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LOS SINDICATOS DESPUÉS DE LA HUELGA GENERAL DE 1973

 Publicado: 04/04/2018

Tiempos turbios... (I)


Por Eduardo Platero


Tiempos turbios los que siguieron inmediatamente al fin de la Huelga General.

Por un lado la vida sindical oficialmente no estaba prohibida, ya que el Decreto se había limitado a ilegalizar a la CNT y a la FEUU.

Los sindicatos, salvo excepciones, continuaban de puertas abiertas.

Pero, no todo era igual.

Los locales que habían sido asaltados continuaban cerrados y sus directivos a las vueltas reclamando la devolución.

Ya conté cómo habíamos reabierto el nuestro. Idilio Pereira falleció a fines de julio y lo velamos en un local de Martinelli que estaba en esa calle casi Maldonado. Fue algo emocionante, los compañeros pasaban por grupos y nos saludaban como si nosotros fuésemos los familiares.

Con Quinteros, Trappani y Del Río habíamos obtenido permiso del Comisario Pena para ausentarnos hasta el otro día a las 8 en punto. Me hago un deber en consignar que el Comisario Pena, primer encargado del Cilindro Municipal, no tenía ninguna simpatía por el golpe. Como me dijo luego, una vez que me encontró al cruzar 18 de Julio, a él lo habían “perchado” custodiando esa mole casi abandonada y de golpe lo cargaron de presos. “Estoy casado con una maestra”– me dijo, –“me faltaban unos meses para jubilarme y ya me retiré”.

Cuando llegó la hora de sacar el féretro la gente decidió cargarlo a mano; tomamos Maldonado a contramano, subimos también a contramano por Yaguarón y doblando por Canelones nos detuvimos frente a la Sede.

Monterito, el querido y audaz Montero, trepó por un árbol hasta el balcón del segundo piso, se coló por una ventana a la que le faltaba un vidrio y reapareció por la puerta principal con la bandera nacional y la de Adeom.

Con ellas cubrimos el féretro y “a capella” entonamos el Himno Nacional para luego depositar a Idilio en un furgón.

Quinteros hizo un mitin a mediodía en el Atrio invitando al sepelio; yo lo despedí en el Cementerio y de sopetón, con el pelo teñido, se apareció Jaime Pérez, que habló por el Partido. Como siempre nos pasaba, luego hablaron dos o tres fuera de programa hasta que hubo que terminar porque se hacía de noche.

Pero lo importante es que reabrimos el local y nadie vino a cerrarlo de nuevo. Luego ese asunto del “cierra y abre” se repetiría varias veces.

Nadie nos dijo nada y nosotros seguimos de local abierto.

Así empezó un forcejeo que duró tanto como la Dictadura.

La Policía nos hostigaba y cada tanto nos cerraba y nosotros, al otro día, reabríamos empecinadamente.

Fue una especie de fenómeno local que afectó a aquellas sedes sindicales próximas a Inteligencia y Enlace y que tenía más que ver con el secreto propósito de quedarse con esos locales que a una directiva de carácter general.

¡Libretazos, que le dicen!

Porque cuando la cosa era oficial no había tu tía. Ni por la vía de los hechos, porque dejaban custodia armada o directamente empezaban a utilizar el local el SUNCA y la UNTMRA fueron utilizados como comisarías ni por la vía del reclamo.

Ni el Ministerio de Trabajo, ni el de Cultura, por supuesto, pero, tampoco la Justicia Ordinaria... ¡nadie quería saber nada con reclamos sindicales!

Nosotros, en mayor grado aun Magisterio, FUECI y Gastronómicos, éramos vecinos a pocas cuadras del local de la vieja Tintorería Biere, donde funcionaba y aún funciona Inteligencia y Enlace.

Y sufríamos una presión especial.

Al igual que la institución atlética L’Avenir, que casi estaba enfrente y respecto de la cual algunos tiras tenían el propósito de apropiársela para utilizarlas como su gimnasio particular.

La cuestión es que con bastante tozudez y regularidad venían, hacían un procedimiento en la sede que incluía casi siempre detenciones, y siempre molestias, interrogatorios y plantones para los que estaban adentro hasta que, finalmente, se iban llevándose a alguno “en averiguaciones”, desalojando al resto y dejando verbalmente cerrado el local.

Con igual tozudez y empeño al otro día abríamos y volvíamos a funcionar.

Al principio abrían los funcionarios.

El Nene Pérez y Jorge Morera, que eran los administrativos, o Doña Emilia, nuestra singular limpiadora que hacía su trabajo luego de las tres de la mañana porque, además, cuidaba el guardarropas en un boliche.

O vendía empanadas en un local de candombe que Abelenda tenía media cuadra más abajo por Canelones.

Empanadas que no hacía ella, como siempre aclaraba.

-“No, no, yo trabajo de negra, nomás“ decía con carita pícara “ni sé quién las hace”.

Con el tiempo el cerco se fue apretando hasta reducirnos al mínimo.

Sacamos a las cooperativas de vivienda, las “COVI”, para apartarlas del desastre que en algún momento nos iba a caer y tratamos de endurecer la cáscara con lo que dejábamos en el local.

En busca de achicar presupuesto arreglamos con Jorge que se fue, estuvo en Chile un tiempo y, providencialmente, volvió antes del Golpe de Pinochet salvando su vida con eso para terminar preso y procesado en el marco del “300 Carlos”.

Del Nene, que quedó de único funcionario, supe poco. Trabajó un tiempo más con nosotros pero, como era excelente dibujante y planografista, pronto consiguió trabajo mejor en otro lado; luego se fue a la Argentina, donde estuvo ganándose la vida en lo mismo en Rosario, y en un lío de boliche le vaciaron una pistola en el pecho, volvió con semejante tajo en vientre y pecho, tres plomos aún adentro y un consejo salvador que le dio un Comisario: -“Andate, yoruga, que aquí tu vida no vale nada”.

Volvió a Montevideo y a sus trabajos y mantuvimos un contacto esporádico hasta mi caída; luego... supe que murió a los años en muy mala situación, pero nunca tuve la historia completa.

Lo mismo con Doña Emilia. Nos dejó por mutuo acuerdo, y falta de pago pero en buena amistad y no supe más de ella.

Cuando empezamos empezaron los compañeros, yo caí en junio del 77 a levantar cabeza y tener algún peso de nuevo fue reemplazada por Alicia, gran compañera, que también tomó a su cargo abrir la Sede sin andar averiguando si alguien la había cerrado el día anterior.

Con la diferencia que ella trabajaba en horas normales. A las 7 entraba con su llave y se ponía a limpiar sin atender la puerta y sin preguntar si alguien nos había cerrado la noche antes; a eso de las 9 abría la puerta de calle y esperaba que llegase alguien de confianza repasando el primer patio de la casa.

Sindicalmente, la responsabilidad de abrir el local y mantenerlo abierto fue tomada por Porrás, Pedrito Bolaño y Lindner, y no fallaron ni una sola vez.

Tantas veces como nos cerraron ellos volvieron a abrir al otro día.

Cada incidente de estos costaba una calaboceada con sopapos incluidos al compañero que agarraban... ¡pero mantuvieron la Sede abierta!

Ya estábamos tan acostumbrados por el Pachecato a jugar al borde de la raya que no precisamos que nadie nos diera muchas instrucciones.

Ejercíamos el residuo de libertades que nos quedaba y forcejeábamos por ampliar el margen.

A sabiendas que eso de “ampliar el margen” era un propósito no realizable en el momento y que, sobre todo, se trataba de dificultarles el avance.

De jugar dentro de ese margen impreciso trabando todo lo posible su avance de modo tal de ir ganando tiempo y preparándonos para las etapas más duras que vendrían indefectiblemente.

El Decreto de Bolentini obligaba a solicitar permiso hasta para las reuniones de copropietarios de edificios y nada más, es decir, el límite era lo que se le cantara a cada quien con uniforme en cada caso.

Nosotros reafiliamos el mismo 27 de agosto y completamos todos los requisitos que el Decreto indicaba.

Éramos frágil y azarosamente “legales”, por lo menos en teoría, y desde esa base inestable forcejeábamos.

Algo destinado, en el largo plazo, a terminar en más represión pero que en la corta les complicaba la vida y, lo más importante, nos permitía a nosotros reagrupar y reordenar ya que no era cosa fácil pasar, con las masas, de una situación a la otra.

Nuestro boletín a mimeógrafo tenía Deposito Legal, con lo cual si bien nos llevaban siempre a alguien cuando lo repartíamos en las colas de pago, no lo procesaban ¡y no nos lo prohibían! La Audición en CX46 milagrosamente siguió emitiéndose hasta el año 75 y haciendo equilibrios: practicábamos el arte de insinuar sin decir haciendo que el pobre Acosta, que era el Gerente, perdiera los pocos pelos que le quedaban.

Pero, ¡aguntaron!, él y Svirsky, el dueño que temblaba por la CX30 y por la CX46, pero aguantaba.

Incluso hasta fiado en el último tiempo porque hacíamos pininos para pagar el alquiler del espacio y en general teníamos atrasos de tres y cuatro meses.

Por supuesto no teníamos descuento por planilla y nos detenían en las colas de pago, pero en cambio contábamos con una orden expresa y escrita por un Comisario de Inteligencia que nos prohibía cobrar la cuota sindical “en otro lado que no fuera la Sede”.

Con lo cual... ¡podíamos cobrar la cuota!

Nunca supe si ese Comisario nos quiso perjudicar o, en realidad, nos había abierto una ventana, pero es justo reconocer que no fue la única vez que algo, aparentemente restrictivo y con severo lenguaje, lo que hacía era asegurarnos un margen.

Pequeño e inseguro pero, como decíamos, “funcionaba hasta la primera patada en el culo”.

De allí para adelante ya era otro juego.

Para reforzar la utilización de la Sede colgamos una red de volley de los ganchos en que antes atábamos los alambres para secar los murales hechos a planograf por el Nene, el mejor planografista que he conocido, y con eso improvisamos una cancha que tanto disimulaba otras actividades como daba lugar a apasionados partidos.

Empezamos a enseñar gimnasia, y de contrabando Veraciero enseñaba karate; y dactilografía conmigo como profesor.

Todo con precauciones y dificultades, ya que Inteligencia y Enlace marcaba presencia cada vez con mayor peso.

Empezó a ser común que nos estacionasen camionetas enfrente; o tiras de a pie que no intentaban siquiera disimular la vigilancia.

¡Y apareció Telechea! Pero eso lo veremos en otro artículo.

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