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DESCALABROS DEL SISTEMA DE SEGURIDAD INTERNACIONAL
Después de Kabul, la triple alianza
Por Luis C. Turiansky
No tenemos aliados eternos, ni tampoco enemigos perpetuos. Son nuestros intereses lo que perdura y que debemos cuidar.
Lord Palmerston, primer ministro británico, 1848
Para un nuevo “Watergate”
La reacción de Francia ante la creación de esta “triple alianza” propiciada por Estados Unidos ha sido francamente hostil. “Sorpresa”, “traición” y “preocupación” fueron algunas de las palabras usadas por el presidente Emmanuel Macron al referirse al tema. Y su conclusión: “Nunca nuestras relaciones con Estados Unidos estuvieron peor”. Para marcar la seriedad de lo dicho, el inquilino del Eliseo mandó llamar a consultas a París a los embajadores de Francia en Australia y EE.UU., algo que en el código diplomático se entiende como expresión de una franca irritación.
Finalmente, una conversación telefónica entre ambos jefes de Estado parece haber limado muchas asperezas, llevando a Macron a declarar que “la alianza con Estados Unidos es indestructible”. Pero la oposición política en Francia es de otra opinión.
Existe un sentimiento de agravio por haber dejado a un lado a Francia en el juego geopolítico que se intenta, en una zona donde ella también tiene sus intereses como ex potencia colonial. Por añadidura, aún ejerce la soberanía sobre algunos territorios, ya sea en Oceanía (Nueva Caledonia e islas comprendidas en el conjunto de la Polinesia Francesa), como en el Índico (Reunión y Mayotte, considerados “departamentos de ultramar” en la jerga administrativa francesa).
Pero lo que más furia ha provocado en filas francesas es que, en el marco de la nueva alianza creada, EE.UU. ha ofrecido a Australia la adquisición de un número no precisado de submarinos atómicos (entiéndase bien, a propulsión atómica; se aclaró que la presencia de armas nucleares a bordo está excluida, pero bueno, nunca se sabe). Hete aquí que, poco antes, Francia tenía pendiente un acuerdo con Australia para la compra de submarinos convencionales. Al parecer, la oferta norteamericana, más generosa, hizo que Camberra diera por terminadas las tratativas sobre los submarinos franceses. Las pérdidas por este concepto son, para Francia, enormes. O sea, la solidez del bloque es una cosa, pero los negocios son los negocios.
En general, el diferendo alimenta también las críticas reiteradas, no solo de Francia, con relación a la gestión del Tratado del Atlántico Norte y su forma jurídica, la OTAN. La retirada galopante de Afganistán después de veinte años, que comentamos en el número anterior (Veinte años no es nada), ha puesto en evidencia el anacronismo del bloque militar dirigido por EE.UU., que debió haberse disuelto junto con el Tratado de Varsovia cuando este sucumbió en 1991.
En aquel entonces, sin embargo, las potencias occidentales celebraban su victoria en la “Guerra Fría” y creyeron en el mito del “fin de la historia”, según Francis Fukuyama, que les daría el dominio incuestionado sobre el planeta entero. La zona del “Atlántico Norte” se amplió de este modo a todo el mundo y justificó intervenciones antes impensables, como la participación directa en el conflicto interno yugoslavo y las invasiones a Irak y Afganistán, en violación de la Carta de las Naciones Unidas.
Pero semejante sistema de coerción internacional al servicio de intereses hegemónicos iba a chocar inevitablemente con los aliados históricos, que también persiguen sus propios intereses. Después del sonado fracaso de la intervención en Afganistán, ya nada justifica el mantenimiento del sistema occidental de seguridad mundial basado en la OTAN, cuyos mecanismos de decisión, teóricamente por consenso unánime, se vuelven inoperantes en caso de aplicarse. A lo sumo, la ventaja del nuevo trío tal vez sea la posibilidad de entenderse sin intérpretes, en un solo idioma. Pero ahora parece que ya ni cuenta el método y, pese al discurso pacifista del nuevo presidente, la práctica de decisiones graves sin consulta se ha vuelto una costumbre. Ahora la Administración Biden sorprende al mundo con este acuerdo tripartito que, entre otras cosas, pone en manos de la marina australiana submarinos de tecnología moderna, capaces, venido el caso, de albergar armas nucleares.[1] La región del Pacífico e Índico, que también toca las costas occidentales de nuestra América del Sur, se convertiría en un inmenso foco de tensiones.
Esta contradicción entre el discurso y las medidas concretas en el terreno de la seguridad internacional merece examinarse. El pasado 21 de setiembre, como estaba anunciado, salió a la venta un libro que seguramente dará que hablar: “Peligro” (Peril, en inglés), de Bob Woodward y Robert Costa (ediciones Simon & Schuster, 2021). El primero de los autores mencionados se hizo célebre en 1973 por ser uno de los periodistas involucrados en la investigación del caso “Watergate” que le costara el cargo al presidente Nixon, consiguiendo con ello el premio Pulitzer, destinado a los trabajos periodísticos de excepcional calidad.[2]
La endeble fiabilidad de un régimen
Después de dedicar varios ensayos a la personalidad controvertida del ex presidente Donald Trump y el riesgo que representaba su comportamiento irracional, “Peligro” representa la continuación, escrita esta vez en colaboración con un colega más joven, Robert Costa. Aquí se describe cómo la paranoia del presidente ponía en peligro la seguridad del país y del mundo, puesto que era poseedor del mecanismo único capaz de desatar la guerra nuclear. Quien esto escribe no lo ha leído y probablemente no lo leerá, porque no está dispuesto a gastar los 18 dólares que cuesta el ejemplar (en Amazon). Pero existen muchas reseñas que se refieren a su contenido.
El elemento más preocupante aparece cuando revela cómo el presidente de la Junta de Comandantes del Estado Mayor, Gral. Mark Milley, instruyó al personal adscrito a “no dar trámite automáticamente a cualquier decisión de ataque nuclear procedente de la Casa Blanca que no cuente con su propia firma”. La orden fue trasmitida tras la invasión de la turba al Capitolio, donde el Colegio Electoral se aprestaba a proclamar presidente a Joe Biden, el 6 de enero de 2021.
De este modo, el veterano general norteamericano se suma al ejemplo del oficial ruso Stanislav Petrov, quien en 1983 dudó de la veracidad de una alarma de ataque con misiles occidentales y no trasmitió la información a sus superiores, con lo cual probablemente salvó a la humanidad de una catástrofe. Por suerte, no todo está robotizado y todavía hay seres humanos en los ejércitos.
No obstante, la actitud del general Milley es un acto de franca rebeldía, lindante con la traición y, por ejemplo, el senador republicano Marco Rubio pide llanamente su dimisión.[3] Sus defensores, generalmente de filiación demócrata, lo justifican refiriéndose al comportamiento irracional que desde hacía tiempo venía demostrando el presidente saliente. Pero, ¿sería incluso capaz de provocar un conflicto atómico por venganza personal? Parece un tanto exagerado, de ahí que algunos pongan en duda los testimonios de los autores. En todo caso, la trama tiene ribetes shakespearianos, lo cual permite interrogarse si el verdadero culpable es el personaje en cuestión o todo el sistema, de modo que, haya o no ocurrido exactamente como se describe, representa una acusación al propio sistema presidencial absoluto que lo admite como posible.
Porque ya sea Trump o Biden, lo mismo Macron, Johnson y, del otro lado, Putin o Xi Jin Ping, todos ellos son dueños de sendos maletines con todo lo necesario para comunicarse con el Estado Mayor, el código secreto y las instrucciones para desatar el apocalipsis nuclear mundial. Semejante sistema de seguridad no es nada fiable.
Es cierto que en todos los casos existen mecanismos de control colectivo, ya sea la dirección suprema del partido único gobernante o esa entelequia clasista en el poder que los norteamericanos llaman eufemísticamente “establishment”. Pero nunca será suficiente para impedir un acto irresponsable de un jefe demente. En la emergencia de una alarma antimisiles no hay tiempo para comprobaciones ni para consultar, hay que proceder sin demora.
Antes que sea demasiado tarde, es necesario que el mundo imponga, por su propia seguridad, el establecimiento de controles democráticos de tan dudoso mecanismo, para evitar lo peor. O tal vez, mejor aún, disponga la destrucción de todos los arsenales de armas nucleares que existen. Muchos políticos lo han prometido, Obama el último.