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AL PIE DE LAS LETRAS

 Publicado: 04/04/2018

Niños


Por Isabel Gallo


Las voces de los niños penetraron con ímpetu por las celosías cerradas, como todo lo relacionado a la infancia.

- Nunca me devolviste el auto - decía la voz de un niño que podría tener entre ocho y once años.

- Las llaves, Ismael - gritaba una voz de niña que se aproximaba.

La respuesta, probablemente se formuló a través del gesto, porque la niña, luego de unos instantes, replicó molesta:

- ¡Las llaves de la casa! Dale, dámelas.

El interlocutor del primer niño no dijo nada. Me resultó extraño este diálogo en boca de unos niños. Parecía más bien un diálogo de adultos. Tras esta breve reflexión continué con mi lectura, sumida en una modorra propia de estos nuevos calores del cambio climático, que nos obligan a asumir todas las hipótesis catastróficas, que siempre pensábamos para un futuro lejano y muy hipotético. Cabeceaba y las letras se perdían en el papel, las palabras ya no tenían terminación y las frases resultaban incongruentes, cada vez más tenues, oscuras.

Me desperté con sed, no tengo idea de cuánto dormí. El agua mineral se había acabado inoportunamente. Decidí beber agua del grifo, tomé un vaso, abrí el grifo y dejé que llegara hasta la mitad. Era un líquido turbio, con un olor difícil de explicar para el pobre olfato humano, algo así como una mezcla de cloro, óxido de hierro y materia orgánica pútrida. Trataba de convencerme de que por una vez que la bebiera, no pasaría nada. ¿Cuántos contactos se necesitan para verse afectado por ese arsenal de bacterias, colibacilos, materia orgánica, sustancias radiactivas, sustancias químicas, etc., a la que llamamos eufemísticamente, agua potable? Desistí de mi empresa, vacié el vaso en la pileta y lo coloqué en el escurreplatos, sin alcanzar a decidir si estaba limpio o sucio. Menuda reflexión para un compulsivo, que me conducía a una sucesión de dudas inquietantes acerca de la higiene de los utensilios de cocina, el hogar y nuestra propia persona. Deseché mis razonamientos por dañinos. ¿Qué alternativas tenía para evitar los perjuicios del agua contaminada? A menos que perteneciera a la clase privilegiada, la respuesta era, cero.

La boca pastosa me obligó a aceptar lo inevitable: tendría que salir a obtener el líquido vital en el comercio más cercano, si es que no se había agotado el stock. Los barrios modestos, como es lógico, llevan su austeridad a todos los niveles, y es común que durante la temporada estival y más desde los cambios climáticos las bebidas más populares se agoten o escaseen, aun el agua mineral.

Me calcé los zapatos de calle, también el saco de verano (el sol nunca fue mi mentor sino todo lo contrario, desde mis primeros días de vida tuvimos una relación de abuso impune, donde yo era la víctima indefensa y el astro rey, el victimario todopoderoso). Bajé la escalera y maldije haber nacido antes de la era de los delivery y las compras online, todo debo hacerlo personalmente, incluso achicharrarme miserablemente para conseguir un bidón de agua.

La calle se había convertido en una mole de aire hirviente, donde se confundían el calor extremo, como para hacer huevos fritos sobre la vereda, la peligrosa radiación UV y el olor a orina humana, que la ciudad ha adquirido hace ya algunos años, como si fuésemos la gran letrina del mundo.

Aunque el sol estaba ya en franco declive, la calle permanecía desierta, como a la hora de la “siesta”, esa arcaica costumbre española que algunos uruguayos se niegan a perder, más que por respeto a las tradiciones, por esa suerte de “pereza criolla” que no es, ni por asomo, el opuesto de la tan mentada “viveza criolla”, sino en todo caso un mero complemento de la misma.

Me dirigí arrastrando los pies hacia el almacén que queda a una cuadra de casa, ya que hace un par de años que dejé de frecuentar el establecimiento ubicado frente a mi domicilio, debido a los malos modales de su dueño, y a su inquietante tendencia a equivocarse perpetuamente en las cuentas, pero (detalle curioso), siempre a su favor. No soy una persona muy brillante, pero tampoco tan tonta como para pagarle por robarme.

Entré al almacén, todavía encandilada y busqué medio a tientas la góndola del agua mineral. Me dirigí a la caja para abonar la bebida y largarme de inmediato, pues circular por las calles durante el día, me produce una punzada que nace en la nuca y se dirige a la parte trasera de las orejas, donde pareciera que una pinza invisible me presionara el cráneo, como un cascanueces. Recién estando parada frente a la caja, me percaté de que el lugar estaba vacío, o al menos, así lo aparentaba. Busqué en todas direcciones, intentando encontrar a alguno de los empleados o al dueño del local, pero no vi a nadie. Me asomé sobre el mostrador y divisé un bulto, que, al mirar mejor, me dejó completamente desconcertada. Un niño de cuatro o cinco años estaba ovillado bajo la caja aplastando algo con un palito, tan concentrado en su tarea que no notó en absoluto mi impertinencia.

Continué buscando entre las góndolas y en el rincón junto a las heladeras, pero lo único que vislumbré fue una niña de seis años aproximadamente, que se hurgaba la nariz afanosamente, como si tuviese que extraerse un objeto molesto del cerebro. Dudé unos instantes, y a falta de una mejor opción, decidí preguntar a la niña por los empleados.

- Hola, ¿sabés dónde está Martín? – dije sin tener la certeza de haber sido comprendida.

- En la caja. – contestó la niña con total naturalidad.

- Ya me fijé y no está. Hay un nene, nomás. – repliqué con un tono tan perplejo, que parecía hablarme a mí misma.

Entonces, la niña se enderezó y clavó sus ojos en mí, su expresión denotaba un fastidio añejo, como si toda su vida hubiese tenido que responder la misma pregunta. Avanzó hacia la caja esquivándome como a un poste, tocó el hombro del niñito agachado, quien continuaba enfrascado en su juego, y cuando éste levantó la vista interrogante, simplemente se encogió de hombros y me señaló con la mirada. Acto seguido, volvió a su rincón, seguramente a concluir su tarea.

El niño se levantó con desgano, tiró el palito sobre mi hombro, se trepó con dificultad a la silla y se dispuso a facturar mi bidón. Nos quedamos unos segundos, o minutos, o siglos, ambos agarrados al envase, él con ojos fatigados, anodinos, yo, como una estatua de sal sorprendida en plena huida de Sodoma y Gomorra. En esos momentos interminables, mi mente cortocircuitó entre los derrapes de mi entendimiento. Tal vez, solo eran niños jugando y nada más, pero ¿dónde estaban los adultos responsables? ¿Sería, acaso, un almacén donde se explotaba a los niños, y yo nunca lo había notado? Seguramente existía una explicación muy simple para todo aquello, pero en esos momentos era completamente incapaz de alcanzarla. Finalmente decidí dejar que las cosas siguieran su curso, posiblemente todo se aclarara en unos instantes por sí mismo.

El chico facturó el bidón, le di un billete, me devolvió el cambio con morosidad, pero con una eficiencia que no era natural para un niño tan pequeño. Volví a quedar petrificada, y podría haberme quedado mucho tiempo así, pero los ojos del pequeño me aguijoneaban despiadadamente. Salí espantada del lugar pensando que era el suceso más extraño que me había tocado vivir.

El calor insufrible me devolvió a la realidad. La calle seguía desierta, excepto por un automóvil compacto que se acercaba de frente, con marcha reducida para estacionar. Paró a unos treinta metros delante de mí, era un Hyundai Accent color plateado, pero podría haber sido un Volkswagen, un Nissan o un KIA; hace bastante tiempo que las marcas automotrices compiten por parecerse todo lo posible, unas a otras. Al abrirse la portezuela, unos pies diminutos saltaron a la calle por el lado del conductor. Era un niño de aproximadamente siete años, vestido con unas bermudas de jean desflecadas, championes náuticos blancos, una remera verde con una hoja de cannabis estampada al frente, y anteojos de sol espejados que no permitían ver sus ojos. El chiquito abrió la valija del auto y comenzó a descargar cajas de cartón y tarros de pintura; parecía no molestarle el esfuerzo y sabía lo que estaba haciendo. Tocó timbre en el garaje de la casa, frente a la cual había estacionado, y aguardó a que le abrieran. Yo estaba parada a un par de metros del niño, observando la escena como si estuviera en un museo admirando las recreaciones de época. Creo que tenía la boca abierta, sentí algo húmedo en el mentón.

Otro niño abrió la puerta, saludó al visitante con un choque de puños y se pusieron a entrar el cargamento, como si fuese cosa de rutina. Cuando acabaron, el visitante activó la alarma del auto y aceptó la invitación de anfitrión, para compartir una “Stella bien helada”.

No estoy muy segura de qué sucedió después, solo recuerdo que corrí a casa, el corazón latía irregularmente, me faltaba el aire, el paisaje tenía un halo negro. Todo se vuelve muy confuso, me veo corriendo a casa, pero es de noche, abro con mucha dificultad la puerta, la cierro con todas las cerraduras y dejo las llaves colocadas, para asegurarme de que nadie podrá abrir desde fuera. La escalera se me figura más alargada de lo normal, por algún motivo, la luz de la parte superior está apagada. Subo gateando, no tengo valor para intentar hacerlo de pie. Mi meta era la cama, me acosté con los zapatos puestos y me tapé hasta la cabeza. Sé que es infantil, pero cuando no tenemos otra defensa, las cobijas ofrecen su modesto consuelo para tratar de sobrellevar las penurias y, por otra parte, era todo lo que tenía a la mano.

De alguna forma logré dormir, un sueño espeso y sudoroso, lleno de pesadillas y sobresaltos. A la mañana, no estaba segura de lo ocurrido el día anterior, temía haber sufrido alguna clase de desmayo y desvarío. Los zapatos me recordaron los hechos pasados, ahora irrefutables. Me levanté trastabillando y fui a verificar la puerta de calle y sus cerraduras; las llaves permanecían en su posición, de modo que era cierto, algo había ocurrido y yo no tenía explicación alguna para ello.

Me fui a duchar. El único momento de verdadera lucidez que experimento en el día es bajo la ducha, cuando el agua arrastra toda la suciedad adquirida y logra desempañar de alguna forma mis pensamientos. Lo más lógico, según me pareció en ese momento, sería volver a las calles para verificar mis recuerdos. Pero ¿qué podía hacer si todo seguía incambiado? ¿Acaso habría una oficina de reclamo para esas cosas, algo parecido a un departamento de fenómenos paranormales, atendido por algún “Germán Villemel”, pero empleado público? Por otra parte, ¿qué podía hacer en mi situación: convertirme en una ermitaña improvisada y esconderme del mundo por el escaso tiempo que lo permitieran mis precarias condiciones materiales, sin acopio de agua mineral, con una despensa que consistía en tres latas de arvejas desabridas y oscuras, además de un kilo de arroz de mala calidad, que siempre terminaba hecho puré, aunque en su interior permaneciera duro? Eso sí, estaba bien surtida de papel higiénico de buena calidad, con veinte paquetes comprados a mitad de precio durante una promoción aniversario.

No quedaba otra opción, debía regresar al exterior. Afortunadamente, la ducha me había dado nuevas energías y bajé trotando la escalera, envalentonada por la falsa ilusión de que yo podía enfrentarme a cualquier situación insólita y sobrevivir para contarlo. ¡Qué error! Apenas abrí la puerta, mis piernas comenzaron a temblar al ritmo de mi fatigado corazón, que parecía bombear con émbolo averiado la sangre que debía recorrer mi cuerpo. Tenía unas ganas imponentes de entrar, pero mi cuerpo, en toda su infinita sabiduría, me expulsó a la vereda, donde no tuve más remedio que seguirlo.

Se percibía, sin lugar a mucha duda, que las cosas permanecían sin cambios desde mi excursión anterior. La calle lucía tranquila en apariencia. Pero algo me llamó la atención, giré para identificar el origen de mi inquietud y vi a un gurrumín, como de dos años, apoyado en la columna que flanquea la puerta del almacén frente a casa (al cual ya dije que no voy más), y que me miraba con desprecio desde su carita manchada, enfundado en una camisa a cuadros, pantalón deportivo y alpargatas marrones. No sé si era cierto, pero su expresión me pareció idéntica a la del almacenero, inclusive escupió en la vereda, como solía hacer el comerciante cada vez que me veía llegar con las bolsas repletas de mercaderías compradas en otros comercios. Se me revolvió el estómago ante el parecido.

Caminé de prisa hasta la carnicería cercana, pero temo que no fue una buena elección. La carnicería no solo estaba atendida por dos niños (una niña de cuatro o cinco años, y un niño de no más de seis), sino que también había dos clientes, que también eran niños (de cerca de ocho años), uno más bajo y gordo que el otro, y que parecía servirle de bastón, pues el otro niño estaba demasiado flaco y desgarbado. Me recordaban a las películas de Abbott y Costello, pero este Abbott, en lugar de soberbio parecía ausente, mientras que Costello (que en realidad no era gordo, sino más gordo que el otro) se veía serio y reconcentrado en sí mismo. Estaban todos en silencio, por lo que me quedé en el local para ver qué hacían, una vez más, como si estuviera mirando tranquilamente una película en mi propio living. Pero no estaba para nada tranquila, la cabeza me giraba como molinete de chimenea, no atinaba a completar ningún pensamiento, y menos aun lograba coherencia de ideas. Finalmente, supongo que era inevitable, el niño carnicero habló al pequeño Costello:

- ¿Algo más, vecino?

- No, nada. ¿Cuánto es? – respondió el Costello en miniatura.

- Mi compañera le cobra. Gracias. Que pasen bien - finalizó el carnicerito.

- Son doscientos ochenta pesos, vecino – explicó la niña de la carnicería.

- Sírvase.

- Muchas gracias. Chau, que pasen bien. Saludos a la hija.

Esta última frase pareció de Schrödinger. ¿Cómo ese niñito podía tener una hija? ¿Acaso no se daban cuenta de su niñez? Salí corriendo de la carnicería y decidí ampliar mi radio de investigación; caminé apresuradamente hacia la avenida A., empeñada en desenmascarar la farsa, cualquiera que fuera. Esa era la única lógica que mi endeble razonamiento admitía para semejantes extravagancias. Llegué a la parada de ómnibus bastante fatigada, por cierto, pues sin darme cuenta había realizado el trayecto a toda velocidad. ¡HABÍA NIÑOS POR TODAS PARTES! Y todos estaban en actitudes de adultos, pero con un ánimo diferente, parecían jugar al juego de la resignación, donde debían asumir el papel del adulto asignado y seguir su modelo, sin que se les permitiera dejarse llevar por la fantasía o la diversión. Sin embargo, cuando estaban en grupos mayores (de cuatro, cinco o más), entonces parecían recobrar su niñez y esbozar algo de felicidad.

Subí al primer ómnibus que apareció; iba preparada, pero me confundí al ver el vehículo repleto de niños, ¿tal vez iban de paseo con las maestras? Pero no había maestras; es más, el chofer también era un niño. Comencé a golpear, enloquecida, la puerta del ómnibus para que me dejaran bajar; el chofer murmuró algo referente a locos y a avivados que quieren viajar gratis, pero no me preocupé de él, ni de sus palabras.

Me acurruqué al fondo del terreno baldío que está junto a la parada (vacío a causa de la demolición de la casa que lo ocupaba), me cubrí la cabeza con las manos, sin saber si quería protegerme de algo que entrara o de algo que saliera. Era demasiado lo que no entendía, el mundo había cambiado más abruptamente que cuando descubrí que los reyes eran los padres, y que mis progenitores, por tanto, me habían mentido, haciéndome creer en un universo mágico que en realidad no existía, sino que estábamos a la deriva sin ninguna protección sobrenatural, solo sostenidos por nuestras magras fuerzas y nuestro limitado entendimiento.

Me rendí completamente; no había forma de descifrar el enigma, y mucho menos de hacerle frente. Permanecí demasiado tiempo en aquel rincón; mi cuerpo fue perdiendo sensibilidad. Había sol, era de noche, durante un ciclo impreciso. Pero todo siempre termina; entonces abandoné mi refugio, ensayé la marcha y lo conseguí. Caminé por las calles, saludé a los niños, llegué a una plaza bonita y arbolada. Los niños estaban jugando.

- Este juego es más divertido que el otro.

- Claro. Dale, tirate, es suavecito.

- ¡Jujuuu! Mirá, hago ángeles de arena.

- Vamos, allá hay agua. Está fresquita, vengan.

Es tan divertido, las gotitas salpican para todos lados, a veces, me entran en la boca, es como tragar diamantes líquidos. Me encanta la sensación de aguaviva, cuando chapoteo. Jajaja. Aguaaaa, lari, lari. Agua, soy toda de agua.

[1] Isabel Gallo (Montevideo, 1961) es escritora, performer, clown y actriz. Autosemblanza: De naturaleza lenta, llegué tardíamente a la literatura y con escasa repercusión. Aunque mis preferencias literarias están en la narrativa, las “malas influencias” del “Bocha” Benavídez terminaron por decantarme hacia la poesía, pero sin dejar huella. En narrativa figuro en alguna publicación colectiva, y en poesía hay un librito individual artesanal de limitadísimo tiraje. Prefiero difundir mis textos a través de la performance, un instrumento barato y divertido que me libra de los inconvenientes editoriales. Si debo ser sincera -muy a mi pesar- mi faceta más conocida es como escritora de cuentos infantiles, publicados bajo el seudónimo de Andrea Sorchantes en una página ya desaparecida, pero que dejó algunos seguidores que se encargaron de difundir los cuentos en varias partes de Latinoamérica. Mi pasaje azaroso por la Universidad me dejó conocimientos incompletos en Letras y corrección de estilo, lo cual no impide que ejerza ilegalmente estos oficios. He colaborado en un par de revistas, Alter, cuyo número trece lleva seis años en preparación; y Guita Online, una publicación literaria de efímera vida.

[2] Germán Villemel, es el protagonista de la novela: de Marcos Ibarra De las aventuras de Germán Villemel. Experto en fenómenos paranormales. Montevideo: Yaugurú/Espacio Mixtura, 2015. 99 págs. ISBN: 978-9974-719-19-4.

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