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DE DORADOS QUE RESULTAN SOLO PÁTINAS

 Publicado: 06/01/2021

“Mank”: el Hollywood virtuoso y mezquino


Por Andrés Vartabedian


Su título corresponde al diminutivo o apelativo con el que se conocía y denominaba a Herman J. Mankiewicz (1897-1953): “Mank”; reconocido guionista de Hollywood (también productor de algunos filmes de los Hermanos Marx), particularmente activo entre mediados de los años 20 y mediados de los 40. Su trabajo posee un especial destaque por ser el coautor del guion de la magistral y ya mítica El ciudadano (Citizen Kane, 1941), dirigida por Orson Welles -también actor y presunto coguionista del filme-. El ciudadano integra desde hace décadas el podio de las mejores obras cinematográficas de los 125 años de historia que acaba de cumplir el séptimo arte; para muchos críticos: la mejor de todos los tiempos, incluso considerando lo relativo que esto puede ser.

En torno a ese guion, en particular, y su especial forma de concebirse y redactarse, gira Mank. A partir de allí, su director, David Fincher (Denver, EE.UU., 1962; Pecados capitales, El club de la pelea, Zodíaco, El curioso caso de Benjamin Button; uno de los creadores de la serie House of Cards), nos acercará al singular mundo del Hollywood de los años 30. Y lo hará de forma descarnada, nos animamos a afirmar; sin demasiadas contemplaciones con algunos de sus principales protagonistas. He allí, justamente, parte de su encanto.

En aquel contexto, segmento importante de lo que se conoce como la Edad de Oro de Hollywood, aparecerán retratados, en mayor o menor medida, el mordaz, procaz y alcohólico Herman J. Mankiewicz -indudablemente-; su casi incondicional esposa Sara; el productor, ejecutivo y director de la legendaria Metro-Goldwyn-Mayer, Louis B. Mayer; el periodista, editor, empresario, político y magnate de los medios William Randolph Hearst (de quien habla, en forma indirecta pero evidente, Citizen Kane); el productor Irving Thalberg, el llamado “chico maravilla”, por su juventud, talento para la elección de guiones y repartos y su capacidad para hacer rentables todas las películas en las que participaba; la estrella de cine Marion Davies (vigente básicamente entre 1917 y 1937), quien sostuviera, por otra parte, una relación sentimental de larga data con William Hearst; el productor y actor John Houseman, estrecho colaborador y amigo de Orson Welles; el propio Welles, el enorme e inefable artista radial, teatral y cinematográfico; y un importante etcétera. Todos ellos, asimismo, representados a través de destacables actuaciones; algunas realmente recordables.

Otro elemento seductor de este filme es su diseño visual y sonoro. Filmada directamente en blanco y negro (no existe versión color de esta película), intentando recrear el utilizado en Citizen Kane y en mucho cine de aquella época -una forma del homenaje, de reconocimiento a la inspiración de un clásico y un modo de situarnos de manera vivencial en un cine que ya no es-, David Fincher eligió incluso rodar en el mismo rancho de Victorville, California, donde Herman Mankiewicz escribió el icónico guion original mientras se recuperaba de los daños que sufriera en un accidente automovilístico. La misma sensación la otorgan algunos de los planos elegidos, característicos de cierto cine clásico, la propia apelación a los decorados o, al menos, a darnos la sensación de estar situados dentro de un decorado. También la degradación artificial de la calidad de la imagen para que asumiera el tono de la que podía verse en una sala de cine de los años 40, incluso intentando reproducir los problemas técnico-mecánicos de lo que podía ser una proyección de aquel momento. Lo mismo intentó realizar desde la ambientación sonora: recreación del sonido del cambio de rollo en una antigua sala de cine, entre los sonidos incorporados al filme; música grabada con micrófonos antiguos, lo que le confiere cierto “silbido” en sus bordes -al decir de los especialistas-; música solo ejecutada a través de instrumentos del propio período recreado, sin permitirse la utilización de sintetizadores; mezcla de sonido monoaural, similar a la que poseían las producciones cinematográficas antes de la introducción del estereofónico a mediados del siglo XX (esto significa que el sonido ingresa por un solo canal -música, diálogos, efectos sonoros-, no a través de múltiples pistas como se realiza hoy día, lo que asemeja el sonido al escuchado por un solo oído). Casi una búsqueda de lo analógico en plena era digital. (Indudablemente, lo mencionado aquí se disfrutaría mucho más si pudiéramos vivir la experiencia intransferible que significa observar una película en una sala de cine).

Todo ello denota trabajo arduo, búsqueda creativa, otorgamiento de relevancia al proyecto, sentido del detalle… Sin embargo, resultaría en mero tecnicismo, en vano artificio, en simple regodeo intelectual si lo ausente fuera la sustancia, la traslación y el ensamblaje de todo ello en una historia y unos personajes verosímiles, queribles, identificativos (esto siempre está más allá de relatos “basados en hechos reales”; todos sabemos que no tiene que ver estrictamente con ello). Y David Fincher lo logra, aun a pesar de ciertos tropiezos en algún momento. Tal vez no en plenitud; pero lo logra.

Quizá las referencias cinéfilas o a la propia historia del cine -incluso a la pequeña o minúscula historia del cine- estén dirigidas únicamente a un reducido nicho, a un limitado número de espectadores, sean “solo para entendidos” y sean excesivas en la primera mitad del filme. No es ello lo que lo hará recordable. Como toda obra artística que se precie de tal, Mank logrará trascender las referencias eruditas, académicas, históricas o periodísticas de diversa índole a través del crescendo dramático necesario, de la indispensable identificación con ciertos personajes centrales, del fino engarce de todos los elementos señalados por separado. Por ende, logrará posicionarse como obra valiosa en sí misma. Logrará trascender la anécdota más o menos conocida y hablarnos directamente desde sus propios intereses, sus propios méritos, sus propios valores, su propio coraje…

Y nos hablará sobre el poder, la riqueza y la política, y sobre la relación entre poder, riqueza y política; nos hablará sobre el amor, sobre ciertos amores y sobre diversos rostros del amor; nos hablará sobre el miedo a la muerte, que no siempre es muerte física, sino que puede ser social; sobre la necesidad de “ser alguien”, sobre la necesidad de “triunfar”, y los costos que ello puede aparejar si esa búsqueda, además, se produce dentro de la sociedad -y, por qué no, la industria- más competitiva del planeta… Mank nos hablará sobre el arribismo y sus consecuencias; sobre el arrepentimiento y sus tiempos; sobre alguna forma de la redención, o intento de. También nos dirá sobre Goebbels… Un claro hijo de puta, sin dudas, pero también un ser con una acertada idea del poder de la propaganda, y del poder del cine -y su “magia”- como potente medio para desarrollarla (actualmente, podríamos extender su lógica al lenguaje audiovisual en su conjunto)…  Mank nos hablará de cierto ayer, pero también nos hablará de cierto hoy. Como todo buen arte.

Todos sabemos que el cine no es Historia; no tiene siquiera que pretenderlo. Sin embargo, también sabemos de la capacidad de esta disciplina artística, a través de sus recursos, para fijar en nuestras mentes -y semblantes- personajes y hechos como si realmente se trataran de acontecimientos históricos. El caso de Mank puede ser buen ejemplo de esto; también de nuestra libertad para elegir en qué lugar decidimos pararnos. Si la historia -con minúscula- que nos presenta Fincher no condice con la otra -con mayúscula-, con lo que podría o ha podido establecer a través de arduas investigaciones, estará en nosotros determinarlo. En este caso, una vez más, elijo quedarme con el poder del arte.

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