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VEINTICUATRO SIGLOS DESPUÉS DE SÓFOCLES

 Publicado: 10/07/2019

El Mito y la Tragedia de Edipo


Por Miguel Millán Sequeira


Se suele aseverar que los griegos de la antigüedad fueron la infancia madura de la civilización occidental, porque en sus mitos, reunidos y elaborados con meticulosidad por sabios y poderosos (nobles y guerreros), está condensado el pasaje de la prehistoria a la historia de la humanidad occidental conocida, luego reelaborada por la cultura judeo-cristiana.

Edipo puede ser visto de muy diversas maneras. Es el héroe que reconoce sus errores –aunque antes haya tenido que pasar por múltiples peripecias- y asume su culpa como un verdadero héroe: se vacía sus ojos y se autodestierra. Así, podría catalogarse como un personaje al que el poder lo encegueció pero que en su momento cumbre, cuando se produjo la anagnórisis, el reconocimiento de sí mismo, asumió todas las consecuencias del castigo.

De la misma forma, es una verdad constatable empíricamente, en la humanidad del siglo XXI conviven estadios civilizatorios múltiples y diversos. Junto con el hombre que pergeña y concreta los viajes espaciales subsisten comunidades que aún contabilizan sus cosechas con el ábaco y realizan su comercio mediante el trueque. Esto para usar solamente dos ejemplos extremos, pero entre uno y otro podemos encontrar hombres que nacen, viven, se reproducen y mueren aferrados a sus propias imágenes míticas colectivas. Algunos asumiendo una conciencia historicista sobre el papel de los mitos, otros viviéndolos como parte consustancial de su naturaleza. Este paralelismo no es una originalidad: es un parafraseo de la justificación ensayística que hizo el narrador cubano Alejo Carpentier de su práctica literaria a la que denominó “lo real maravilloso americano” –primo hermano del “realismo mágico” del colombiano Gabriel García Márquez.

El incesto, el “pecado” que terminó perdiendo a Edipo, es corregido, castigado, condenado por la cultura y, dentro de ella, por los complejos ideológicos de los que se arma la cabeza del ser humano con el correr del tiempo civilizatorio. Pero, sin embargo, permanece latente en la pulsión natural castrada, vigilada, por los espíritus de los antepasados en, por ejemplo, los personajes protagónicos del cuento Casa tomada de Julio Cortázar. Dice el narrador en primera persona en el segundo párrafo del cuento: “Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa.” Y en el último párrafo del cuento, cuando ya les han tomado toda la casa de manera misteriosa, porque nunca se dice de manera explícita quién o quiénes perpetran la ocupación: “Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.” Los hermanos solterones, cuarentones, en realidad huyen de la casa patriarcal donde se había asentado toda la genealogía anterior a ellos, y lo hacen con el brazo de él rodeando la cintura de ella.

Razones atendibles y fundadas llevan a Margarita Xanthakou a opinar sobre esta cuestión: “… siempre hay que tener presente que los grandes trágicos griegos han dado una forma culta a los relatos, leyendas o mitos populares que circulaban en Grecia mucho antes de sus propias interpretaciones, y que, sin duda, son más reveladores, para los antropólogos, que sus propias tragedias”.[1] O sea, discurro: todas las obras literarias, por extensión, y no solo las tragedias del período clásico griego, pasan por ser “una forma culta” de “los relatos, leyendas o mitos populares”. Y no habría ningún “pecado” en este saqueo intelectual consciente o inconsciente de la tradición oral. Porque, en definitiva, la literatura, antes de ser escritura, siempre es oralidad.

¿Qué sostiene C. Lévi-Strauss en “La antropología frente a los problemas del mundo moderno”? Un resumen somero de su hipótesis central: “Nuestras sociedades ya no tienen mitos. Para resolver los problemas planteados por la condición humana y los fenómenos naturales, se remiten a la ciencia o, siendo más exacto, para cada tipo de problema se remiten a una disciplina científica especializada”. Los pueblos sin escritura les piden a los mitos que les expliquen el orden natural de las cosas, mientras que “… cuando nosotros nos interrogamos acerca del orden social que nos es propio, apelamos a la historia para explicarlo, justificarlo o acusarlo”.

Y va más allá Lévi-Strauss: “La rápida comparación … entre las creencias de los pueblos que llamamos primitivos y los nuestros nos lleva a entender que la historia, tal y como la emplean nuestras civilizaciones, expresa menos verdades objetivas que prejuicios y aspiraciones”. Entonces, concluye preguntándose si “… no estaremos observando los inicios de un movimiento en sentido inverso” al que comenzó con el racionalismo, el Siglo de las Luces, el pensamiento científico que “se oponía de manera radical al pensamiento mítico”. ¿Por qué? Se responde: “He intentado demostrar que … el conocimiento histórico conserva afinidades con los mitos”. De allí la tesis según la cual la antropología se debería volcar al estudio del pensamiento mítico, “dada la contribución que ésta aporta al conocimiento de limitaciones aún vigentes, inherentes al funcionamiento de la mente”.

Debo reconocerlo: mi estructura racionalista se resiste a aceptar complacientemente estas aseveraciones de Lévi-Strauss. Tesis sostenidas por este antropólogo desde hace cuarenta años, aunque este ensayo haya sido publicado recientemente. De alguna manera esta advertencia de que “el pensamiento científico y el pensamiento mítico un día acaben acercándose” tiene alguna reminiscencia de aquella advertencia postrera escrita en una carta por Carlos Marx dirigida a su amigo F. Engels: no todos los fenómenos históricos pueden ser explicados por la base material, sino que hay que tener en cuenta, también, las subjetividades de los hombres que participan en ella.

Hay mitos, y este de la raza maldita de Edipo lo es, que son fundacionales de un determinado orden que lleva al comienzo de un estado de sociedad. Desde aquí se para C. Lévi-Strauss en La alfarera celosa (capítulo 14), cuando afirma: “Nunca el psicoanálisis ha podido demostrar que sus interpretaciones de los mitos alcancen las formas originales … Todo mito, por lejos que se remonte, es conocido precisamente porque ha sido oído y repetido”. Por aquello de que “Freud no hace –y nunca ha hecho otra cosa- más que producir una versión actual del mito…” Estas aseveraciones deberían estar fundadas en una interpretación plausible de que cuando Sófocles, a sus 90 años, en el siglo V a.C., creó la tragedia Edipo Rey, lo que estaba haciendo era poner por escrito –para luego ser representado en las grandes dionisíacas- una leyenda que ya era de amplio dominio de su público ateniense. Para que ese público se identificara con el héroe trágico, se reconociera, viviera la hybris y experimentara la catarsis o purificación-compasión, era necesario reinterpretar el mito, recrear sus peripecias dramáticas.

Sin temor a equívoco, Edipo Rey cumplía una función didáctica muy evidente: de qué manera debía respetar el hombre los designios de los dioses y, sobre todo, el orden social establecido. El héroe trágico pudo llegar a la cumbre del poder terrenal, pero había una culpa previa a su nacimiento por la que debía pagar: el incesto y el parricidio que fueron condenas “ganadas” por su propio padre, Layo, al cometer una doble trasgresión: pedofilia y traición a la confianza y hospitalidad del Rey amigo.

Para Lévi-Strauss “…el mito de Edipo … sigue siendo para nosotros vivo y eficaz” porque “gracias en parte a Freud … forma parte de nuestro patrimonio espiritual” …”por las nuevas versiones originales que propone”. Para rematar: “…como ya decía hace treinta años, no debemos vacilar en colocar a Freud después de Sófocles entre nuestras fuentes de ese mito”.

O sea que, para la humanidad del siglo XX, Freud volvió a interpretar una nueva versión del mito de Edipo. Pero, además, ¿cuántas obras artísticas le deben un giro a su peripecia? La versión cinematográfica del Hamlet de Shakespeare del italiano Franco Zeffirelli, entre otros ejemplos. Zeffirelli, cineasta italiano nacido en el año 1923, acaba de morir en junio de 2019 en Roma. La película es del año 1990, fue protagonizada por Glenn Close, Mel Gibson (aunque pocos cinéfilos pudieron dar crédito a semejante actuación), Alan Bates, Paul Scofield, Ian Holm y Helena Bonhan Carter, con música de Ennio Morricone. El guión es una reinterpretación del Hamlet de Shakespeare, o una lectura diferente, un acercamiento contemporáneo muy recomendable para ver buen cine pues no sólo perpetran una obra de arte, sino que lejos estuvo de traicionar al dramaturgo inglés.

Por su parte, Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, segunda de cinco conferencias pronunciadas en Río de Janeiro en mayo de 1973, se apoyó en el Anti-Edipo (1972) de Deleuze y Guattari para sostener que “Edipo es un instrumento de poder, es una cierta manera de poder médico y psicoanalítico que se ejerce sobre el deseo y el inconsciente”. Porque “… la tragedia de Edipo de Sófocles … es representativa y en cierta manera instauradora de un determinado tipo de relación entre poder y saber, entre poder político y conocimiento, relación de la que nuestra civilización aún no se ha liberado”.

A partir de esa premisa, bastante lógica y coherente si inferimos que las clases dominantes detentadoras del poder real han elaborado y reelaborado una mitología que justifica la herencia divina de ese poder, sobre todo observando el círculo reducido de la tan mentada “democracia ateniense” –otra metáfora de los círculos de poder de la modernidad- Foucault sostiene que “la tragedia de Edipo es, fundamentalmente, el primer testimonio que tenemos de las prácticas judiciales griegas”. “… La tragedia de Edipo es, por lo tanto, la historia de una investigación de la verdad: es un procedimiento de investigación de la verdad que obedece exactamente a las prácticas judiciales griegas de esa época”.

Quien tiene el conocimiento tiene el poder; el poder se autojustifica poseyendo la información clave y la maneja a su antojo … hasta un día.“La importancia de la temática del poder se pone de relieve si recorremos el curso de la obra: durante toda la pieza lo que está en cuestión es esencialmente el poder de Edipo y es esto mismo lo que hace que éste se sienta amenazado”. “… A Edipo no le asusta la idea de que podría haber matado a su padre o al rey, teme solamente perder su propio poder”.

Para Foucault está claro que el momento de Edipo es aquel en el cual “saber y poder eran exactamente correspondientes, correlativos, superpuestos. No podía haber saber sin poder, y no podía haber poder político que no supusiera a su vez cierto saber especial”. Y basándose en Nietzsche, sostiene: “Edipo nos muestra el caso de quien, por saber demasiado, nada sabía”. “A partir de este momento (siglo V a.C., origen de nuestra civilización) el hombre del poder será el hombre de la ignorancia”.

Es a partir de aquellas enseñanzas que nos deja la tragedia de Edipo, y su raza maldita que “Occidente será dominado por el gran mito de que la verdad nunca pertenece al poder político…” Y concluye: “Hay que acabar con este gran mito. … El poder político no está ausente del saber, por el contrario, está tramado con éste”.

Indudablemente, esta es una nueva (nueva que ya tiene 40 años) lectura de la tragedia de Edipo. Les da una nueva interpretación a los orígenes de nuestra civilización. Si la tragedia es el “educador del ciudadano” y contribuyó a la expansión de las ideas griegas, perfectamente soporta una lectura actualizada que mire con cierta perspicacia los mecanismos de poder de una aristocracia -intelectual y guerrera- que impuso su real saber y entender a la sociedad y el mundo.

Se podría decir que el héroe épico y el héroe trágico se diferencian, en primer lugar, por el mundo diferente en que les tocó actuar. Mientras el héroe épico tiene en la oralidad su pasado más reciente, sus relatos se apoyan en hechos históricos y míticos, en leyendas que no necesariamente deber tener rigurosidad histórica y allí no existía separación entre los distintos componentes: dioses, semidioses y hombres. Según George Lukács, el teórico y esteta marxista húngaro, la épica es una idealización sin cuestionamientos. Es el ser. Allí no hay cuestionamientos morales ni éticos: los héroes aceptan el destino tal cual les toca. Los dioses en la epopeya son arbitrarios y, sin embargo, no hay cuestionamientos hacia ellos de parte de los héroes.[2]

Aquel mundo épico da paso el mundo de la tragedia. Esquilo y Sófocles –dos de los grandes autores trágicos de los que se conservaron obras- fueron contemporáneos de Pisístrato (tirano griego que vivió entre el 607 y el 527 a.C.).

Aristóteles (siglo IV a. C.), en su Poética, describió los límites y las características de la tragedia clásica: “imitación de acciones heroicas”. “Imitación” que no quiere decir copia sino creación. “Diálogo entre personajes”. Acción elevada y completa: tránsito entre los héroes y los dioses. Estados de ánimo que provoca la tragedia en el público: purificación (catarsis) de las pasiones; hybris: el exceso, la desmesura; até: ceguera.

Sófocles introdujo un tercer actor. Los diálogos son más ágiles; los monólogos menos extensos.

El héroe trágico es cómplice de su propia desgracia; no es un hombre común: su grandeza tiene que ver con su origen; su tragedia no es un imprevisto, algo casual: es algo esperado, buscado.

El argumento podría resumirse en que Tebas está siendo invadida por una peste. El adivino Tiresias revela que es un castigo de los dioses debido a que hay un crimen no aclarado.

Los oráculos responden como siempre, a través de enigmas.

Apolo es quien ha pronunciado el designio trágico para la estirpe de Edipo: matará a su padre y se casará con su madre.

Mientras el coro representa a los ciudadanos y la mesura, el héroe es audaz, rompe todas las reglas y vive el tránsito de la ignorancia a la sabiduría o el tránsito de la felicidad a la desgracia.

La peripecia trágica lleva al diálogo entre Edipo (hijo, padre y marido) y Yocasta (madre y esposa) en el cual comienza la anagnórisis, el reconocimiento de su propio destino.

La necesidad de hacer coincidir la voluntad de los dioses con la justicia ciudadana fue la transición que partió desde la Grecia arcaica de los dioses todopoderosos e implacables.

El héroe trágico, representado en este caso en Edipo Rey, carga con las culpas de otros. Ha sido su padre, Layo, quien violentó la convivencia aceptada por los dioses y a quien lo maldice Apolo: tendrás un hijo que te matará y se casará con tu esposa. La “Moira” (el destino) de Edipo será cargar con esa maldición sin saberlo (“Até”), pero una vez que se produzca el reconocimiento (anagnórisis) de su destino deberá sacar a relucir su “areté”, las virtudes del héroe que trae consigo.

El público debía sentir las distancias entre los héroes y los dioses y entre ellos mismos –los simples mortales- y los héroes.

Los personajes del mito son sólo acción y energía. Su ferocidad no es maldad. Sus sufrimientos no son tristeza. Su prepotencia no es ambición de poder. Son salvajes, trágicos, serenos. No creen: saben. Conocen la verdadera Realidad: el imperio inevitable de las fuerzas que nosotros llamamos el Mal”.[3]

Un comentario sobre “El Mito y la Tragedia de Edipo”

  1. De los mejores textos que he leído en los últimos tiempos. Digno de una clase de literatura. Señora saber y dominio del tema. Quedé hipnotizada al leer sobre la comparación entre cultura y realidad antigua y actual.

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