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PUEBLO CHICO, INFIERNO…

 Publicado: 06/10/2021

“La teoría de los vidrios rotos”: encendiendo el humor


Por Andrés Vartabedian


Como pocas veces sucede -¡vaya si lo logran!, más allá del producto final que consumamos luego-, el trailer de La teoría de los vidrios rotos no me invitaba para nada a ir a su encuentro. Sin embargo, hoy puedo decir que valió la pena saber que los trailers, muchas veces, no dicen nada del filme que promueven, y que agotan su finalidad en atraparnos, engañarnos, invitarnos a consumir, manipular nuestro sentido del gusto, seducirnos… como ese aroma corporizado que se suele seguir y perseguir en los dibujos animados. Este no era el caso, pero ciertas pistas surgidas más allá de él, en mi entorno cotidiano y en mi “mundillo cinéfilo”, me alentaron a asistir. Aunque algo tarde, un acierto de mi parte.

La película se inspira verdaderamente en una teoría, a lo que le suma algún acontecimiento real. “La teoría de los vidrios rotos” o “de los cristales rotos” se basa en la premisa de que si en algún lugar se rompe una ventana y no se arregla, con el paso del tiempo existirá una propensión, en la gente, a comenzar a romper el resto de las ventanas. Esto puede aplicarse tanto a un edificio como a un auto, como en el caso que nos compete. Luego de iniciarse el proceso de violencia, este no se detendrá hasta la destrucción total, o casi. Para ello, plantea la teoría, el contexto socioeconómico en el que esto se desarrolle es indiferente.

"A mí me cuelga eso de las teorías que hablan de la conducta humana y, de hecho, la película anterior -Rincón de Darwin- era sobre el tema de la evolución. Me gusta cuando hay algo que te hace reflexionar sobre tu vida o la sociedad que te rodea y te permite empezar a entender mejor lo que está sucediendo. Aunque sea por el lado de la comedia, te ayuda a comprender un poco más cómo somos las personas", sostiene su director Diego “Parker” Fernández, también productor y guionista del filme.[1]

Por su parte, lo que justifica el ya eslogan “basada en hechos reales” -aunque la breve fórmula ya no sea original, contradiciendo su propia definición- es lo sucedido en la ciudad de Melo entre 2009 y 2010, cuando se llegaron a prender fuego unos 25 autos en el correr de unos pocos meses. Si bien la mayor parte de los vehículos había sido incendiada por el mismo grupo de personas, hubo quienes, aprovechando las llamaradas, cargaron su propio combustible y usufructuaron la ola incendiaria para avivar la hoguera con sus propios conflictos e intereses personales, intentando pasar desapercibidos.

Aquí el “interior” no es Melo, Cerro Largo, sino un pequeño pueblo innominado -aunque luego, aquí, todos sepamos que es Aiguá, en Maldonado-. Eso sí, también es cercano a la  frontera con Brasil. Hasta allí llega el supuestamente “ascendido” Tapia (Martín Slipak) -no está claro si él lo cree, pretende creerlo o quieren hacérselo creer, o todo ello a la vez-, un perito en pólizas de seguros, en la mitad de sus treinta, que es promovido a la región 15, ya que a Reynoso (Carlos Frasca) “lo están jubilando”, al decir del Jefe. Su alegría comienza a ensombrecerse ni bien sale de la oficina de aquel y el envidioso y ofendido Fanzini (Jorge Temponi) le interrumpe el paso para manifestarle -como todos podemos presumir- que ese puesto era suyo, correspondiéndole por su antigüedad y compromiso… como alcahuete, podríamos agregar. Los augurios dejan inmediatamente de ser los mejores y las advertencias de Reynoso en su breve encuentro-despedida comienzan a erguirse como un sino sobre el calificado y aplicado Tapia.

Su llegada al pueblo irá en el mismo sentido. Nada funcionará como Tapia espera: ni la oficina de Santa Marta Seguros, la empresa a la que representa, con un indolente y ausente compañero de trabajo; ni la cafetera, potencial proveedora de la infusión a la que resulta ser tan afecto; ni el hospedaje, en el que ninguno de los objetos parece cumplir su función a cabalidad…

A lo mencionado, debemos agregar que -también como todos podemos presumir- la llegada de un forastero al lugar, y además joven, “novato” -y, para peor, en reemplazo del querido Reynoso-, no será muy bien vista por los habitantes, más bien veteranos, de la pequeña localidad. La, en principio, silenciosa hostilidad se manifestará inmediatamente. La sucesión de acontecimientos piromaníaco-delictivos la tornarán francamente estruendosa.

Es que en aquel lugar donde habitualmente “no pasa nada”, ciertos “delincuentes” han comenzado a incendiar autos. A lo largo de los días -más bien, de las noches-, llegan a ser doce. Por lo tanto, la compañía de seguros pasa a ser el centro de atención de los vecinos. Por lo mismo, la pretendida fugaz estancia de Tapia en el pueblo, dejará de ser fugaz y pasará a ser de largo término. Ello le acarreará dificultades con su esposa, con la que tienen previsto ciertos estudios clínicos en la búsqueda de un hijo, los que comenzarán a postergarse. El devenir del tono de sus charlas nocturnas vía videollamada, los modos en los que se dirigen el uno al otro, las formas en las que se despiden, irán señalando el devenir de la situación de Tapia en el pueblo y el agravamiento de la situación.

Todo muy previsible. Saludablemente previsible, podríamos decir, considerando el tono de comedia que Diego “Parker” Fernández elige para su película. Todo funciona como dentro de un canon, y a partir de allí comienza la diversión. Ciertas caricaturizaciones de personajes tipo y situaciones tipo, y la sátira arrojada sobre todo ello, logrará rendir sus frutos.

"Hay una cosa que estaba desde el principio, que era jugar con el género, es una película de género, en el sentido que es el forastero que tiene que resolver el misterio […] Podía haber sido un detective y homicidios, pero es un perito y autos quemados. Era eso, que respondiera a las convenciones del género", explica su director.[2]

Por tanto, los componentes de esta trama plena de humor y desenfado serán clásicos y esperables: una compañía de seguros que no quiere pagar; un jefe jodedor; un empleado envidioso y ofendido por la pérdida de ese puesto a manos del novato; un compañero en retirada que advierte lo necesario, siempre en negativo; otro compañero garronero y ausente; un “competidor”, en materia de pólizas, esperpéntico pero solidario; un pueblochico-infiernogrande (hasta por las llamas, en este caso), la calma del agua estancada que esconde la podredumbre por debajo de la superficie; un triángulo amoroso que involucra al caudillo local, terrateniente y candidato a diputado, a la voluptuosa y sexi peluquera y al incapaz pero respetado comisario -que también parece ser el primo de aquella-; los “pesados” del pueblo, tanto los de oficio "mafiosos", como algunos simples habitantes enojados por la destrucción de sus autos; unos adolescentes “descarriados” y enojados; ciertas mascotas asesinadas como escarmiento y amenaza; y el “nadie sabe nada” que no puede faltar.

Sin embargo, más allá del humor y la sátira, todo el planteo denota respeto. Diego Fernández lo explica a su modo: “No queríamos reírnos del pueblo, sino tomar con comedia a varios personajes. Por eso, me quedé tranquilo de que en Aiguá gustara tanto. Ese espíritu de comedia es bien franco para que nadie quede afuera, por eso también mostramos que el personaje de Tapia también tiene cosas ridículas; no es el montevideano que viene a salvarlos”.[3]

Y, afortunadamente, el ridículo se florea. Si bien ciertos aspectos oníricos que van surgiendo aquí o acullá, desde la imaginación, el delirio o la pesadilla, no siempre funcionan, cuando lo hacen se disfrutan, y mucho. Es que todo parece una locura... y termina siendo una locura para Tapia -insano, al menos, seguro-. La situación lo abrasa -casi literalmente-, toma todo su ser, incluso sus sueños y fantasías. El pueblo y el fuego lo persiguen. En medio de todo ello, comenzamos a percibir que la banda sonora interactúa con el personaje. Por momentos se compadece de él, por momentos lo cuestiona, por momentos se burla. Hasta quizá se reconcilien, llegado el caso. La actuada voz de Humberto de Vargas luce perfecta para interpretar las precisas y singulares composiciones de Gonzalo Deniz (artísticamente conocido como Franny Glass). Si a estos elementos, le incorporamos algunas buenas y muy buenas actuaciones y al personaje del propio pueblo y sus alrededores, bellísimamente fotografiado, por otra parte, el plato del gran entretenimiento está servido. Y se disfruta. El salpicado de algunos apuntes sociales y sobre usos y costumbres tan humanos como mundanos, tampoco debería soslayarse, aunque el mayor interés del equipo no parezca residir en ello.

Sobre el caso en sí, tal vez sea mejor no ahondar. En el fondo, parece ser que el desenlace y las “vueltas de tuerca” de esta historia policíaco-detectivesca no importan demasiado y pueden acumularse todas, tranquilamente, en un relato final tan excesivamente explicativo como forzado y casi inverosímil. Tanto da. Al igual que podemos recordar al maestro Tabárez y aquella Selección Uruguaya de 2010 que popularizara la frase, al escuchar el jingle de campaña de Mendiçabal -el caudillo candidato a diputado-, que repite sin cesar, en su estribillo, “Vamos que vamos”, también podemos asumir que a “Parker” Fernández le interesa menos preocuparse y ocuparse por el resultado final de las pericias y hallazgos de Tapia y la resolución de la trama, que emular aquello, también adjudicable al mismo período de alegrías deportivas, de que “el camino es la recompensa”.

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