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DE LA CIUDAD COMO REIVINDICACIÓN (II)
La opción del derecho a la ciudad
Por Néstor Casanova Berna
¿De qué hablamos cuando hablamos de derecha e izquierda? Más allá de lo confuso del panorama actual, derecha e izquierda se diferencian en la manera de pensar diez grandes asuntos: el modelo de acumulación y desarrollo, el modelo de distribución, el modelo de ciudadanía, el modelo de criminología, el modelo cultural, la naturaleza de los bienes públicos, el modelo de Estado, el retrato de la sociedad, el modo de percibir el sistema-mundo, y el modelo de Estado de bienestar.
Fernando Errandonea
A modo de introducción
En la actualidad, vivimos sumidos en una niebla que confunde nuestros puntos de orientación y referencia. Por eso es bueno emprender la tarea de propiciar una reflexión metódica a los efectos de disipar esta confusión imperante. Hay, en el pensamiento político de cada ciudadano, un sentido tan práctico como virtuoso en la asunción plena y clara de opciones políticas. Este sentido debe pormenorizarse precisamente hoy, cuando el desconcierto reinante hace pasar no pocos gatos por liebres en la vida social y, particularmente, en la vida de lo urbano, en el escenario político de la ciudad.
Con estas líneas se pretende dar cuenta del contenido político de una opción por el derecho a la ciudad, allí donde la precisión de este concepto, construido por Henri Lefebvre[1] y desarrollado por David Harvey y otros, supone una concepción de la ciudad que merece desarrollarse. La opción del derecho a la ciudad es una opción por una comunidad de asentamiento que merezca la reivindicación de un derecho humano fundamental a su habitación. Es en este sentido que la reivindicación de tal ciudad y del derecho de sus urbanitas -sus habitantes- a su usufructo supone una opción política claramente orientada por la izquierda, toda vez que la ciudad, tal como la conocemos y padecemos en la actualidad, es defendida en su statu quo por el pensamiento político de la derecha.
A estos efectos, el artículo citado del sociólogo Fernando Errandonea, "Izquierda y derecha: quién es qué", publicado en la diaria el 5 de diciembre de 2020, nos servirá de columna vertebral para hilvanar un conjunto de reflexiones sobre lo urbano, la ciudad existente y la ciudad proyectada por una formulación temperada en clave de derecho humano.
Hay tres razones principales para acometer esta empresa. La primera es que es oportuno hacer acopio de toda una madura reflexión política sobre la realidad de lo urbano, que inaugurara Lefebvre en 1967. Segundo, es asimismo del caso un análisis específicamente político de la ciudad contemporánea, expresión socioterritorial del capitalismo tardío. Por último, ha de darse forma a un nuevo y emancipador proyecto político de ciudad, donde el urbanita sea el protagonista de la operación de plasmación de una entidad que le sea merecedora: una ciudad para sus gentes.
En su sentido histórico y etimológico, la ciudad ha sido el lugar donde los sujetos han podido encontrarse y asociarse para mejorar sus condiciones de vida de forma común. La gestión compartida en la mejora de las condiciones de vida nos ofrece una primera mirada de la política y así se puede decir con toda propiedad que el origen de la ciudad está ligado a la política y al propio origen de la democracia, es el espacio del diálogo y, por ello a la vez, del conflicto. En las ciudades se hacen las revoluciones y se producen las innovaciones. (Alguacil, 2008)[2]
La pura enunciación de un derecho a la ciudad evoca, en primer término, la situación de tantos urbanitas segregados que no consiguen tener efectivo acceso a todo aquello que la ciudad puede brindar, al menos según la representación conceptual o ideal de esta. En principio, señala una situación social injusta, la de la exclusión y segregación de amplios sectores de la población con respecto a una forma común de vida urbana. Sin embargo, si se repara no ya en una representación conceptual de la ciudad, sino en su caracterización objetiva concreta, se puede poner atención, en consecuencia, al vínculo entre los urbanitas y la estructura urbana. Tal vínculo, en esta segunda asunción, es el objeto concreto de la reivindicación del derecho a la ciudad, esto es, el derecho a un vínculo pleno, adecuado, digno y decoroso de todos los pobladores, con una ciudad que debe ser reapropiada. Por fin, el derecho a la ciudad, si se pone la atención en la necesaria transformación política y socioterritorial de esta, permite desplazar la atención, ahora, a la propia constitución de la ciudad como proyecto y realización social y política. En este tercer sentido, el acento está puesto en el derecho de todos y cada uno de los urbanitas a proyectar y construir concertadamente una nueva ciudad, una ciudad a medida y hechura de su gente.
Cultura
Si podemos juzgar el semblante de una sociedad en su manifestación urbana es porque la primera produce a la segunda como una obra de arte. No se descubre nada al constatar que la ciudad es, quizá, la más considerable creación de la humanidad: la ciudad es resultado de una producción social contingente y peculiar. Es, a la vez, tanto el resultado constatable como el proceso que la origina. La ciudad es una obra en construcción permanente, en proyecto continuo y en concepción mutable. Por ello, la ciudad constituye, por excelencia, una manifestación de cultura superior, que ampara y contextualiza toda otra manifestación humana particular. Hay un punto en donde no puede pensarse, sino en implicación mutua, la sociedad, la ciudad y la cultura.
En la actualidad, se puede observar una denodada competencia entre las principales ciudades por atraer grandes inversiones que signifiquen ingentes flujos de riqueza en su ámbito. Para ello se proponen vastos proyectos de intervención urbana, confiados a prestigiosos arquitectos, los que, por lo general, conciben y desarrollan enclaves de renovación urbana con características insulares, disruptivas con respecto a la trama preexistente y acompañadas por una discreta segregación de la población pobre de sus inmediaciones. A la larga, por lo semejante de los procedimientos de promoción, todas estas ciudades terminan por volverse globales… en cuanto a la omnipresencia de tales intervenciones intrusivas. Pero lo que le presta a cada ciudad su peculiar fisonomía e identidad es, precisamente, el carácter local e idiosincrásico de su desarrollo. Mientras que una cultura globalizadora difunde sus modelos hegemónicos allí donde concita el interés de los inversionistas, una cultura urbana local se debate en retirada.
Puede pensarse que el ímpetu globalizador es un signo de los nuevos tiempos y que las culturas locales son especies tradicionales en proceso de extinción natural. Sin embargo, el problema es más complejo. En realidad, lo que opera es un agudizamiento de los procesos de intervención privada en el ámbito urbano, que se resuelve en disrupciones no tanto con la tradición -que desde los albores de la modernidad ha supuesto la hegemonía del poder económico sobre la ciudad-, sino con la herencia histórico-social de la propia ciudad. Así, la tradición que en verdad se perpetúa es la del dominio creciente del poder económico sobre la vida y el destino de lo urbano. Lo que se quiebra, cada vez de manera más decidida, es la propia condición de ciudad, sustituyéndola por una urbanización prepotente y anómica.
La ciudad que conocemos ha sido siempre desigualmente apropiada; lo que sucede hoy es que no solo se amplían hasta proporciones inusitadas las brechas de inequidad, sino que, además, impera en el ánimo de los grandes jugadores del capital un talante cultural calificable como hostil hacia lo urbano. En efecto, estos inversionistas ven en el mapa de las ciudades, regiones aptas para desarrollar enclaves autónomos, concebidos a una escala de intervención que pretende justificar la renegociación de la normativa urbanística o patrimonial, perforando oquedades territoriales mudas y sordas ante su entorno preexistente. Se trata de una lucha por el gran dinero, por cierto, pero librada con armas culturales.
Pero, ¿de dónde proviene la creencia equívoca que el progreso y la prosperidad urbana van de la mano de tales intervenciones del urbanismo inversor de gran magnitud? Como es esperable, en una sociedad hegemonizada por los representantes del poder económico, también opera aquí una dominación cultural interesada y clasista. La ciudad a la que tenemos todos derecho tiene mucho aún por hacer en la tarea de reconocerse a sí misma como expresión alternativa de cultura contemporánea. Para ello, debe realizar tanto una labor de denuncia crítica de las falencias de los modos de obrar dominantes, así como, y recíprocamente, avanzar en una tarea de reconocimiento de las energías culturales propias de la ciudad que ahora parece batirse en retirada, camino a su disolución quizá definitiva. Una ciudad de tejidos solidarios, inclusiva, habitada por ciudadanos libres y empoderados.
La naturaleza de los bienes públicos
¿Derecho a qué ciudad? El concepto del derecho a la ciudad interpela de entrada respecto a cuál ciudad hace referencia. Generalmente se plantea el derecho a la ciudad de forma abstracta, sin hacer referencia a los modos de producción y reproducción de un tipo particular de ciudad capitalista, que es una máquina productora de exclusión, diferenciación y desigualdad. (Carrión y Dammert-Guardia, 2019)[3]
Jordi Borja[4] ha realizado una clara semblanza acerca de cómo la economía capitalista opera en el escenario urbano. Mientras que los dueños de la producción utilizan la ciudad como oportunidad de acumulación mediante la inversión en suelo, viviendas, locales comerciales y servicios, cuidan de librarse de financiar lo que el autor denomina las funciones externalizadas de la ciudad, esto es, las infraestructuras, las comunicaciones, los servicios urbanos básicos, la capacitación de la fuerza de trabajo, cuestiones estas que se dejan a cargo de las finanzas públicas, sostenidas por el conjunto de la ciudadanía. Mientras tanto, los sectores populares reciben unas prestaciones urbanas que nunca satisfacen del todo las necesidades y demandas sociales, aunque contribuyen, de diversos modos, al sostenimiento económico de estas finanzas municipales. Llegado a este punto, el autor se pregunta si el conflicto es ciudadano o de clase y se inclina por revisar el ambiguo concepto de ciudadanía. Es cierto, todos los urbanitas sostienen el edificio de la ciudad, pero ni las cargas ni los beneficios se distribuyen equitativamente. Es que hay ciudadanos y ciudadanos, los unos y los otros.
Hay aun otro aspecto en que el modo capitalista tardío actúa sobre la ciudad. En un comienzo, los agentes productivos invertían no solo en producir sus mercancías, sino también en publicidad para espolear su consumo, con lo que el sujeto consumidor remuneraba, con su compra, tanto el producto como la instigación frenética a adquirirlo. Con el tiempo, la publicidad obtuvo un plus producto de su labor docente, incesantemente prodigada por los medios concebibles: los sujetos consumidores aprendimos a consumir expectativas, esto es, nos adelantamos a ansiar productos y servicios aún no ofrecidos por el mercado. De tal suerte, ahora los agentes productivos se afanan por descubrir qué productos o servicios están los consumidores dispuestos a comprar, si se les convence que estos corresponden, en alguna medida, a sus ansias. Esto tiene consecuencias en los denominados bienes públicos urbanos.
En principio, el aire es un bien público. Pero una ciudad congestionada por las más diversas contaminaciones genera las condiciones subjetivas para demandar una atmósfera límpida, sana, pacífica y tranquilizadora… bienes ambientales que ciertas locaciones urbanas o periurbanas pueden prometer, a costa de privatizar, de modo adecuado, el acceso a la atmósfera límpida y demás cualidades buscadas. La seguridad es otro bien público. Pero en una ciudad violenta, injusta y desigual, el delito campea apenas menos aún que el miedo a este. Para quien pueda costearlo, nada mejor que un dispositivo privado de seguridad, que no muerda la mano de su empleador, a la custodia de un enclave residencial igualmente privado.
Así es que la ciudad del capitalismo tardío promueve, por una parte, una urbanización desigual y desigualadora, y, por otra, desvela, en el trasfondo de las demandas sociales económicamente segmentadas, las oportunidades para privatizar hasta lo inimaginable: la ciudad como tal se privatiza. Es privatizada por la construcción de enclaves de acceso restringido a sus residentes propietarios y a sus “sirvientes”. Es privatizada por la consecución de grandes establecimientos comerciales que irrumpen en el territorio proponiendo espacios semipúblicos controlados. Es privatizada cada vez que, con la propuesta tentadora de una gran inversión económica, se trasgreden las normas urbanísticas corrientes. Es privatizada cada vez que la acción concertada de los agentes económicos sobre una zona antaño depauperada, la suba de los valores del suelo y de los bienes inmobiliarios, expulsa a la población pobre. Es privatizada cuando estos sectores pobres consiguen asentarse, de modo subrepticio e informal, sin orden ni concierto en locaciones insalubres y condiciones indignas.
La ciudad que no ha sido alcanzada aún por la urbanización privatizadora languidece, mientras tanto, haciéndose cargo de todas las externalidades problemáticas. La exclusión social, la difusión de las actividades delictivas, el deterioro ambiental y la escasa disponibilidad financiera para proteger el patrimonio construido llevan a que, de este estado de postración, emerjan las oportunidades para audaces operaciones de renovación urbana, de gentrificación, de nuevas acciones privatizadoras. El capitalismo tardío ha engendrado los mecanismos de autodestrucción urbana en beneficio de una urbanización de enclaves.
Sin embargo, nada muestra que tal proceso sea necesario ni ineluctable, como tampoco irreductible. La reivindicación de un derecho a la ciudad entendida como bien público adquiere, aquí, un sentido particular. La cuestión de a qué ciudad tenemos derecho tiene una respuesta social, económica y política. Una ciudad desarrollada de modo consciente por sus ciudadanos, portadores de manos concretas, que no invisibles mecanismos de mercado. Una ciudad expresión de una economía puesta al servicio de las personas, que no al incremento de la concentración de capital. Una ciudad gobernada por conciencias libres y no por resignados consumidores de hechuras del mercado.
Regulación y desregulación
El viejo proyecto siempre diferido de crear una civilización de ciudadanos es sustituido por un universo demasiado real de productores-consumidores, al mismo tiempo que el problema de la ordenación urbana, de la construcción de la ciudad, cede ante el problema del suelo, convertido exclusivamente en gestión del mercado de suelo. La institucionalización de esos automatismos domina el campo del urbanismo en los últimos años, empobreciendo la disciplina, cubriendo de desprestigio el planeamiento y contribuyendo a destruir la complejidad de las ciudades además de bloquear la posible emergencia de proyectos alternativos como los que exigiría la construcción de un orden más sostenible, por citar un problema que está hoy en el centro de muchas preocupaciones. (Roch, s/f)[5]
Los defensores del mecanismo del mercado, con su fe en el carácter ineluctable de su designio, abogan por la más irrestricta desregulación, esto es, aspiran a que la única regla sea precisamente la ley de la lucha entre productores y consumidores, libre de constricciones, solo sujeta a su propio naturalizado desenvolvimiento. En la faz de la vida urbana, todo intento regulador de carácter urbanístico es considerado una intromisión indebida en un juego de un solo jugador imperturbable. La manifiesta debilidad del poder político urbano en su tarea de domesticar el indómito mecanismo del mercado parece darle la razón a quienes, no por casualidad, pueden operar exitosamente en el mercado. Pero el problema es que los ganadores de este juego son pocos y muchos los damnificados, empezando por la propia vida social y la propia ciudad.
La ciudad contemporánea está siendo librada, paso a paso, al espontaneísmo de unas iniciativas que la depredan, explotando de modo insostenible el mercado del suelo y de los bienes inmuebles. La antigua pretensión de constituir una comunidad de asentamiento de ciudadanos plenos es día tras día sustituida por el juego implacable de las iniciativas empresariales, confabuladas con el consumo generalizado de mercancías de situación estratégica. La urbanización capitalista tardía multiplica los enclaves que hacen estallar las regulaciones urbanísticas previas, confinan a sus poblaciones y privatizan las funciones urbanas. Las regulaciones actuales aparecen maniatadas ante el avance y la agudización de los procesos de concentración de capital.
Sin embargo, el trasfondo milenario del concepto de ciudad hace eco con un necesario concierto social, propio de la vida urbana, que no cederá paso a la suicida e insostenible lucha de todos contra todos que practica el mercado a cargo exclusivamente de los agentes económicos. La cultura urbana agoniza, pero aún no ha muerto en el fondo oscuro de la conciencia de sus urbanitas. Es que la urbanización capitalista tardía, en el mejor de los casos, solo puede apostar a la aquiescencia escasa y resignada de los condenados. Pero existir consumando la vida urbana, para urbanitas indómitos, es una aspiración más que legítima y de esta pequeña llama de pasión es necesario tomar energía para urdir un futuro diferente a la siniestra perspectiva de este presente.
A la equívoca libertad de los poderosos para imponer su designio sobre las mayorías, debe oponerse, como idea rectora, el concepto de obligación social. Toda vez que formamos parte, de un modo genéricamente necesario, de una comunidad, todos estamos obligados con su mejor destino y este está, siempre, en nuestras manos. A las acechanzas de la mano invisible del mercado debe oponérsele el concurso de las manos visibles de las mayorías sociales. El sentido de la obligación social, entonces, es el verdadero imperio de la forma superior de la conciencia social, comprometida con la factura de su historia y geografía. En lo que toca a la ciudad, solo el sentido de la obligación social de los ciudadanos podrá empoderarlos primero para liberarlos en consecuencia. El sentido de obligación, aplicado de modo consecuente, alumbrará, entonces, una regulación democráticamente autoimpuesta como expresión de voluntad ciudadana.
La consecución de una civilización de ciudadanos no es un regreso a un ideal de convivencia, sino un rescate del sentido humano del vivir urbano. Es en este sentido que el concepto de obligación social puede fundamentar de modo consistente una necesaria opción por la regulación política democrática de la vida urbana. La opción por el derecho a la ciudad, en este extremo, es el derecho a una entidad urbana humanamente regulada, socialmente obligada y liberadora de sus ciudadanos.
El retrato de la sociedad
La mirada relacional se produce en la ciudad. “La ciudad -según Barry Clarke- no era para los griegos una reunión de individuos previamente autónomos sino un conjunto de personas que se concebían a sí mismos en función de su pertenencia a la ciudad. No eran individuos externamente relacionados con la ciudad sino personas internamente relacionadas unas con otras y con la ciudad” (Barry, 1999: 142). La autonomía personal que confiere la ciudad se construye, paradójicamente, desde la dependencia que el sujeto tiene del medio social y, particularmente, de la propia interactividad de las relaciones urbanas, es decir, de la interdependencia. Precisamente la conciencia del yo individual que se adquiere en la ciudad se produce a través de la alteridad u otredad, nuestra conciencia de sí “se nutre de lo que le altera”. (Delgado, 1999: 15; en Alguacil, 2008)
La ciudad y su sociedad pueden percibirse como un pandemonio de individuos enzarzados en una cruenta lucha competitiva por la supervivencia. Es lo que suele traslucirse en tópicos tales como “La calle está dura”. En efecto, la ciudad que habitamos es hostil, mezquina y hosca para muchos. Es que al simple agregado de individuos se le echa en falta la vivencia cálida de cierta solidaridad, de algún concierto confortable, de un mínimo cemento que reúna los destinos de los urbanitas. En la ciudad de los puros agentes económicos, no impera otra ley que negociar con astucia unas ventajas, unas prestidigitaciones del ánimo, unas ingenierías de sobreviviente.
También la ciudad y una nueva sociedad pueden ser entendidas como proyecto utópico de un concierto social deseable. En una ciudad a la cual un día tendremos efectivo derecho, los lugares urbanos se abrirán, hospitalarios, a todo aquel que demande amparo. En una ciudad poblada por ciudadanos emancipados, todos tendrán la sustantiva capacidad de nombrarla, a justo y real término “mi ciudad”. En una ciudad escenario de vastos consensos, se cultivará un propio y distintivo estilo de vida y la arquitectura patrimonial será lo más logrado de sus semblantes. Tiene que sernos posible todo esto si aspiramos a habitar algún día en una entidad que merezca el nombre y calificación humana de ciudad.
Mientras que el mercado nos distribuye metódica e implacablemente en nuestra locación socioterritorial, podemos aspirar a un proyecto de diseminación en vecindarios abiertos, plurales y variopintos. Mientras que el mercado nos aleja de los otros, podemos urdir una conjura de inclusión radical. Mientras que el mercado nos recluye con nuestros semejantes, podemos emprender la quijotesca empresa de la mezcla de diferentes. A una urbanización de enclaves de mismidad, podemos contestar con una ciudad de puertas abiertas a la otredad. Mientras que el mecanismo implacable de la urbanización capitalista nos dispersa en el territorio, podemos soñar con reunificarnos en lo urbano reconquistado.
La opción por el derecho a la ciudad, en este aspecto, es la opción por una ciudad en que domine un concierto urbano que convoque las tensiones entre mismidad y otredad. Esto, con el fin de que la propia ciudad recobre su función básica, que no es otra que la más amplia convocatoria a toda la diversidad de fuerzas sociales que allí tienen amparo. La ciudad a la que aspiramos a tener derecho es, por tanto, una ciudad de diferentes igualados por su condición de ciudadanos libres, y es esta su fundamental mismidad, que allí y no en otra parte tiene asiento territorial.
Sobre el sistema-mundo
Las ciudades globales del planeta son el terreno donde se actualizan localmente una multiplicidad de procesos mundializantes. Son estas realizaciones locales las que constituyen lo esencial de la globalización. Reencontrar el lugar significa reencontrar la pluralidad de registros del paisaje. La gran ciudad actual se ha convertido en el lugar estratégico de todo tipo de nuevas operaciones -políticas, económicas, "culturales", subjetivas-, uno de los nodos donde tanto los favorecidos como los excluidos formulan nuevas reivindicaciones, y donde estas se constituyen y encuentran su expresión concreta. (Sassen, 1995) [6]
En la actualidad, los flujos financieros y comerciales de las grandes empresas atraviesan las fronteras nacionales, vinculando a los rincones más remotos del mundo. Las denominadas ciudades globales concentran en su seno los núcleos directrices desde donde se orientan estos flujos de inversión, intercambio y división trasnacional del trabajo. Se conforman, de esta manera, redes mundiales de ciudades que enlazan ciudades centrales con ciudades periféricas. No pocos destinos urbanos se juegan el futuro participando estratégica y tácticamente en tales redes. Para ciertos actores sociales y económicos, la conexión funcional a una de estas redes constituye una esperanza de medrar, al menos para ciertos sectores sociales calificados.
Sin embargo, hay que hacer notar que esta mundialización transforma todo lo que llega a sus manos en un mismo carácter tecnoburocrático, en un mismo talante prepotente y ensimismado, hasta en una estética común de edificios corporativos que de tanto buscar la originalidad de lo nuevo terminan por parecerse como miembros de una misma familia. También se observa cómo a las zonas “erróneas” de la ciudad, allí donde no se emplazan los sectores dinámicos y florecientes de la economía, vienen a dar, como a un vertedero social, las mayorías ingentes de los perdedores económicos y culturales de este proceso. Así contrastan las enhiestas torres espejantes del éxito económico con las vastas planicies de la miseria sin esperanza. Y, sobre esta última, sobrevuela la violencia cotidiana, donde cada uno puede fácilmente hacer uso del gatillo.
Puede pensarse en una réplica a la mundialización, en la que cada ciudad generara sus anticuerpos singulares, sus peculiares insumisiones, sus locales ocurrencias. Cabría inferir entonces en unos procesos que reaccionaran ante la globalización del capitalismo tardío con respuestas que no consistirían en el aislamiento huraño, la clausura cultural o el ensimismamiento de la nostalgia del tiempo ido, sino en modos resistentes de articulación en red. La índole de tales modos no podría, debido a su naturaleza específica e idiosincrásica, ser detallada aquí, pero, según operaciones tan discretas como eficaces, las ciudades que bien pudieran ser meramente atrapadas en la red globalizante, podrían, a la vez, introducir virtuosos ruidos en la comunicación, mensajes alternativos en los flujos y señas de identidad particular que mostraran innumerables caminos alternativos hasta hacer estallar la lógica uniforme de las redes. Porque, quizá, sea forzosa la mundialización y el tendido trasnacional de redes, pero no es necesaria e inevitable la opción del capitalismo rampante.
A la hora de mencionar a la globalización de las ciudades, suelen evocarse los casos de Londres, Nueva York o Tokio como ciudades globales, en el sentido de liderazgo trasnacional. Por cierto, el estudio de tales casos reviste mucho interés, pero debiera complementarse con el estudio de los casos de otras ciudades, integradas diferencialmente a sus redes, a efectos de entender las contracaras del proceso de mundialización. Bien pudiera ser el caso de Copenhague, donde, por lo que parece, se cultivan unos modos urbanos de vida y desarrollo que, lejos de desconectarla del concierto global de ciudades, propone alternativas al modelo dominante. Otras ciudades, otras voces, otras vidas.
Puede que deslumbre el proceso que siguen ciertas ciudades líderes, pero conviene reservar atención y asombro para indagar en las peculiaridades virtuosas de lo urbano, en las singularidades esperanzadoras de lo local, en las extrañas iluminaciones del territorio humanamente habitado. Esto, a efectos de destacar una discreta y variopinta red de complicidades que repliquen en el concierto mundial, lo que es virtud de cada ciudad en sí misma: su vocación inveterada de convocar lo diferente, de amparar a los diversos, de concertar los distintos juegos. La opción por el derecho a la ciudad es también una opción por vivir haciendo de la original pluralidad una trascendente virtud.
El Estado de Bienestar
Sennett recuerda un viejo adagio alemán de la Baja Edad Media que decía: “el aire de la ciudad libera”. La ciudad, al interior de sus murallas, representaba un espacio en el cual se podía romper con los vínculos de su origen, porque: “[…] prometía a los ciudadanos la posibilidad de liberarse de una posición fija y heredada en el orden jerárquico económico y social, liberarse de servir a un solo amo” (Sennett, 2019). La ciudad, por lo tanto, representaba el espacio donde se podría resignificar la vida de los sujetos, ya fueran esclavos o de alguna comunidad cerrada podrían respirar ese aire de libertad, siempre y cuando acataran las normas de la comunidad, los gremios y la iglesia. Pero, ese aire se enturbió con las primeras ciudades industriales y fue en aumento con las modernas, en las cuales, quien llegaba de fuera se volvía un extraño representado por la figura del otro como una amenaza al modo de vida de la urbe. (Aragón, 2020)[7]
La construcción sistemática y progresiva de un Estado de bienestar es una empresa que emplea a fondo las energías sociales situadas en la ciudad. En efecto, si la sociedad protoindustrial constituyó una conmoción social en la ciudad premoderna, lo cierto es que luego se desarrollaron formas superiores de conciencia social proclives a conseguir construir mejores condiciones sociales y económicas para una ciudadanía en proceso de plena constitución. Es que a la promesa de emancipación política propia de las ciudades debería acompañarlas unas normas de amparo social y económico que permitiesen reconstituir la hospitalidad urbana para su población inmigrante. Ante la agudización de las contradicciones sociales en el seno de la ciudad liberal y las luchas populares por educación, salud y alojamiento, las sociedades implantadas en las ciudades modernas optaron, de un modo u otro, por implementar trabajosamente dispositivos de integración social ciudadana.
Mientras que, en la economía liberal, la ciudad atraía a la mera fuerza de trabajo sin hacerse cargo de su alojamiento higiénico ni de su digna educación, ni tampoco del cuidado de su salud, cierto talante intervencionista dio lugar a diversos mecanismos no ya de mera resolución de problemas de pobreza urbana, sino de promoción social de la ciudadanía en los sectores populares. La construcción consecuente de un más o menos integrado Estado de Bienestar constituyó un gesto político progresivo en pos de apertura de la pertenencia popular a una comunidad social y política. La reivindicación del principio ético de la igualdad supuso entonces, a la vez que una integración, una forma de emancipación social. Pero este proceso se detuvo dramáticamente con la irrupción del neoliberalismo.
Ahora bien, bajo el neoliberalismo la satisfacción del conjunto de las demandas sociales es abandonada cada vez más por el Estado que las proveía, aun cuando fuera de manera desigual y limitada. Bajo estas circunstancias, advierte Castells (1979: 15), “El Estado concentra sus inversiones en aquellas funciones urbanas necesarias al funcionamiento del polo dominante, o sea el capital. Mientras que se dejan de lado las necesidades de vivienda, transporte y equipamiento social de la población. Es decir, se atiende más a la producción de las condiciones generales de la producción que a la de los soportes materiales que producen los satisfactores de las necesidades de la clase trabajadora, lo cual significa la acumulación permanente del déficit en diversos servicios sociales, dada la incapacidad de buena parte de la población para insertarse en el mercado privado de esos servicios. (Ornelas, 2000)[8]
El influjo del neoliberalismo ha rarificado el sentido social de la vida urbana. Al tamizarla para escoger apenas los componentes mercantiles de la misma, ha hecho perder a los ciudadanos su esperanza de emancipación en beneficio de la liberación recíproca de las pujanzas de los actores productores-consumidores. La fuerza resultante de la vida urbana ha pasado de centrípeta a centrífuga y la ciudad ha dejado lugar a la urbanización mercantil. Allí donde se reunían y se integraban vastos contingentes sociales, ahora se dispersan sobre el territorio fragmentado las distintas categorías de consumidores. La ciudad languidece, así como declina el Estado de Bienestar en lo social. La urbanización extendida se propaga desolando el territorio a impactos ensañados de mercado, segregación y exclusión.
La ciudad a la que los urbanitas tienen legítimo derecho es aquella que convoque, que integre y que desarrolle una población plena y libre. Así, a la plenitud social de la ciudadanía seguirá de cerca una emancipación urgente que devuelva a la ciudad y a su sociedad un rostro verdaderamente humano. Y esta ciudad, de semblante humano, será entonces una ciudad donde valga la pena nacer, vivir y morir.
En consecuencia…
El derecho a la ciudad es un concepto que al menos alude a tres dimensiones: la utopía, los derechos sociales, y la política y las políticas públicas. (Delgadillo, 2016)[9]
La opción del derecho a la ciudad tiene, por cierto, un destacado e indisimulable cariz utópico. Es que es preciso entender, primero, que toda ciudad es un proyecto en marcha, una anticipación ideal y conceptual que precede al diseño y construcción reales. Lo que sucede es que es muy diferente resignarse al proyecto mezquino de la ciudad que habitamos hoy, que soñar con otra realidad, situada tal vez en las mismas coordenadas geográficas pero alumbrada por la clarividencia delirante del deseo. “Entender el mundo como proyecto quiere decir conceptualizarlo como producto de una civilización, como un mundo hecho y organizado por seres humanos” (Mejía. 2019).[10] Se trata aquí de rescatar el valor de la anticipación, del designio que opera bajo el imperio de lo mejor de la voluntad social. Lo utópico no es lo irrealizable; basta poner manos en la empresa de hacerse un mundo a la medida de la civilización humana que constituimos.
La opción por el derecho a la ciudad constituye un hito en una carrera de reivindicación general de derechos sociales. Toda vez que nuestro estado actual puede ser entendido como de vulneración de derechos, se ilumina un camino posible para la movilización social, para la lucha por el cambio, para la consecución de una otra realidad que se nos vuelve, cada día, más acuciante. Es preciso tratar con peculiar atención tal mecanismo de razonamiento político. Hay que descubrir, tras la formulación hipotética de cada derecho social, el sustento conceptual sólido, que le confiera contenido y sentido. Quizá haya mucho aún que discurrir sobre cómo nos emanciparemos eficazmente de esta situación de vulneración.
Pero también hay que entender que la formulación consistente de derechos sociales no solo alumbra los caminos de la lucha social y política de los ciudadanos. También supone una demanda urgente de políticas públicas al respecto, que vayan, en algún modo, desbrozando la senda. El Estado no puede conformarse con seguir cruzado de brazos ante el inevitable curso de los acontecimientos. Mucho se deberá elaborar y discutir políticamente al respecto de una realidad en donde hay que poner pensamiento, discusión y acción. En tal sentido, la izquierda política tiene mucho que reflexionar, discurrir y proponer.
El derecho a la ciudad aparece en el siglo XIX, pero para combatirlo. La emergencia de las clases trabajadoras en las revoluciones democráticas urbanas de 1848 y, sobre todo, el impacto de la Commune (París, 1871) sobre las clases medias y altas, generó una reacción social anti-obrera: las clases trabajadoras son consideradas “clases peligrosas”. Desde la segunda mitad del siglo XIX, estas clases eran confinadas en los espacios periurbanos descalificados, “banlieues” o barrios-gueto slumizados. La exclusión social de la clase obrera no fue solo resultado del mercado capitalista que no ofrecía suelo y vivienda accesibles en la ciudad formal, dotada de los servicios urbanos básicos. También había una “estrategia de clase” en términos lefebvrianos, para excluir al proletariado industrial del “derecho a la ciudad”, es decir del ejercicio de la ciudadanía. El resultado fue un “déficit de derechos” para un sector de la población urbana, excluida o de acceso limitado a los bienes y servicios urbanos, también se la desposeía de la cultura ciudadana. (Borja, 2019)
Ya quizá se sabe cómo sufrimos en una ciudad privada de derechos sociales que permitan habitarla en forma plena y satisfactoria. Ahora se trata de urdir las astucias de la historia humana para conseguir una ciudad inclusiva y democrática.