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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 99 (DICIEMBRE DE 2016). LA MEMORIA DE UN PASADO DE OPROBIO REIVINDICADA POR UN PRESENTE DIGNIFICADO
Punta de Rieles
Por Anita Rezende
El camino de entrada a Punta de Rieles
Fue como recorrer por primera vez aquel camino de entrada a la cárcel, que mis padres y todos mis familiares atravesaron durante años. Y en realidad, sí: fue la primera vez que lo hice consciente del camino, viendo el entorno, midiendo las distancias en ese descampado de no menos de treinta cuadras. Imaginando, treinta años atrás, a los familiares, muchos de ellos -como mis viejos- caminando con sus paquetes y sus emociones, que quedarían con nosotras allá adentro.
Esta vez lo recorrí en auto, abrazada por mi familia. La vez anterior fue el 20 de junio de 1979, cuando salí de esa cárcel, y solo recuerdo la barrera que se abría y a mi madre esperándome. Cuando fui a abrazarla y nos besamos, me dijo con una sonrisa: “Ahora no, no les demos el gusto a estos”. Con los milicos no había que demostrar las emociones. Me sorprendió, porque eso era una precaución que teníamos las presas, pero… ¿ellos? Pero claro: ellos, los de afuera, tampoco estaban libres y también resistían con dignidad. De mi salida solo me quedó ese recuerdo: el portón que se abría, mi madre, y una familia que me había sido muy cercana durante años antes de caer presa, la familia de Gladys Castelvecchi, que también salía de la cárcel ese día junto conmigo. ¿Habremos salido de allí en auto con ellos? No recuerdo.
Nuestro penal, hoy cárcel de presos comunes
Fui y entré con la convicción de que ese lugar debería haberse conservado como Museo de la Memoria, siempre abierto a quien quisiera verlo, saber. Nunca reformado ni utilizado nuevamente como cárcel.
Esa convicción duró poco. Se tambaleó ante la realidad que descubrí.
Desde afuera fui reconociendo de a poco algunos lugares, forzando la memoria. El edificio central y las barracas, celdarios antes y también ahora, estaban iguales. Fue una experiencia intensa, hermosa, ver a las compañeras antes presas, hoy libres, acompañadas por sus familias. Como ayer: risas, abrazos, palabras, afectos. Pero esta vez estaban entre nosotros los nuevos protagonistas de la cárcel, saludándonos con respeto en una recepción que los presos mismos nos habían preparado. Habían venido también vecinos del barrio de Punta de Rieles que vivieron el período en que estábamos presas. Nos contaron cómo habían estado pendientes de lo que pasaba allí con nosotras, siempre atentos a las presas que largaban sin dinero y sin avisar a sus familiares para que les acercaran lo necesario. Fue muy emocionante escucharlos; una muestra más de cómo la gente común, sensible, no necesitó de compromisos políticos ni de partidos para tender una mano solidaria. Se habían enterado de que veníamos y quisieron vernos ahora, tantos años después. Conocernos, contarnos.
Fui descubriendo con sorpresa a los nuevos habitantes del Penal. Algunos presos circulaban entre nosotros, sin uniformes, ocupados en servir la comida que nos habían preparado: sándwiches, tartas, bebidas, todo producido y financiado por la cooperativa de alimentos que algunos de ellos integran, la panadería y confitería que funciona como una de las fuentes ocupacionales y laborales dentro de la cárcel. Junto a las mesas dispuestas en el exterior, en el lugar donde se colocaría la Placa de la Memoria, estaban también las funcionarias, mujeres, que están a cargo del cuidado de los presos. Me acerqué a conversar con una de ellas y me llamó mucho la atención el estilo amable, el léxico tan correcto, la actitud atenta y dispuesta a contarnos en forma muy técnica cómo funcionaba todo lo referente a la rutina de los presos y los objetivos de la institución de rehabilitación. Una sorpresa grande y grata: eran personal especialmente capacitado por el Ministerio del Interior sobre la base de la certeza, por experiencia de otras cárceles del mundo, de que es muy beneficioso que sean mujeres las que tengan a su cargo el cuidado de los presos. Y en las pocas horas que estuvimos lo demostraron ampliamente.
Conversamos con algunos presos y se sucedían las sorpresas. Una anécdota como ejemplo: uno de ellos, un joven que ya lleva 18 años de cárcel, es desde hace unos años estudiante de ingeniería. Asiste regularmente a esa Facultad, y lo hace ahora sin esposas ni grillete a pedido del Consejo de la Facultad. Va y regresa en bicicleta. Y hay otros que cursan estudios de diferentes niveles.
Otros miraban desde las ventanas del celdario, que se veía repleto de cabecitas atentas. Mientras se desarrolló el acto de colocación de la placa, las palabras de los oradores fueron escuchadas en el silencio más impresionante y con atención desde toda la cárcel. Todo eso me impactó. Sentía que lo que estaba sucediendo era importante no solo para nosotras, las ex-presas y nuestras familias, sino también para los presos que ocupaban ahora aquellas celdas, las “nuestras”. Los motivos por los que ellos estaban ahí eran muy diferentes de los nuestros, pero había sin duda ese lazo de soñar un futuro afuera, de reconstruir la vida, de confirmar que se puede. Nosotras, sin olvidar el dolor vivido, podemos traerlo para dignificar el presente, como testimonio de una época de resistencia para mantener la alegría de vivir, la integridad como personas, los sueños de cambios sociales para todos. Y ese día ellos, los presos de hoy, se enteraron -porque no sabían nada de todo eso- de que esa resistencia nuestra debió pasar por el horror de la tortura física y psíquica; la tortura que implicó la más brutal violencia de género, porque afinaron el horror para intentar destruirnos como mujeres, y eso implicó y sobrepasó la violencia sexual.
De muchas de estas cosas se enteraron los presos durante nuestra visita, y tal vez nuestra historia pueda ayudarlos a revalorar la importancia de las condiciones dignas de Punta de Rieles hoy. El diálogo pudo realizarse porque las funcionarias nos invitaron a entrar en las celdas en las que los presos aceptaran la visita.
Todo me sorprendió: la expectativa por recibirnos y saber de nuestra historia; las condiciones de las celdas, adecuadas, con adornos y recuerdos personales -¡qué lejos de aquellas condiciones de terror y la destrucción de nuestras pertenencias que nos imponían nuestros carceleros!-; las funcionarias que se encargaban de los presos se dirigían a ellos en forma correcta pero firme, exigiendo que se cubrieran el torso antes de que entráramos, o con otras directivas sobre las condiciones de las celdas para recibirnos. Me impactó también la forma natural en que los presos recibían el estilo singular de esas mujeres pequeñas, tranquilas pero firmes. No se comportaban como policías ni como carceleras, pero si con autoridad clara. Pensé que, efectivamente, otro mundo es posible, incluso en las condiciones de las cárceles.
Fue allí donde sentí que este Penal de Punta de Rieles de hoy de algún modo nos devolvía el pasado dignificado. Pensé que era una suerte que ellos estuvieran allí, pero no repitiendo la experiencia de terror de ayer, ni las de hoy en muchas cárceles; que fueran tratados como personas y que pudieran ir concretando proyectos y sueños.
Creo que ellos buscaron y recibieron algo de nuestra integridad, de nuestra alegría de vivir; de nuestra demostración de que es posible seguir y crecer a pesar de todo.
Nosotras, ese día, entramos pensando en conectarnos con nuestra historia en la cárcel, homenajear la lucha de la presas que resistieron la dictadura en ese lugar, y recordar en especial a las compañeras que ya no pudieron acompañarnos. Salimos con una satisfacción más: la de constatar que allí adentro estaba circulando otra historia de cárcel hecha realidad gracias a la democracia que soñamos y por la que luchamos, nosotras y la mayoría del pueblo.
Claro: la memoria se cruza indefectiblemente con el presente y con el futuro, y se transforman mutuamente.
Yo nunca había entrado a Punta de Rieles, no lleve un paquete, no fui manoseada por las milicas, no hice la cola, no me fui porque mi madre estaba sancionada, sabía algo de todo eso condo en 2015, con un seminario de Sitios, organizado por el Quica Salvia de Canelones y por el Museo de la Memoria de Montevideo, entre a la cárcel. Una compañera que realizó el seminario conmigo, se me pegó y bajito me dijo: «me dejas ir contigo, nunca mas entré…» Basto eso para que las dos fuéramos unas veces de las manos, otras abrazadas….y el recorrido fue una experiencia grandiosa, los presos nos mostraban el penal, hablaban con las ex presas, les mostraban una especie de memorial hecho por ellos en dónde estaba la radio…salimos llenos de alegría…sabiendo que era un sitio donde se recuperaba gente, dónde estudiaban, planteaban y vivían aunque presos…luego en el Museo y durante todos estos años, conocí a muchas presas, muchas hijas e hijos, cientos de historia de las lindas, de solidaridad y lucha, y de las feas, de bejamenes y torturas….
Bellísimo testimonio, Ana María. ¡Muchas gracias por compartirlo!