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DE LA LENGUA QUE HABLAMOS Y QUE NOS HABLA, LENGUA PLETÓRICA Y DEFICITARIA, “HABITADA” POR VACÍOS Y CORTOCIRCUITOS
La lengua maliciosa: contra la comunicación
Por Santiago Cardozo
El lenguaje es una legislación, la lengua es su código. No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva: ordo quiere decir a la vez repartición y conminación. Como Jakobson lo ha demostrado, un idioma se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir.
Roland Barthes - Lección inaugural
1.
Voy a empezar, con perdón de los lectores, siendo taxativo: la enseñanza de la gramática (que no reduce la enseñanza de la lengua) elude la poesía; no quiere saber nada de versos, rimas, métricas y música, que dan la espalda a las estructuras sintácticas convencionales “escolares”, es decir, a aquellas que más se enseñan en las clases de lengua; no quiere saber nada de poiesis. La gramática busca estabilidad, asociaciones entre formas y contenidos que permitan elaborar predicciones, sustentadas en reglas morfosintácticas y lógicas susceptibles de formalizarse, incluso hasta el cansancio (literalización y matematización, dos propiedades de la ciencia a las que se subordina la ciencia del lenguaje). Pero la enseñanza de la gramática ha sido uno de los pilares fundamentales de la enseñanza de la lengua, hasta que esta situación, con diversos matices, fue cambiando (en el camino, la gramática cayó en un gigantesco descrédito, que abonó el terreno para que entrara la siempre chirle idea de comunicación, dentro de la cual hubo una notoria reconfiguración de los objetivos educativos y de los contenidos a proponer y a priorizar. Todavía falta un estudio sistemático que nos diga qué ocurrió, cómo se movieron las piezas, por ejemplo, en el campo de la didáctica de la lengua, y qué efectos teóricos y prácticos tuvo ese movimiento).
La poesía, por su parte, es el reino de lo impredecible, lo inédito, lo indefinido e indecidible, por lo cual aparece como el “enemigo público” -pero sobre todo íntimo- número uno de la gramática y, llegado el caso, de cierta concepción de la enseñanza de la lengua, recostada, naturalmente, sobre la idea de comunicación, sobre la transparencia del lenguaje (en la comunicación, la materialidad “descarnada”, pero también carnosa, de los significantes no es de particular interés; por el contrario, parecería no contar en la constitución del sentido de lo que decimos). En la poesía, las explicaciones que debemos enseñarles a los alumnos ingresan a un territorio -o quizás, terreno y ciénaga- en el que pierden su transparencia, su estabilidad, su potencia propiamente explicadora; en suma, las explicaciones hacen cortocircuito y se sienten como artificiales o, al menos, como francamente insuficientes para dar cuenta de lo que está sucediendo en ese “acontecimiento comunicativo”.
Así entonces, tenemos, por un lado, la rigurosa o supuestamente rigurosa enseñanza del funcionamiento del sistema lingüístico, reclinada y/o apoyada ampliamente (según la tradición y, también, según la formación) en la enseñanza de la gramática (del tipo que fuera) y, por otro lado, la enseñanza de la literatura o, al menos, la lectura y el comentario de textos literarios, entre los que no destacan especialmente los poemas. He aquí, si se quiere, dos formas diferentes de relacionarse con la lengua, aunque parezcan converger en un punto en común (la atención al lenguaje): en la primera, la función metalingüística del lenguaje no da lugar, curiosamente, al equívoco, a ese sujeto que habla pero que también es hablado por la lengua, sujeto del discurso y del inconsciente; en la segunda, la función poética exige la atención hacia la materialidad significante de las palabras, hacia el modo mismo en que la materia sonora, rítmica, métrica, léxica y sintáctica producen significado, exigiendo la interpretación del sujeto (repárese en la ambigüedad de la preposición “de”) e instaurando un orden de desplazamientos y diseminaciones que sobrepasa cualquier intento explicativo de la teoría literaria y de la teoría gramatical. Hay, entonces, algo del orden de una lingüistería, para decirlo a la Lacan.
2.
Y decíamos de memoria las reglas gramaticales del francés correcto. En cuanto regresábamos a casa, volvíamos sin darnos cuenta a la lengua primera que no obligaba a pensar en las palabras, solo en lo que había que decir o no decir, lo que nos salía del cuerpo e iba unida al par de cachetes, al olor de la lejía en las blusas, a las patatas hervidas durante todo el invierno, al ruido de la orina en el cubo y los ronquidos de los padres.
Annie Ernaux - Los años
Por ejemplo, ¿tolera la enseñanza del sintagma nominal (sus estructuras y sus significados, es decir, la forma en que unas se relacionan con los otros) mostrar un verso o un fragmento -breve o más o menos extenso- de una novela que sea un sintagma nominal y los efectos de sentido que produce, poniendo en tela de juicio lo que leemos en las gramáticas? Quiero decir: ¿cómo nos situamos en el entre de la relación discurso de la gramática-acontecimiento poético? ¿Cómo se emplea la gramática, en tanto que disciplina lingüística científica, en las explicaciones del sentido de un texto poético, evitando caer en los cierres propios de aquella, pero atendiendo especialmente a la materialidad de la lengua sobre la que dice sus cosas?
Pienso, por ejemplo, en El pozo -Onetti-, y pienso en el derrape de la enseñanza de la lengua cuando somete el análisis de un sintagma como este, con artículo definido, a la idea de descripción del referente, ligada a la intención del hablante de referir algo de forma unívoca y precisa, tal como lo sostiene la gramática: ¿cuál es el referente del sintagma El pozo? ¿Qué clase de relación con la lengua se presupone y se suscita cuando planteamos las cosas en términos de descripción del referente por parte de un sintagma nominal, considerando el hecho de que no podemos, desde el punto de vista del funcionamiento imaginario del lenguaje, no plantear las cosas en estos términos? ¿Asimilan sin acidez, sin regurgitaciones, la explicación del funcionamiento del artículo definido en el sintagma nominal proporcionada por la gramática ese verso o ese fragmento que hemos separado del poema o de la novela para mirarlos de cerca y dejarnos ganar por la multiplicidad diseminada y abierta, inconclusa, de sentidos? ¿Cómo juega aquí la didáctica de la lengua y las categorías a las que echa mano para elaborar secuencias de enseñanza de este o aquel tema, intervenciones puntuales más o menos codificadas en grillas, en consejos de profesores o inspectores, en la acumulación de la experiencia docente en el salón de clase? Este asunto es, si se me permite decirlo, como lo anuncié, un problema político.
La distinción, pongamos por caso, entre sustantivos contables (como “mesa”, en ejemplos del tipo “Tengo dos mesas”) y no contables (como “agua”, en ejemplos del tipo “Tomé mucha agua”), ampliamente estudiada en la gramática (clave, además, para la sintaxis), ¿puede hacerse un lugar en la enseñanza de la lengua en el liceo a través de la literatura, particularmente de la poesía? La respuesta, en principio, debería ser positiva y, al mismo tiempo, no menos provisoria. Sin embargo, es la poesía el escenario en el que las clasificaciones de la gramática (al menos, algunas de ellas) entran en cuestión, puesto que el empleo poético de las palabras no se deja atrapar tan fácilmente en y por las taxonomías gramaticales, por sofisticadas que estas sean. Entonces, poco vale acudir a nociones como la intención del hablante o del autor, prolongación psicológica de la ficción del hablante-oyente ideal de la gramática chomskiana y de la intuición real, defectuosa, parcial, cambiante, contradictoria, del hablante que habla la lengua en las condiciones concretas en que lo hace.
El problema está planteado y se extiende, como veremos enseguida, a la consideración de las funciones del lenguaje que formulara en un seminal y paradigmático texto (Lingüística y Poética[1]) el lingüista eslavo Roman Jakobson (recordémoslas: emotiva, apelativa, referencial, poética, metalingüística y fática), funciones recurrentes en la enseñanza de la lengua en el Ciclo Básico. Esta extensión está igualmente marcada por una tradición escolar que se apoyaba en la retórica como disciplina taxonómica, inventario de figuras a clasificar y aplicar a los ejemplos que se ofrecieran en clase, incluso sin tener en cuenta la dificultad del trazado de límites tajantes e imposibles de burlar entre figuras como la ironía y el sarcasmo o entre la metonimia y la sinécdoque según fueran las definiciones que se tomaran de este o aquel autor o de este o aquel diccionario de retórica. Asimismo, dicha extensión dio lugar a enfoques comunicativos que habilitaron una relectura de Jakobson a la luz de la pragmática -o de una imagen caricaturesca de la pragmática-, reduciendo notablemente sus planteos teóricos y analíticos. Uno de los efectos inmediatos de esta reducción fue la preeminencia que asumieron las funciones del lenguaje orientadas al emisor (la función emotiva), al receptor (la función apelativa) y al referente o contexto (la función referencial), en franco desmedro de las dos funciones sobresalientes del planteo de Jakobson: la poética, orientada al mensaje, y la metalingüística, orientada al código. De esta forma, se consolidaba lo instrumental, que es una forma de relación del hablante con la lengua, en cierto sentido una anestesia que, por ejemplo, afecta sustancialmente la lectura y la escritura de los alumnos; es, llegado el caso, una relación a-política con la lengua.
Entonces, las clases de enseñanza de la lengua, en lo que concierne a las funciones del lenguaje leídas de esta manera, fija(ba) la inconmensurable riqueza del sentido (en cualquier tipo de discurso, pero, desde luego, mucho más en el poético) en el siempre estanco repertorio de figuras retóricas: acá una metáfora, allá una metonimia, más allá una catacresis; por este lado un oxímoron, por aquel una hipálage, y en la insulsa y siempre sospechosa categoría de intención del hablante y en la noción de referente como punto definitivo de la denotación de las palabras. De nuevo, la conclusión se yergue inevitable: hay aquí una particular forma de relación con la lengua, dominada por la transparencia referencial.
En consecuencia, la función poética, decía, empieza a ceder espacio (asumiendo que alguna vez lo tuvo) a las funciones más eminentemente instrumentales según un paradigma igualmente instrumental que impregna de utilitarismo las concepciones sobre la lengua subyacentes a cualquier práctica relativa a su enseñanza. De este modo, la atención sobre las formas de decir (sobre su materialidad y la manera en que esta produce sentidos inesperados sobre los cuales no puede haber un cierre interpretativo) era restituida, digamos, a la gramática, al emparejamiento entre formas y contenidos, entre las estructuras morfosintácticas de la lengua y las “interpretaciones” o “lecturas” por ellas suscitadas. La propia noción de interpretación manejada en la gramática resulta un tanto sospechosa, desde el momento en que parece apoyarse en una transparencia del sentido y de acceso a él que rechaza cualquier posibilidad de equívoco, diseminándose eventualmente por doquier.
3.
Frecuentemente, olvidamos demasiado rápido que la lengua no es un mero instrumento de comunicación, ni lo es en primer lugar. Así pues, tratamos las palabras como si fueran etiquetas de las cosas que pueblan la realidad (desoyendo las enseñanzas de Saussure, y no solo de él), de modo que las primeras aparecen como un reflejo de las segundas. Las consecuencias de este hecho son enormes, cuyo alcance nunca logramos percibir del todo, porque estamos “diseñados” para usar la lengua, no para tratar con ella, incluso en el sentido médico del verbo (recordemos que el logos es, al mismo tiempo, medicina y veneno, pharmakon), y su enseñanza nos empuja en la dirección del uso. Demasiado rápido olvidamos también la escisión constitutiva entre el querer decir y los efectos provocados por lo dicho, que no se ajustan a los apareamientos entre las formas gramaticales y los contenidos que se desprenden de ellas.
En el fondo, hablar y escribir son una cosa curiosa: la verdadera conversación, el diálogo auténtico es un puro juego de palabras. Es lisa y llanamente asombroso el ridículo error que comete la gente al suponer que habla de las cosas. Todos ignoran, en cambio, que lo propio del lenguaje es ocuparse tan solo de sí mismo. Por eso el lenguaje es un misterio tan maravilloso y tan fecundo: que alguien hable simplemente por hablar, es justo entonces cuando expresa las más grandiosas verdades. Pero cuando por el contrario quiere hablar de algo preciso, de inmediato la lengua maliciosa le hace decir los peores dislates, las más grotescas sandeces. De aquí procede el odio que tanta gente seria le tiene al lenguaje. Nota su petulancia y su picardía; pero lo que no nota es que el parloteo sin orden ni concierto y su tan menospreciada dejadez son, justamente, el aspecto infinitamente serio de la lengua.[2]
La “maliciosidad” de la lengua está precisamente en el equívoco que la domina y que no puede ser reducido a la gramática, a la semántica ni a la pragmática, como si se tratara de efectos secundarios tratables con alguna medicina o gimnasia. Muy por el contrario, son estos efectos de sentido y de afecto los que provocan irrupciones, erupciones y reacciones de diferente índole, todas ellas vinculadas a algún aspecto afectivo y/o intelectual de la experiencia comunicativa, de suerte que el malentendido que rige todo intercambio es el problema central con el que el lenguaje carga y que ningún sujeto puede componer, apelando, por ejemplo, a las intenciones del hablante o a las acepciones de un diccionario sobre la palabra que suscita los problemas. Medicina y veneno, la lengua maliciosa explota en la poiesis (particularmente, en la literatura), que es ella misma medicina y veneno (de esto la actitud de Platón hacia los poetas en la conformación y el gobierno de la República); de esto, supongo, el verso nerudiano de “Walking Around”: “Sucede que me canso de ser hombre” y, ni que hablar, el verso de Darío: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo” (dejemos de lado el final trágico del poeta nicaragüense).
Lo que las clases de lengua parecen no poder asimilar ni digerir es, precisamente, esta dimensión por la cual todo decir se vuelve excesivamente sobre sí mismo y habla de otras cosas, suspendiendo el referente e, incluso, negándolo (¿a qué apunta El pozo?):
Del lado del discurso, querer decir “dice suficientemente que no lo dice”. Del lado del oyente, el querer decir vuelve a desdoblarse: está lo que aquel que habla “quiere decirle”, el sentido que le dirige, y lo que el discurso “le enseña de la condición del hablante”, lo que el discurso le dice “de quien lo dice”.[3]
Resulta suficiente con querer hablar para que el acto mismo de largarse a decir algo diga, sin codificarlo en ninguna palabra, que no decimos lo que queremos expresar. El propio acontecimiento enunciativo abre en su interior una escisión irreductible, que separa irremediablemente la enunciación del enunciado, haciendo que la primera afecte al segundo, desbordándolo, desmintiéndolo.
Entonces, la gramática -la disciplina- proporciona la base material de una estabilidad reclamada como necesaria para la enseñanza de la lengua, ficción que simplifica las cosas y, llegado el caso, termina por subestimar la inteligencia de los alumnos, quienes, progresivamente, van dejando de tratar con la lengua para dar paso a sus fútiles e inocuos uso y conocimiento. Pero entiéndase bien el punto: esta base material, irreductible, autónoma (un orden propio, ya no la gramática como disciplina), es soporte del sentido, aunque, desde luego, no lo agota y, muchas veces, en términos de las explicaciones que proporciona la gramática como disciplina científica, quede reducido, simplificado, provocando indeseados efectos de univocidad. Esto es: olvidamos el lenguaje por efecto de su instrumentalización (el predominio aplastante de la comunicación); vale decir, despolitizamos la relación del hablante con la lengua.
4.
Como ha sido puesto de manifiesto en numerosas ocasiones (artículos, ponencias, charlas, intercambios informales), los estudiantes que realizan la prueba de admisión a la carrera de Traductorado Público de la Facultad de Derecho tropiezan con la Parte B de la evaluación, relativa a la comprensión y producción de textos. Así, con un poco de estudio y aplicación, sortean con relativo éxito la Parte A, consagrada sobre todo a la gramática: ejercicios de análisis sintáctico, identificación de la información que aporta la desinencia de un conjunto de verbos conjugados y clasificación de palabras a partir de una oración seleccionada a tales fines. Por el contrario, cuando los ejercicios involucran explícitamente preguntas de comprensión lectora (cuando, más ampliamente, hay que comprender lo que se lee), las cosas no marchan (tan) bien. El tropiezo, entonces, es evidente, tanto en el resumen que debe elaborarse como en los demás ejercicios.
En efecto, teniendo en cuenta que los textos escogidos son mayoritariamente literarios, las preguntas elaboradas suelen apuntar a aspectos relativos a las funciones poética y, en menor medida, emotiva, del lenguaje (desde luego, no se deja de lado, porque no se puede, la función referencial, como tampoco se deja de lado, en los ejercicios propuestos, la función metalingüística). Dos escenarios suelen tener lugar: 1) los estudiantes no identifican los aspectos textuales por los cuales se pregunta o 2) identifican dichos aspectos, pero no pueden formular en qué consisten, cuál es su hechura lingüística y qué efectos de sentido provocan. (Cabe señalar que ninguna de estas situaciones exime de responsabilidad a los estudiantes, en términos de estudio, de esfuerzo, etcétera; solo quiero marcar un punto que me parece interesante, en la medida en que puede decirnos algo sobre el estado de la educación uruguaya en lo que hace a la enseñanza de la lectura y la escritura).
En estos ejercicios, la prueba de admisión sitúa al estudiante en una relación problemática con la lengua, haciendo de su opacidad constitutiva el punto central de la reflexión. La interpretación, no en el sentido en que la maneja la gramática, o no únicamente en este sentido, es indispensable para obtener resultados más o menos aceptables. Pero es precisamente la interpretación lo que encuentra, al menos, estos dos escenarios como obstáculos, como problemas que no se resuelven en unos meses previos de preparación de la prueba ni en los dos años de Español que ofrece la carrera, posteriores al ingreso. Antes bien, los problemas relativos a la interpretación deben ser entendidos como signos y síntomas de un estado de la relación del hablante con la lengua, construido, sobre todo, a lo largo del proceso de escolarización formal: un estado en que el hablante ha sido colocado en la posición de usuario de la lengua, pero no como un sujeto que trata con ella y que, en su tratamiento, él mismo se define como sujeto hablante, es decir, como sujeto pensante o, en una palabra, como sujeto.
Este es, reitero, el problema político central que está en juego en la tensión planteada entre la comunicación y el lenguaje. Y es un problema político porque atañe al modo en que los hablantes entendemos la realidad: o bien como un conjunto de objetos dados de antemano, hechos de una sustancia que responde, digamos, a una esencia, aprehensible descriptivamente por las palabras que utilizamos, o bien como un tejido de significantes (su sustancia: sentido), cuyas relaciones están siempre abiertas, en constante tire y afloje y desplazamiento, siempre criticables, en el zócalo de las cuales nosotros mismos nos constituimos como sujetos en virtud de la necesaria actividad interpretativa que debemos realizar.
5.
Coda. La expresión “alumno crítico” ha sido una coartada perfecta para diluir cualquier potencia crítica de la enseñanza, bajo la forma de la lectura y la escritura (la “sustancia” de la crítica y de lo criticado es más o menos la misma: discursos o textos). Así, el adjetivo “crítico”, con el que nos tranquilizábamos por su corrección política y su clarinada biempensante, posibilitó el olvido del verbo “criticar”, problema central en la medida en que este verbo presupone a alguien que critica y un objeto de la crítica, mientras que el adjetivo “crítico”, cuya propiedad designada se le atribuye al nombre “alumno”, deja de lado (no hace explícita y, por ende, favorece su olvido) la relación entre quien critica y lo criticado. Incluso, podemos ir un poco más lejos: ¿qué se critica? y ¿cómo, con qué?
La respuesta, en apariencia simple, dista mucho de serlo, y se liga con el problema central discutido acá, de naturaleza política y que concierne a la lengua, a su enseñanza y al modo en que se la considera en las otras asignaturas de la oferta curricular de Secundaria y, antes, en lo que ofrece Primaria: se critica el(los) sentido(s), no cosas, objetos sustanciales; se critica la realidad como tejido de significantes, y se lo hace en nombre del sentido que permitió su constitución, un sentido que, como se ve, no puede ser abolido, mucho menos si se tiene en cuenta que el sentido es el lugar de institución del sujeto. El ejercicio mismo de la crítica se sostiene y fundamenta en ese tejido de significantes y en los cortocircuitos que lo estructuran, locus de la política como logos.
Por lo tanto, la crítica que, como objetivo de la enseñanza, parecería haber estado en el fondo de la expresión “alumno crítico”, queda desprovista de toda su potencia (política) si se la inscribe en el territorio fundado/gobernado por la idea de comunicación, puesto que en él no hay lugar para tratar con la lengua, con el equívoco y sus efectos de sentido. En la misma dirección, para que “alumno crítico” tenga algo de sentido (no estoy reivindicando el uso de este sintagma; más bien pienso que habría que marginarlo, pues ya bastante daño ha hecho), es preciso tomar conciencia de esta dimensión significante de la realidad y de la perspectiva no instrumental de la lengua que se deriva de ella.