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TEATRO URUGUAYO RUMBO A LAS TABLAS DEL MUNDO

 Publicado: 04/03/2020

Habla el autor


Por Walter Acosta




El título de las memorias de vida y teatro que publiqué en Buenos Aires en 2018, El resto es silencio, sugiere una renuncia expresa a futuras manifestaciones. Yo mismo contradije esa intención, pues poco después sentí que debía embarcarme en otra publicación de largo aliento: mis obras de teatro. Más que afán narcisista de autocelebración, me guio el deseo de que las obras me sobrevivan. Sobre todo, la esperanza de que alguien las represente, ya que cualquiera sea la poca o mucha fe que el propio autor tenga en ellas, nada podrá suplantar al imprescindible montaje ulterior.

Mi interés en la dramaturgia fue tardío. Tenía 65 años cuando me tomé el asunto en serio. Actuar y dirigir teatro en las cuatro décadas precedentes me había permitido acumular un bagaje considerable de experiencias y de ellas me nutrí para enfrentar el nuevo desafío. Puesto a escribir, sin dejar desde entonces de pisar las tablas en pos de nuevas cosechas, tuve que superar, entre muchas otras cosas, revelaciones que me resultaron paralizantes y hasta abrumadoras: la historia está plagada de dramaturgos que incluso con el genio de Molière, Ibsen, Ionesco, Beckett o Brecht, debieron atravesar escándalos y desvelos para visibilizar sus obras antes de enfundar la mandolina.

El primer lector de una obra de teatro es quien la escribe, el que primero la imagina y arma una puesta en escena. Al mismo tiempo, cada nuevo lector que recorra el texto dará a la obra un soplo singular de vida, imaginando una representación de ella por cuenta propia.

Varios y de muy diversa índole son los peligros que acechan al escritor durante la solitaria operación de construir la obra. ¿Será cierto que cuando el autor termina su obra y la divulga, esta deja de pertenecerle? Pienso que sí. En todo caso, que el autor mismo tenga más tarde la fortuna de dirigir su propia obra no es, necesariamente, la mejor de las opciones para la posible puesta en escena del texto, ni lo pone a salvo de tentaciones a las que el director/autor cede a veces con excesiva ligereza. Tampoco es fácil, por ejemplo, escapar a la seducción de una palabra o una situación que surge espontánea y reclama que el autor decida si agrega o quita, si ilumina la escritura o la obscurece. Bien que recuerdo que cuando me tocó en suerte dirigir en Montevideo mi obra Meyerhold en el fondo de un pozo vacío, fueron los actores quienes cuestionaron algunas escenas y situaciones, lo que me obligó de buena gana a corregir y pulir insospechadas imperfecciones. 

Si, por el contrario, la obra cae en manos de otro director, ella queda expuesta inevitablemente a su derecho de interpretarla como mejor le plazca, cosa que no siempre comulga con las intenciones de quien la escribió. 

Cabe señalar que en el proceso de la escritura tampoco se confirma siempre la presunción del autor sobre el rumbo que ha de tomar la historia o el carácter de sus personajes. Este asunto me sirvió -y mucho- cuando escribí El hombre en su cama, inspirándome en Juan Carlos Onetti sometido a duro interrogatorio por el fantasma del inefable Larsen Juntacadáveres. Allí pongo en boca de Onetti mis propias conclusiones, evocadoras también de Pirandello con sus famosos seis personajes: 

El autor -bueno o malo- no inventa todo, Larsen. No. Es mentira eso. Se te aparecen los personajes. Borrosos. Imperfectos. El autor se entusiasma, pero camina a ciegas. Escribe “garabatos” como vos dijiste. Reparte, como también dijiste, “miguitas de pan a las palomas”… pero no es el dueño de los destinos ajenos ni de sus personajes. Es mentira eso. Tarde o temprano llega un momento en que… los personajes toman la posta… y se invierten los papeles. La gente no lo sabe, pero es así, Larsen. ¡Te lo digo yo!

En la contratapa del primer volumen de mis obras recién publicadas se dice con razón que me fascina la historia. A partir de esa fascinación busco la teatralidad del acontecer histórico, no sólo en la Guerra Civil española, el ascenso del nazismo en Alemania o la década negra de 1970 a 1980 en América Latina, sino también en otras peripecias más íntimas como las de Lope de Vega, Meyerhold, Brecht, Walter Benjamin, Pablo Podestá, Miguel Hernández o Federico García Lorca. 

Se me ha dicho que no soy autor de comedias. Es cierto. Mi humor es negro y corrosivo. (El fallo del jurado de Casa de las Américas que galardonó en Cuba mi obra El escorpión y la comadreja, en 2001, me describió como “cirujano frío y preciso que enlaza metáforas y provoca con plática desaforada”). 

Buena parte de mis personajes son un catálogo de imperfecciones y desmesuras: a algunos los considero mis amigos, otros son mis enemigos. Quisiera creer, de todas formas, que en muchos de ellos es posible encontrar algún rasgo redentor en sus conductas y, sobre todo, materia digna de reflexión para el espectador. 

Hace unos días, me visitó un viejo camarada a quien le mostré con inocultable entusiasmo los tres volúmenes de mi flamante colección. Sin hojearlos, alzó los hombros, me devolvió el fardo y con cierto tono zumbón me preguntó: “¿Por qué escribir, Acosta?” A falta de mejores argumentos, saqué de la biblioteca un librito del poeta chileno Oscar Hahn y leí sin titubear:

“Porque el fantasma, porque ayer, porque hoy,
porque mañana, porque sí, porque no.
Porque el principio, porque la bestia, porque al fin,
porque la bomba, porque el miedo, porque el jardín.
porque la muerte, porque apenas, porque más,
porque algún día, porque todos, porque quizás…”

                              Buenos Aires, febrero de 2020.

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