Muro III

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UN IDEÓLOGO DIFÍCIL DE CLASIFICAR

 Publicado: 04/04/2018

La importancia de criticar a Carl Schmitt


Por Fernando Britos V.


Con una vieja derecha que se promueve como novedosa y una ultraderecha nazifascista rampante en todo el mundo, resulta imprescindible para quienes aspiran a un mundo mejor, más justo y pacífico, un abordaje serio de las ideas de Schmitt, aunque más no sea “para saber de dónde vienen los tiros”, como dicen los mexicanos.

Limitarse a despacharlo como uno más de los juristas nazis o como un ejemplo de la camaleónica capacidad de reciclarse de sus colegas que se volvieron instantáneamente demócratas en 1945, escalaron en el mundo de la Guerra Fría y volvieron a ocupar un lugar destacado en el foro, en la academia, en el panorama intelectual de la derecha no es suficiente para abarcar la calidad de sus críticas a la democracia liberal y la gravitación de sus obras en la orientación de la política derechista desde mediados del siglo XX hasta la actualidad.

¿CÓMO UBICAR A SCHMITT? Los años transcurridos entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el principio de la Segunda (19181939) fueron turbulentos en todo el mundo y especialmente en Europa. El surgimiento del fascismo, el nazismo y sus metástasis conmovieron los pilares de la política conservadora e hicieron entrar en crisis la ideología liberal clásica, parlamentaria y elitista. En esos años se dio a conocer Carl Schmitt y comenzó a desarrollar sus teorías políticas.

Schmitt afirmaba que la interpretación de los fundamentos de una constitución incluyen supuestos acerca de la relación entre la autoridad política y los derechos de las personas y, por lo tanto, se trata de interpretaciones ineludiblemente políticas. Comenzó su carrera política como asesor de la camarilla de aristócratas en que se apoyaba el viejo mariscal prusiano Paul von Hindenburg, Presidente de la República de Weimar. Fue el teórico de los rancios conservadores alemanes que precedieron a Hitler y fueron desplazados por este.

Era el jurista de consulta de Franz von Papen (18791969), el militar y político del Partido Centro Católico cuyas intrigas fueron la clave para el ascenso de Hitler al poder. Otro personaje, amigo personal de Schmitt, era el general Kurt von Schleicher (18821934), consejero de von Hindenburg y compinche de von Papen. Schleicher (cuyo apellido en alemán significa “furtivo” o “merodeador”) era un veterano que después de la Primera Guerra Mundial desarrolló las bandas terroristas paramilitares conocidas como Cuerpos Francos (Freikorps). En 1928, Schleicher controlaba los servicios de inteligencia del nuevo ejército alemán (Reichswehr), era el jefe del enlace entre el ejército y el gobierno y en 1930 se le consideraba el hombre más poderoso de Alemania.

Después del ascenso de Hitler intentó crear el Frente de la Cruz o de los Cruzados que, con la derecha tradicional y los sindicatos católicos, pretendía desplazar al Führer del poder. La conjura falló y von Schleicher y su esposa fueron asesinados por pistoleros de las SS y la Gestapo durante la “Noche de los Cuchillos Largos” (los asesinatos políticos que se extendieron entre el 30 de junio y el 2 de julio de 1934). Schmitt, que se había afiliado un año antes al partido nazi, aprobó expresamente el asesinato de su antiguo correligionario y amigo, von Schleicher, al considerar que las ejecuciones extrajudiciales eran “un acto de justicia”.

Las elucubraciones y críticas de Schmitt a la república liberal trascendieron desde un principio más allá del ámbito académico pero nunca intentó dar forma a sus intervenciones intelectuales de largo alcance como un sistema estructurado. Esto, junto con sus mutaciones temáticas y virajes tácticos, hizo de Schmitt uno de los autores que más reescribió y recicló sus textos, en forma permanente, durante toda su larga vida.

Aunque públicamente se manifestaba opuesto al nazismo en sus artículos periodísticos, publicados incluso hasta las elecciones de 1932, en lo personal se compinchó tempranamente con Herman Goering y no apreciaba a Hitler, un “oradorcillo insulso” como lo calificó en su diario íntimo.

El 1º de mayo de 1933 se afilió al Partido Nacional Socialista junto con su amigo el filósofo nazi Martin Heidegger y produjo la fundamentación del principio de autoridad que respaldó a Hitler como amo absoluto del Tercer Reich: el Führerprinzip. Actuó por toda Europa, especialmente en Francia y España, como propagandista del nazismo en los medios intelectuales. Fue miembro del Consejo de Estado de Prusia, hasta el derrumbe en mayo de 1945, y como protegido de Goering fue capaz de mantener su influencia y privilegios durante el Tercer Reich pese a la reticencia y rechazo que suscitaba en Himmler y los juristas de las SS.

El análisis de su trayectoria indica que no fue un simple y transitorio compañero de camino del nazismo o alguien que flirteó con los hitleristas para acomodarse. Tampoco fue un nazi integral y se las arregló para eludir sus responsabilidades en los crímenes del régimen y para pasar a un discreto pero muy activo accionar como ideólogo contrarrevolucionario, de gran recibo entre los promotores de la Guerra Fría, los popes del neoliberalismo y los fanáticos ultrarreaccionarios en todas las tiranías. También ha tenido gran recepción entre los intelectuales posmodernos, incluso algunos que se consideraban de izquierda, posiblemente por sus lúcidas críticas al liberalismo y a la clásica democracia liberal.

Su habilidad como polemista, su elasticidad teórica, su estilo que alternaba agudeza y vaguedad y sus continuos cambios de orientación dentro del conservadurismo hacen que su obra haya sido examinada a través de ópticas interpretativas muy diversas. Quienes han calificado a Schmitt como “modernista reaccionario” o como “conservador revolucionario” lo ubican junto con el filósofo e historiador Oswald Spengler (18801936), con el escritor y publicista Arthur Moeller van den Bruck (18761925) y junto con el militar y novelista Ernst Jünger (18951998), en el panteón de un “espíritu de los tiempos” (Zeitgeist) ultranacionalista y ultraconservador que algunos consideran, con bastante ligereza, como extinto.

Algunos autores europeos y estadounidenses que se refieren a la obra de Schmitt no suelen presentarlo como un pensador destacado. Quienes no le tienen simpatía lo descartan como fascista o como oportunista a partir de sus andanzas muy concretas. En cambio quienes simpatizan con él lo presentan como un jurispublicista inocuo, un aventurero intelectual como él mismo se definió ante los investigadores fiscales de los juicios de Nuremberg, lo ensalzan por su coherencia entre su pensamiento y sus posturas políticas o lo han levantado a un sitial destacado en la panoplia de intelectuales derechistas de la llamada “revolución conservadora”.

Lo cierto es que Carl Schmitt era un calculador inteligente, orgullosamente comprometido con la causa de la contrarrevolución, y aunque a veces se disfrazó de burócrata segundón nunca fue un mercenario barato y servil de sus poderosos patrones. En fin, para que se nos entienda, nunca fue un lacayo del tipo de un Luis Almagro sino una verdadera “mente peligrosa”.

LOS NUEVOS SCHMITTIANOS. Hay quien ha presentado a Schmitt como un clarividente que anticipó visiones oscuras sobre la política internacional. Esta etiqueta de “genio oscuro” es la que propusieron Paul Piccone y Gary L. Ulmen en 1990 (Piccone y Ulmen, 1990, “Schmitt’s Testament and the Future of Europe”; Telos Nº 83). El filósofo italo-estadounidense Paul Piccone (19401994), que empezó en la Nueva Izquierda estadounidense para terminar en la derecha populista posmoderna con su revista Telos, fue un farragoso propagandista de Schmitt. Gary L. Ulmen es un politólogo y sociólogo poco conocido, próximo al Tea Party, el sector más derechista del partido republicano, que se autopromovía como el gran difusor de la ideas de Schmitt en los Estados Unidos.

A fines del siglo XX, en Alemania, hubo quien comparó el papel que jugó Schmitt durante el Tercer Reich con el que cumplió Jean Bodin (15291596) durante las guerras de religión en la Francia del siglo XVI, entre católicos y hugonotes. Bodin fue un monje carmelita que, una vez liberado de sus votos, se dedicó a la filosofía política, la economía y la historia. Hizo importantes aportes a la teoría del Estado, especialmente al concepto de soberanía. Siendo católico también se sintió atraído por los dogmas rabínicos y por el calvinismo. Fue polémico y quienes lo comparan con Schmitt aluden al lado más oscuro de este intelectual francés: en su libro Démonomanie des sorciers propuso innumerables métodos para torturar a posibles brujas y hechiceros. Bodin creía que siguiendo sus métodos la Inquisición no juzgaría injustamente a nadie.

El filósofo alemán de Friburgo de Brisgovia, Heinrich Meier (n. en 1953), de la Nueva Derecha (Neue Recht), promueve visiones esotéricas y reivindicativas de Carl Schmitt como la de los “diálogos ocultos” a los que nos hemos referido en artículos anteriores tales como los que se habrían producido entre el jurista alemán y sus epígonos de la teoría de las relaciones internacionales (Henri Morgenthau y Leo Strauss entre otros) o de la teoría neoliberal (originalmente Friedrich von Hayek).

Meier es nada menos que el Director-Gerente de la Fundación Carl Friedrich von Siemens, uno de los principales think tanks de la llamada “Nueva Derecha Alemana”, financiada por los ultramillonarios industriales prusianos de la familia Siemens (los mismos condenados por emplear como esclavos a los prisioneros de los campos de concentración durante el nazismo). Desde su creación, en 1964, la Fundación se ha dedicado a promover el revisionismo histórico y a la reivindicación del nazismo y del nacionalismo.

Cuando Meier era todavía estudiante, la Fundación Siemens era dirigida por Armin Mohler (19202003), un nazi de origen suizo que después del derrumbe del Tercer Reich se transformó en promotor de la Nueva Derecha, negacionista de los genocidios nazis y reivindicador del fascismo “al estilo de José Antonio Primo de Rivera”, el falangista español. En 1978 Mohler, que había sido secretario privado de Ernst Jünger, a quien abandonó por considerarlo demasiado moderado, comenzó a promover desde la Fundación Siemens a Carl Schmitt, su ídolo.

Meier sucedió a Mohler y ha seguido su linea apologética. Es el autor de The Lesson of Carl Schmitt; Four Chapters on the Distinction between Political Theology and Political Philosophy, publicado por la Universidad de Chicago en 1998 (la edición original alemana es de 1994) y reeditado en 2011. Este filósofo pretendió reorientar el debate internacional sobre Schmitt y enaltecer su vigencia para el pensamiento político. The Lesson of Carl Schmitt es una obra en cuatro capítulos sobre moral, política, revelación de un Dios misterioso y suprarracional e historia. En la edición de 2011, rápidamente traducida al inglés, Meier agrega un par de ensayos sobre la correspondencia entre Carl Schmitt y el oscuro filósofo kantiano Hans Blumenberg (19201996) publicada poco antes.

Otro schmittiano prolífico es el francés Alain de Benoist (n. en 1943), académico y propagandista principal de la Nouvelle Droite (Nueva Derecha) y editor de los periódicos Nouvelle École y Krisis. De Benoist rechaza la globalización, la inmigración y la promoción de los derechos humanos. Como su admirado Schmitt, de Benoist ha sido tildado como fascista pero en los últimos años ha ido acomodando el cuerpo y evolucionado desde una postura aristocratizante, como la de los viejos conservadores prusianos, hacia posturas más afines a la democracia liberal aunque vocalmente sigue siendo un detractor de esta última y del cristianismo primitivo.

En Rethinking the French New Right: Alternatives to Modernity, el profesor Tamir Baron, un israelí que trabaja actualmente en México, advierte que los revolucionarios no necesariamente provienen de la izquierda. En Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, los extremistas de derecha adoptaron procedimientos parlamentarios, extraparlamentarios y metapolíticos. Este último es el caso de la Nouvelle Droite.

Las interpretaciones actuales entre las que las ideas de Schmitt calzan perfectamente son cuatro: a) la nueva derecha es fascista o casi fascista; b) la nueva derecha desafía a la tradicional dicotomía derechaizquierda; c) la nueva derecha es un movimiento modernista alternativo que rechaza el relato liberal y el socialista de la modernidad, acepta los efectos técnicos pero no los políticos o culturales de la misma y procura un marco político europeo capaz de eliminar el multiculturalismo cultural, privilegiando el dominio étnico de los “europeos originales” y d) la nueva derecha es un movimiento políticoreligioso que implica un proceso de conversión. En suma, los ingredientes fundamentales para estudiar la relación entre la nueva derecha y las ideas de Schmitt por una parte y el racismo, la xenofobia y la ultraderecha que hoy campean en Europa y también pretenden asomar la cabeza por estas latitudes.

EL MÉTODO PARA ABORDAR LA CRÍTICA A SCHMITT. Una visión demasiado lineal podría conducir a considerar a Schmitt como poco más que un polemista inescrupuloso y acomodaticio, un católico tradicionalista (o antimodernista) o un fascista común porque en cierta medida todo eso fue pero esas etiquetas necesarias no son suficientes para comprender por qué adversarios de izquierda y de gran calado intelectual, como Walter Benjamin, Georg Lukacs, Karl Mannheim, Alexander Kojève, Norberto Bobbio y Jürgen Habermas, lo tomaron en serio.

Uno de los autores que ha estudiado a Schmitt con profundidad y sistematismo es el hindú Gopal Balakrishnan, un especialista en historia de las ideas, particularmente en la Europa del siglo XX, actualmente en la Universidad del Sur de California, que es discípulo de los marxistas británicos Perry Anderson y Michael Mann y coeditor de la revista New Left Review (editada en español por el Instituto 25M de España). Balakrishnan (2000, The Enemy: An Intellectual Portrait of Carl Schmitt, Verso, Londres) reclama los aspectos metodológicos que considera imprescindibles para desvelar la obra schmittiana y hacerle una crítica profunda. Esos aspectos son por un lado la reconstrucción diacrónica y por otro el abordaje multidisciplinario.

La interpretación de los argumentos desarrollados en los escritos de Schmitt, como respuesta a las crisis que tuvieron lugar en el siglo XX, sólo puede ser abordada cuando esos textos se organizan y contextualizan en una secuencia narrativa cronológica, sostiene Balakrishnan. Por otra parte advierte que es virtualmente imposible analizar a Schmitt a través de una sola disciplina: ya sea el derecho, la teología política, la filosofía, la crítica literaria, la teoría de las relaciones internacionales, la sociología o la historia.

Schmitt pensaba que la jurisprudencia era una disciplina moribunda que debía ser renovada apelando a las tradiciones clásicas y a las teorías sociales y políticas modernas. Dominaba el griego y el latín; leía, hablaba y escribía fluidamente en francés, español e italiano; leía corrientemente en inglés y tenía una gran perspectiva histórica y literaria. Dicho sea de paso aunque no se sabe a ciencia cierta es posible que en sus encuentros romanos con Mussolini departieron en alemán, que el Duce hablaba con fluidez y sin acento, o en la lengua del Dante que Schmitt dominaba a fondo.

La constante oscilación schmittiana entre una estrategia de consolidación de los pilares tradicionales del poder y una tendencia a abandonar o superar el statu quo social y político, entre el radicalismo derechista y la moderación, hace obligatorio el abordaje multidisciplinario. Esa dinámica, oscilante entre el poder del tipo de una monarquía absoluta (la unión del trono y el altar) y la escatología de un nuevo orden divino (la parusía transitoriamente diferida por el katechon) es uno de los aspectos que tienen que ser identificados con precisión para poder establecer una relación entre sus textos y los contextos en que vieron la luz.

EL PRIMER SCHMITT: DEL ROMANTICISMO A LA DICTADURA. El hombrecito de Plettenberg no era un aristócrata prusiano y protestante sino un pequeño burgués de Westfalia, provinciano y católico. Por lo tanto, en sus años de formación los que precedieron a 1914 y a la Primera Guerra Mundial no le resultó difícil superar el encuadre y los valores del Segundo Reich, la Alemania que el Kaiser Guillermo había heredado de Bismarck, y sus “buenos viejos tiempos”. Siendo un típico intelectual alemán, con fuertes influencias del antimodernismo de los románticos, enemigos de la Ilustración y de la Revolución Francesa, se consideraba más latino que sus colegas germanos y no se identificaba con los valores de la casta aristocrática, militarista y racista.

Durante sus años de formación política cayó en la cuenta de que la era de la política tradicional liberalconservadora se había agotado y de que se necesitaba un enfoque renovado y audaz para legitimar un poder capaz de enfrentar los reclamos de libertad y justicia, el descontento popular, la fuerza creciente de los trabajadores organizados y la política revolucionaria encabezada por el marxismo.

En sus actuaciones públicas tempranas, Schmitt se comprometió, desde un discreto segundo plano, con la camarilla conservadora que rodeaba al Presidente del Reich, el mariscal Hindenburg, pero no era monárquico guillermino sino republicano. Sus divergencias con la República de Weimar se centraban en la necesidad de limitar el parlamentarismo y las libertades públicas para establecer una dictadura preventiva.

En sus años formativos se mantuvo alejado de las varias subculturas de la derecha alemana pero diagnosticó que la derecha europea de entreguerras se estaba volviendo incapaz de confiar en “los pilares ruinosos de la autoridad conservadora” y se deslizaba a velocidades variables hacia el fascismo (primero Italia y Hungría, después Alemania).

Durante ese deslizamiento, interrumpido por frecuentes intentos de aferrarse a las posturas defensivas de la derecha tradicional, Schmitt, que era una especie de desarraigado de mente proteica, reflejaba en su accionar de entonces y a una distancia variable el dilema que enfrentaba la derecha centroeuropea.

De este modo, en 1919, ya en la treintena, se manifestó como un intelectual comprometido. En Romanticismo Político (Politische Romantik) atacó en forma audaz y decidida los principios del romanticismo propio del siglo XIX, a través de un análisis de la obra del economista y político Adam Mueller (17791829) en el que planteaba que el conservadurismo amorfo y apolítico del romanticismo alemán anticipaba el letargo intelectual de la burguesía. El romanticismo político se identificaba con la Edad Media católica, la defensa de un orden social semifeudal (el de los terratenientes prusianos) y una concepción del Estado como obra de arte. Para rebatirlo, Schmitt tomó argumentos de la izquierda hegeliana.

Precisamente por eso muchos analistas estiman que, en los primeros años de Weimar, Schmitt era un católico nacionalista cuyas ideas correspondían al pensamiento tradicional antiliberal. Sin embargo, Balakrishnan considera que en esa primera obra polémica no era posible todavía distinguir un Schmitt claramente alineado con la derecha o con la izquierda, porque se ubicaba, al mismo tiempo, en dos campos divergentes del nacionalismo: el del romanticismo alemán, que se identificaba con la Restauración absolutista posnapoleónica, y el del romanticismo francés que lo hacía con Rousseau y la Revolución Francesa.

Para el primer Schmitt, la herencia conservadora alemana era el sedimento de las semirevoluciones fallidas que acompañaron la tardía unificación bismarckiana de los múltiples estados germanos. Consideraba que ese bagaje intelectual era incapaz de enfrentar una crisis profunda de autoridad política como la que se registró tras la derrota del Segundo Reich en 1918.

Aunque su visión no aparecía claramente definida y era cambiante, su conservadurismo basal ya surgía esbozado en la idea de que para enfrentar el riesgo revolucionario había que recurrir al pensamiento político anterior al siglo XIX. Por otra parte, el romanticismo político es un llamado al rearme intelectual, pero como el momento en que la obra fue escrita era de indefiniciones e incertidumbres, el autor no muestra claramente quién debía rearmarse ni contra quién debía hacerlo.

Dos años después, en 1921, Schmitt produjo La Dictadura (Die Diktatur), que lo ubica nítidamente en la derecha política: el enemigo es el proletariado. Sin embargo, todavía no era antirrepublicano y sostenía que la función del dictador era mantener las instituciones republicanas. Se trataba de oponerse a la revolución como el precedente romano en el que Schmitt se inspiraba directamente: el dictador como personificación de un poder de emergencia.

Para él, la derecha estaba obligada a operar en un terreno históricamente ocupado por la izquierda y por eso debía reinterpretar a su favor las doctrinas que originalmente fueron revolucionarias. La dictadura del proletariado que los bolcheviques habían establecido en Rusia en 1917 era para Schmitt el más peligroso ejemplo de soberanía popular pero, al mismo tiempo, contenía un ejemplo implícito que le derecha debía imitar.

LA TEOLOGÍA POLÍTICA Y EL FASCISMO TEMPRANO. El año 1922 es el año en que apareció Teología Política (Politische Theologie), en la que manifestaba que la idea primigenia de soberanía se desarrolló a partir de analogías anteriores que se encontraban en la concepción teológica de la relación entre un Dios omnipotente y los reyes. El problema que se plantea es el del “legislador supremo” y la posibilidad de que este pueda violar sus propias leyes durante un “estado de emergencia”.

En este esquema Schmitt, que ya se venía refiriendo al estado de emergencia en su obra del año anterior, lo presentó como una secularización de la concepción teológica del milagro, el momento en que se produce una suspensión temporal del orden natural de la creación divina. El estado de emergencia, como milagro, era lo que se requería para contener a las masas revolucionarias.

La crítica schmittiana advertía que el proyecto político liberal intentaba neutralizar los conflictos sociales por medio de leyes y de este modo eliminaba de la idea de soberanía el momento teológico de arbitrariedad, la situación de emergencia, el milagro, que se necesita para frenar a las masas.

En la Teología Política, Schmitt exploró la posibilidad de una política de oposición total al ascenso de las masas mediante la tradición católica contrarrevolucionaria de Donoso Cortés, la negación total de la soberanía popular que se remontaba, por lo menos, al Papa Sixto V, el pontífice emblemático de la Contrarreforma (15851589). En esta obra sentó las bases de su característico “decisionismo”.

Es con Juan Donoso Cortés (18091853) que el asunto de la llamada “dictadura soberana” adquirió significación escatológica (el katechon) cuando la monarquía legítima se vuelve impotente. Es como si una dictadura comisarial ya no fuera suficiente para superar semejante emergencia histórica. Donoso Cortés decía que la crisis europea del siglo XIX se prolongaría hasta que, en un futuro, se produjese la parusía, que era concebida como la batalla final en la que un proletariado ateo y revolucionario (el Anticirsto) sería definitivamente aplastado. Para Schmitt, el radicalismo revolucionario de la sociedad europea debía ser exorcisado por medio de una dictadura contrarrevolucionaria y a través de una guerra civil escatológicamente concebida.

En 1923, un prolífico Schmitt produjo Roemischer Katholizismus und Politische Form (“Catolicismo romano y formas políticas”), obra en la que proponía a la iglesia católica como estabilizadora en la Europa de la posguerra “por ser el símbolo último de una civilización común occidental”. Balakrishnan sostiene que, después de escribir Teología Política, Schmitt habría llegado a la conclusión de que su intento de oponerse a la soberanía popular a través de una contradefinición teológica, ingeniosamente concebida, sería un anacronismo en el mundo del siglo XX.

En cambio veía a la Iglesia Católica como el único mediador en los conflictos nacionales y de clase, un bastión de las formas estatales europeas contra las consecuencias políticas radicales de la modernidad cuyos orígenes se ubican en la Ilustración. El legado del catolicismo le parecía a Schmitt el fundamento para una política moderada que evitara el maniqueísmo extremista del decisionismo.

Se había producido un nuevo viraje del autor: decisionista en 1922, se presentaba como moderado en 1923. Esas rápidas transiciones entre la intransigencia y la moderación caracterizaron toda la trayectoria intelectual y política de Schmitt; es una de las razones que dificultan el análisis y que le permitieron al autor escurrirse cuando las circunstancias se lo requirieron. El pensamiento de Schmitt se movió siempre entre la visión escatológica de catástrofe y renovación y una visión más sobria de la civilización política clásica, ubicada en las antípodas de la primera.

En “Catolicismo romano y formas políticas” Schmitt proclamaba que el centro espiritual de una gran institución política es un mito legitimador. El mito de la Iglesia Católica consiste en que ella representa a Cristo hasta tanto se produzca el retorno triunfal de este para el Juicio Final. Por el contrario sostenía el hombrecito de Plettenberg en el centro del Estado moderno, burocrático, hay un vacío, una ausencia de mitos, por lo que fuerzas políticas extrañas a las tradiciones religiosas institucionales clásicas generaban sus propios mitos muy partidistas pero mucho menos capaces de establecer una civilización política duradera.

El conflicto central en política se daba entre dos de esos mitos: por la izquierda “el mito bolchevique” de la revolución proletaria internacional y por la derecha “el mito fascista” de la integración nacional. Aunque tenía algunas reservas acerca de las consecuencias potencialmente desestabilizadoras del fascismo, llegaba a la conclusión de que era necesaria una reconciliación entre la Iglesia y los nacionalismos modernos para oponerse de ese modo a la revolución. Más adelante veremos quienes fueron los operadores políticos que llevaron a la práctica la propuesta schmittiana en Alemania.

En esa época nació el romance de Schmitt con el fascismo italiano que él consideraba una síntesis ejemplar de esa alianza entre el trono y el altar y también una coincidencia de hecho con el poderoso cardenal Pacelli, el futuro Pío XII, cuyas directivas incidieron notablemente en la política de su país.

Nuevamente en 1923, Schmitt publicó “Die geistesgeschichtlich Lage des heutigen Parlamentarismus” (La crisis de la democracia parlamentaria), en la que sugería que la crisis de legitimación del Estado postliberal no se resolvería tratando de contener el ascenso de las masas sino a través de la integración de las masas en una “democracia nacional homogénea”, con lo que se colocaba más cerca de la pureza racial aria y la Volksgemeinschaft (la “comunidad popular”, que en su forma completamente racista sería un concepto fundamental del nazismo).

Schmitt creía que el espíritu de los tiempos (el Zeitgeist) del siglo XX se estaba volviendo cada vez más receptivo para las concepciones de la historia que se apoyaban en fundamentos irracionales y mitos. Pensaba que esos mitos proporcionaban una tentadora solución a los conflictos de raigambre profunda que el parlamentarismo liberal y racionalista no era capaz de resolver.

Esta es la clave de la temprana fascinación de Schmitt por el fascismo mussoliniano, que no solamente había salvado a la burguesía sino que mediante una violenta contraofensiva había dado al Estado lo que él creía una configuración improvisada, audaz y alternativa. El fascismo, según él, había generado un poderoso mito legitimador que era el “catalizador” que le había faltado a la escatología contrarrevolucionaria de Donoso Cortés.

CATOLICISMO, PACELLI, SCHMITT Y EL ASCENSO DE HITLER. Schmitt no era un católico ortodoxo. El concepto de autoridad política y soberanía que desarrolló en esos años lo enfrentó con las clásicas concepciones del Vaticano acerca de la relación entre la Iglesia y el Estado. Nunca se manifestó como un crítico de las posturas que la Iglesia Católica había desarrollado en su pretensión de independencia y supremacía sobre los Estados pero a Schmitt que se consideraba un verdadero católico le parecía que se trataba de teorías pluralistas que eran el marco para la acción de los sindicatos y los partidos políticos. En los años siguientes él fue afinando las concepciones más reaccionarias, las mismas que promovía Pacelli, pero mientras uno llegaría a ser el Papa Pío XII, el otro sería el legitimador jurídico del Führer.

Para contextualizar los escritos de Schmitt del periodo anterior al ascenso de Hitler al poder absoluto hay que abrevar en John Cornwell (n. en 1940), el investigador y académico católico británico que en su obra de 1999 El Papa de Hitler: la verdadera historia de Pío XII (Hitler’s Pope. The secret history of Pius XII) incluye una capítulo (“Hitler y el catolicismo alemán”) que sin nombrar siquiera a Schmitt ubica perfectamente sus evoluciones políticas (las de él y la de la derecha aristocrática) en el marco de las acciones del entonces Cardenal Pacelli.

Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli (18761958), fue Sumo Pontífice, como Pío XII, desde marzo de 1939 hasta su muerte. Pacelli tuvo una carrera políticoeclesiástica muy vinculada a Alemania desde 1917 como nuncio apostólico en Baviera y después en todo el imperio alemán hasta 1925, subsecretario de Estado del Vaticano y después Secretario de Estado desde 1930 hasta su ascenso al papado, periodo en el cual su influencia y directivas políticas fueron decisivas para desactivar la resistencia del catolicismo alemán al nazismo.

Adolf Hitler había reconocido tempranamente la potencial resistencia que el catolicismo podía representar para el nazismo y se había preocupado por establecer una diferencia entre el “catolicismo religioso” y el “catolicismo político”. Hitler sostenía que los partidos políticos no tenían nada que ver con los problemas religiosos “en tanto que éstos no enajenen a la nación, socavando la moral y le ética de la raza; del mismo modo que la religión no podía confundirse con las intrigas de los partidos políticos”. Con el tiempo quedaría claro que las “intrigas” a las que se refería no eran solamente la del Partido Socialdemócrata, el mayor de Alemania en la década de 1920, sino también al Partido del Centro Católico, que era el segundo.

Durante sus vagabundeos juveniles en Viena, Hitler había sido testigo del fracaso de la Kulturkampf (un enfrentamiento legislativo entre el poderoso canciller Otto von Bismarck, la Iglesia Católica y el Partido del Centro Católico, que se desarrolló entre 1871 y 1878 y que conllevó al ascenso de la izquierda el Partido Socialdemócrata).

Las acciones del gobierno alemán, apoyadas por los liberales y anticlericales, tenían una base pangermanista y anticatólica que produjeron una fuerte tensión entre el secularismo y la libertad religiosa. El Partido del Centro se oponía a la unificación alemana bajo la hegemonía y el centralismo de Prusia. Era partidario del federalismo, del imperio austrohúngaro, profundamente católico, y de los Estados católicos como Baviera y las minorías nacionales, los alsacianos y polacos.

Para Bismarck, prusiano y luterano, el catolicismo amenazaba la unidad del nuevo Imperio alemán y la proclamación de la infalibilidad papal (este dogma fue promulgado por el papa Pío IX el 18 de julio de 1870, tras su elaboración y aprobación por el Concilio Ecuménico Vaticano I) le molestó porque comprometía la obediencia al Estado de numerosos católicos ultramontanos e incluso provocó la escisión de algunos sectores.

Hitler aprendió bien esa lección. Si quería alcanzar el dominio absoluto debía manejar políticamente al catolicismo. En Mein Kampf, la obra que dictó mientras estuvo en prisión por el Putsch de la Cervecería, se refirió al catolicismo con ambigüedad y cuidadoso respeto. Poco después de quedar en libertad, el 26 de febrero de 1925, escribió en el Völkischer Beobachter que el movimiento nacionalsocialista no debía inmiscuirse en “disputas religiosas”. Dos años más tarde dispuso que las disputas sobre religión quedaban prohibidas a los nazis “por razones tácticas”, prometió que no habría una nueva Kulturkampf y que combatiría al Partido de Centro Católico únicamente sobre la base de conceptos políticos.

En verdad Hitler tenía dos posiciones sobre la religión, una pública y otra privada. Poco después de hacerse del poder, en febrero de 1933, declaró que las iglesias eran parte integral de la vida nacional alemana; pero dos meses después, y en privado, prometió erradicar completamente el cristianismo de Alemania (“o eres cristiano o eres alemán”). Durante los años previos a la instauración del Tercer Reich se preocupó por manipular cuidadosamente el poder de las iglesias en su beneficio.

Después de la Primera Guerra Mundial se había producido un gran crecimiento del catolicismo en Alemania a pesar de lo que pensaba Hitler, en el sentido de que la politización de la religión era perniciosa y “no había ganado nuevos miembros para las iglesias pero les había hecho perder millones”. Esta opinión mostraba una extraña coincidencia con la que habían sostenido Pío X respecto de Francia y Pío XI en relación con Italia y el partido político católico, el Partido Popular, que sería obligado a disolverse para favorecer las negociaciones entre el fascismo y el Vaticano. La misma posición adoptaría después Pacelli respecto al Partido del Centro Católico en Alemania.

La población católica de Alemania se cifraba, en 1930, en unos 23 millones de personas, más de un tercio del total. Aunque el catolicismo era minoritario en comparación con los protestantes, estaba mejor organizado. Los grupos juveniles protestantes sumaban unos 700.000 adherentes pero la Juventud Católica superaba el millón y medio. El aparato de prensa y comunicaciones de la Iglesia era enorme: a finales de los años 20 había 400 diarios católicos y otras tantas revistas, de las cuales 30 tenían tirajes superiores a los 100.000 ejemplares. Por toda Alemania eran frecuentes las grandes concentraciones de masas de los sindicatos católicos, de los boy scouts y las procesiones, dado que bajo la República de Weimar se había levantado la prohibición que pesaba desde la Kulturkampf.

Cuando los nazis consiguieron, a impulsos de una descomunal tasa de desocupación, dar un salto espectacular en el número de sus votantes (de 2,6% a 18,3%) durante las elecciones al Reichstag (Parlamento) de setiembre de 1930, pasaron a ser el segundo partido de Alemania, después de los Socialdemócratas, pero la Iglesia Católica seguía teniendo un poderío formidable y su Partido del Centro mantuvo más del 14% de los votantes.

En esos años, las críticas que los católicos dirigían contra el nazismo eran fuertes, claras y permanentes, tanto en la prensa como desde el púlpito. El periodista católico Walter Dirks citado por Cornwell sostenía, en la revista Die Arbeit (agosto de 1930) que la confrontación de católicos y nazis era “una guerra abierta” y que la ideología nacionalsocialista estaba en franca contradicción con la iglesia católica. Los obispos alemanes habían dispuesto que ningún católico podía afiliarse al nazismo y ningún nazi podía participar en reuniones parroquiales (asi fueran funerales) ni recibir los sacramentos. En febrero de 1931 atenuaron en algo sus instrucciones, argumentando que los sacerdotes debían juzgar cada situación según las condiciones concretas.

En los años previos a la llegada de Hitler al poder, Schmitt producía artículos periodísticos coincidentes con la posición eclesial y consideraba que votar a los nazis era una insensatez. Las iniciativas episcopales apuntaban a dar respuesta unificada y contundente contra el nazismo. En 1931, el diputado católico Karl Trossmann publicó un libro que fue un éxito editorial y en él advertía que los nacionalsocialistas eran un partido brutal que suprimiría los derechos del pueblo y proféticamente anunció que estaba conduciendo a Alemania a una nueva guerra “que sólo podía terminar con un desastre mayor que la pasada”.

Hubo pocas excepciones a la postura católica oficial. Entre estas no se contó Schmitt. El abate benedictino Alban Schachleitner apoyaba a los nazis por “razones tácticas contra los luteranos” y el cura Wilhelm María Senn consideraba que Hitler era un enviado de la Divina Providencia. Algún sacerdote se carteaba con Hitler y poco más.

Sin embargo, la tesitura de oposición al nazismo no era la que imperaba en el Vaticano, donde regían cada vez más las posiciones del cardenal Pacelli, que desde que alcanzó la Secretaría de Estado, en febrero de 1930, se absorbió en la política alemana. Una de sus preocupaciones era el ascenso del nazismo pero según Cornwell “por mucho que le disgustara el explícito racismo de los nacionalsocialistas, temía mucho más al comunismo y a lo que en el Vaticano comenzó a denominarse el Triángulo Rojo (la Unión Soviética, México y España)”.

Pío XI y su Secretario de Estado Pacelli estaban convencidos de que era imposible llegar a cualquier acuerdo con los comunistas de cualquier país del mundo. En cambio, pensaban que con los regímenes de derecha eso era posible. De hecho, en febrero de 1929, el Vaticano había firmado un tratado con Mussolini que prefiguraba el que Pacelli suscribiría con Hitler en 1933. Se trataba del Tratado de Letrán o Lateranense que zanjaba el conflicto entre el Estado Italiano y la Santa Sede que se arrastraba desde 1870. Las diferencias con la Iglesia Católica en Italia, como en Alemania, se habían enconado a partir de los respectivos procesos de unificación nacional.

Según el Tratado de Letrán, la única religión reconocida en Italia era la católica apostólica romana y ésta imponía en el país el Código de Derecho Canónico en el que lo más importante, según Pío XI, era que el Estado reconocía la validez de los matrimonios celebrados por la iglesia. Al papado se le concedía plena soberanía sobre las 44 hectáreas del Estado Vaticano y el palacio veraniego de Castel Gandolfo. Además se otorgaba por el Estado italiano una abultada compensación en dinero por la pérdida de los Estados Pontificios. Por su parte, el poderoso Partido Popular muy similar al Partido del Centro Católico alemán fue disuelto y su principal dirigente, el sacerdote Luigi Sturzo, se exilió en Londres y después en Nueva York (en 1946 retornaría para fundar el Partido Demócrata Cristiano).

El Vaticano había aconsejado a sus fieles que se abstuvieran de participar en política, lo que permitió que el fascismo medrara. En marzo de 1929, la Iglesia indicó a los párrocos que apoyaran al fascismo y el propio Papa Pío XI dijo que Mussolini era “un hombre enviado a nosotros por la Providencia”. En tanto, el rechazo que generaba en el cardenal Pacelli el catolicismo político no se había manifestado y en cambio cada vez era más claro que su interés por el Partido del Centro o por cualquier católico que gobernara en Alemania, tenía que ver con la forma en que podía manipularlos para conseguir un concordato con el Reich favorable a la Santa Sede.

“Irónica y ominosamente dice Cornwell una figura clave en la política alemana que se había sentido igualmente cómoda y complacida con la firma del Tratado Lateranense era Adolf Hitler”. El 22 de febrero de 1929 escribió en el Völkischer Beobachter saludando calurosamente el acuerdo. “El hecho de que la curia pueda firmar la paz con el fascismo muestra que el Vaticano confía en las nuevas realidades políticas mucho más que en la antigua democracia liberal, con la que no pudo llegar a un acuerdo” y seguidamente le reprochaba al Partido del Centro Católico su apego a la política democrática porque al predicar que la democracia todavía convenía a los alemanes, el Partido del Centro estaba contraviniendo en forma flagrante el espíritu del tratado firmado con la Santa Sede.

Como hemos visto, Schmitt que se movía entonces en el círculo de los aristócratas derechistas católicos ya había manifestado su fascinación por el fascismo italiano y seguramente coincidió con Hitler aunque este ni siquiera se haya enterado en que el Tratado de Letrán contribuía a legitimar y afianzar el régimen mussoliniano.

Pío XI y su Secretario de Estado, el cardenal Pacelli, juzgaban los movimientos políticos europeos según sus credenciales antiizquierdistas. En 1924, el Vaticano había prohibido al Partido Popular aproximarse a los socialistas para frenar a Mussolini. En 1930, en Alemania, cuando el Partido del Centro necesitaba estabilidad colaborando con los socialdemócratas, Pacelli presionó a su dirigencia para que se alejara de los socialistas y cortejara a los nazis.

Como los nazis habían declarado la guerra abierta a la izquierda, Pío XI y Pacelli consideraban conveniente una alianza táctica y transitoria con Hitler. Después el Führer hizo lo que se le dio la gana con ese acuerdo que culminó con la caída del gobierno del derechista católico Heinrich Brüning y dejó el camino libre para que Hitler se hiciera del poder absoluto en 1933.

La última parte de la evolución del pensamiento de Schmitt, en esta etapa, es decir el momento histórico en que evaluó sus chances con von Schleicher y von Papen, que aparecían como defensores de privilegios de casta carentes de respaldo popular y desprovistos del inmenso poder que tuvieron hasta 1932, con un Presidente von Hindenburg cada vez más aislado y gagá, le llevaron a hacer una rápida conversión. Esa especie de pacto diabólico, la alianza entre catolicismo y nazismo, era lo suyo.

Después reviviría el grito de guerra Viva Cristo Rey, que había sido proferido por los realistas en Francia, durante las guerras de la Vendée (17931796), en la Guerra Cristera mexicana (19261929), por el Rexismo en Bélgica (19301945) y por los carlistas antes y durante la Guerra Civil Española (19361939). En el Uruguay de hace medio siglo, las consignas carlistas y ultrarreaccionarias fueron la marca de los schmittianos y aunque el ultracatólico Juan María Bordaberry (19282011) posiblemente nunca haya leído a Schmitt, su escudero, Álvaro Pacheco Seré (19352006) lo calcó perfectamente en su propaganda del estado corporativo, fundamentalista, represivo y brutal.

2 comentarios sobre “La importancia de criticar a Carl Schmitt”

  1. Muy estimados/

    Estimado
    Señor
    Fernando Britos V.
    P r e s e n t e .-

    En el VADENUEVO Nro. 107 de Agosto del 2017, en la nota “Carl Schmitt y el reciclaje de los juristas nazis” tu expresas en la despedida:

    “En el próximo capítulo seguiremos la pista del fundamentalismo schmittiano y sus predicadores antes, durante y después de la dictadura cívico-militar en el Uruguay (1973-1985)”

    Yo no lo encontré y te solicito si fueras tan amable de informarme cual es el título de la nota y el número en que salió.

    Antes del agradecimiento y del saludo la FELICITACION por tu trabajo, un amigo me presento vadenuevo y de a poco tengo la alegría de muy felices hallazgos.

    Un abrazo de gol, muchas gracias

    Daniel Héctor Moratorio Sassi
    Cel. 099-609750

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