Ver para creer. He ahí la magia del cine. He ahí la magia de este cine.
Desde el inicio nos encontramos frente a Asger Holm, un oficial de policía que recibe llamadas de emergencia, procesa la información y -como corresponde- deriva el caso a la dependencia pertinente, de ser necesario. No parece muy a gusto, no se presenta demasiado empático con sus interlocutores “en apuros”, asoma juzgándolos rápidamente, algunas de sus decisiones no responden a los procedimientos habituales y establecidos. En definitiva, la primera impresión, confirmada pocos minutos después, es que Asger no realiza profesionalmente su labor. Ese lugar no le sienta cómodo. Él no aparece con las dotes necesarias para dicha tarea. O bien, no cuenta con la formación específica para llevarla adelante.
Efectivamente, Asger no se halla especialmente entrenado para tal responsabilidad. Si bien es un oficial de policía, se encuentra allí -de algún modo- como “castigo”; se encuentra allí tras haber sido separado de su tarea cotidiana, la de patrullar las calles, por hechos que desconocemos; cierta investigación está en curso. Dicha oficina marca, para él, un encierro. Así lo siente; así lo percibimos. El teléfono lo ata de pies y manos. Asoma atrapado. También lo está interiormente. Lo descubriremos lentamente.
He allí otro de los aciertos de Möller: comenzaremos a saber de su situación, comenzaremos a desandar el camino de la ignorancia sobre sus circunstancias a medida que el caso que Asger comienza a seguir desde el teléfono se desarrolla. A la hora del análisis, el goteo de información se percibe como el justo y necesario. Como es frecuente, ambos “casos”, en algún punto, en algún momento del proceso, se vincularán; uno hará mella en el otro; se enseñarán mutuamente. En el nuestro -el de espectadores-, también aprenderemos: aprenderemos sobre lo rápido que ponemos en funcionamiento los prejuicios, sobre lo rápido que acometemos los juicios, lo moralistas que podemos devenir en cuestión de segundos, lo rígidos que solemos ser a la hora de calibrar conductas ajenas. Aprenderemos, o reaprenderemos, si es que así lo permitimos, sobre la falibilidad inherente a nuestra condición humana; algo que solemos olvidar casi a diario, soberbios en nuestra miseria.
Entre tanto asunto “menor”, tanta llamada “insignificante”, de esas que a Asger parecen enfadar y a las que intenta dar pronta “salida”, se escucha la voz de Iben, para alterarlo todo, desde su horario de trabajo hasta su ser interior. Suena titubeante, insegura, temerosa; finge estar hablando con su hija. Asger percibe el miedo, percibe el peligro, y se involucra; vuelve a las calles. Iben ha sido secuestrada y él puede, en cierto sentido, ir a su rescate. Encierros que se cruzan. Su reconocida ansiedad y esa “reclusión” que ya lleva más de lo esperado, no colaborarán en el cumplimiento de los procedimientos de rutina. Aun cuando hay quienes le llaman la atención, no solo desde el mando, sino también desde el cariño, su condición de cowboy urbano le impedirá ver el bosque. Apuntará directo al árbol, y aun en posesión de las mejores intenciones y siendo un buen tirador, quizá falle el disparo. La probabilidad de que se transforme en búmeran será alta.
Su involucramiento trascenderá lo meramente profesional, con lo riesgoso que ello puede resultar; con lo “bueno” y lo “malo” que ello puede deparar. Desde su teléfono, y únicamente desde su teléfono -no lo olvidemos-, se comunicará con Mathilde, una niña de siete años que se encuentra sola en casa junto a su hermano bebé, llamará a Michael, exesposo de Iben, intentará obtener la colaboración de otros funcionarios en otras dependencias a partir del conocimiento personal mutuo, buscará la participación de otros oficiales a partir de su amistad con ellos, ahora desde su teléfono personal… Se salteará el cambio de turno para seguir la evolución de los hechos, traspasará ciertos límites, se ubicará al borde de su propio desborde. El espacio se tornará sofocante y claustrofóbico. Para nosotros también.
Los cuadros cerrados, los primeros planos -de su rostro, de su espalda cargada, de su/s teléfono/s-, los primerísimos primeros planos -de sus ojos, de su oreja, del auricular por el que percibimos el drama exterior, de ciertas luces de emergencia- refuerzan efectivamente la prisión de movimientos: de los suyos, sin dudas; de los nuestros también, aferrados al filo de la butaca. Y los teléfonos no paran de sonar, de vibrar, y Asger no para de digitar y digitar, e Iben no deja de estar confinada. Cada tanto, algún silencio se cuela, permitiendo respirar con más calma; sin embargo, es únicamente el preámbulo de una nueva turbación. Vuelta a empezar. El efecto, desde el contraste, funcionará ineludiblemente. Ya habrá tiempo de pensar.
…
Y pensar será recapacitar, repensar formas, modelos, procedimientos, desandar prejuicios, simplificaciones, alumbrar estereotipos, para descubrir que son eso, solo estereotipos; será hacernos cargo de la ignorancia, intentar asumir, con humildad, que no calzamos los zapatos del otro, pero también que podemos intentarlo.
Será descubrir cierta luz al final del corredor e intentar salir por una bocanada de aire fresco. Nosotros también la necesitamos.
Como siempre una crítica profunda que invita a repensarse,a mirar desde el otro hacia nuestro interior.Debo confesar que aunque no es un género que me atraiga, reconozco los logros que tiene, sin generarme tensión, si me sentí encerrada en el espacio del protagonista, al que prontamente le asoma algún sentido de culpa inmanente. Excelente crítica!
Muchas gracias, Shirley. Abrazo.