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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 91 (ABRIL DE 2016). CELEBRACIÓN DE CERVANTES Y SHAKESPEARE

 Publicado: 04/03/2020

Entre Don Quijote y Hamlet


Por Walter Acosta


Hamlet, con la calavera de Yorick en la mano, se aproxima a Don Quijote, caído al pie de un molino y muy maltrecho. Aun viéndole en tan lamentable estado, Hamlet se atreve a susurrarle al oído:

- ¿Habrá dilema mayor en este mundo que “ser o no ser”?

El Caballero de la Triste Figura emerge lentamente de su aturdimiento, le mira sorprendido con ojos brumosos y exaltados, y luego de balbucear algunas incoherencias, contesta con resignada filosofía:

- Muerte y vida me dan pena,
no sé qué remedio escoja,
que si la vida me enoja,
tampoco la muerte es buena…




La desaparición física de Shakespeare y Cervantes, ocurridas casi al mismo tiempo, hace exactamente 400 años privó al mundo de dos genios. También echó a andar sus obras camino de la inmortalidad.

Shakespeare nace en Inglaterra donde imperaba entonces Isabel I (la Reina Virgen) y más tarde Jacobo de Escocia; en España, Cervantes será primero súbdito de Carlos V, luego del austero Felipe II y finalmente de su sucesor, Felipe III. En el siglo XVI, la puja religiosa y política de los ingleses, escoceses, irlandeses y galeses, se repartía entre protestantes y católicos, prominente telón de fondo en las obras de Shakespeare. Las peripecias de Cervantes en el universo español, en cambio, hacen que el autor se muestre más atento a los conflictos entre cristianos, moros, judíos y musulmanes. Su mano izquierda mutilada en Lepanto, en defensa de España, fue una credencial que consideraba honrosa y meritoria aunque nunca le valió reconocimiento efectivo alguno. Shakespeare, a su vez, jamás tuvo que desenvainar una espada o disparar un arcabuz… excepto sobre las tablas de un escenario y sin riesgo alguno (lo cual no impidió que escribiera con aliento épico la gesta de “Enrique V”, héroe de la nación inglesa contra los franceses en 1415).

Ortega y Gasset señalaba hace muchos años ya, que el Quijote encierra poderosas “alusiones simbólicas al sentido de la vida”. Lo cual podría muy bien aplicarse al Hamlet de Shakespeare por solo citar una de las grandes perlas del dramaturgo inglés. Se diría entonces que lo escrito por Cervantes y por Shakespeare representa un verdadero compendio, no solo de la aventura humana y sus avatares, sino también de las grandezas y miserias de las épocas tan gloriosas y sangrientas como las que atravesaron sus respectivos imperios. Todo resulta aún más sorprendente cuando se comprueba la extraordinaria vigencia actual del pensamiento de Cervantes y Shakespeare, al tiempo que la comparación entre la percepción que tienen, un autor y otro, de los grandes temas del hombre, depara estimulantes particularidades y coincidencias.

Cervantes, desde joven, quería ser un gran poeta. Como él nos cuenta, aprendió a jugar a la taba en Madrid y recitó sus primeros poemas a pícaros y cuchilleros en las gradas del convento de San Felipe el Real, llamado popularmente “el Mentidero”. Sus reiterados intentos de ganarse la vida en la Corte como poeta o cronista resultaron inútiles. Él, que se había hecho llamar en una de sus obras “raro inventor y Adán de los poetas”, terminó reconociendo que no alcanzó nunca las alturas de su admirado Garcilaso de la Vega y confesó haber pasado muchos desvelos en la vida pensando que el otro tenía de poeta “la gracia que no quiso darme nunca el cielo”.

Shakespeare, sin embargo, que también sintió a temprana edad su vocación de poeta y que la cultivó aún después de lanzarse al teatro, produjo versos de altísima inspiración y enorme popularidad, entre otros: “Venus y Adonis” y “El rapto de Lucrecia”. Ofreció un autorretrato mucho más íntimo y revelador que todo lo que se pueda encontrar en la monumental obra que produjo para el teatro. Tan íntimo y sugerente es el retrato confesional, que esos versos amatorios han generado no pocas especulaciones sobre la sexualidad del autor, quien los dedicó al Conde de Southampton, y otros, a la enigmática y nunca identificada Dama Morena. Esta mención lleva a recordar que Cervantes también estuvo expuesto a denuncias de haber cometido “cosas feas, viciosas y deshonestas” durante sus cinco años de cautiverio en Argel, motivo de largas investigaciones históricas sobre las que no se ha arribado a un veredicto unánime y concluyente.

La carrera de Cervantes como dramaturgo choca desde un comienzo con la triunfante aparición del “monstruo” Lope de Vega, su enemigo declarado, que se atrevió a decir en una carta: “de poetas ninguno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote”. Pese al fervor con que Cervantes trató de modernizar el lenguaje teatral de la época para reducir a tres jornadas las comedias que solían tener cinco, por ejemplo, no llegó realmente a lograr una verdadera consagración dramática, con la notable excepción, por supuesto, de “El cerco de Numancia”.

En un contexto más amplio, sin embargo, no deja de provocarnos un respingo de inquietud la admisión que Cervantes mismo desliza en el Capítulo XLIV de la Segunda Parte del Quijote, donde el autor pide que “no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe sino por lo que ha dejado de escribir”. Una alusión que resulta inocultablemente autobiográfica y que se complementa con otra cita tomada del delicioso y mordaz “Coloquio de los perros”: “Yo no solo no me maravillo de lo que hablo. ¡Más bien me espanta lo que dejo de hablar…!” Imposible contestar a la pregunta que despiertan estas palabras al acicatear nuestra curiosidad sobre el supuesto silencio obligado de Cervantes.

Como su caballero andante, Cervantes tuvo siempre hambre y sed de aventuras, sufrió arrebatos de vida y muerte, fiebres justicieras, ansias de eternidad y vértigos de quimeras. Don Miguel también mostró tener los pies de barro por humanas miserias y soberbias imprudencias que le valieron enemigos, doble excomunión, cárcel y amargos remordimientos de familia. Un prontuario que lleva a Jean Canavaggio a decir que el humanismo de Cervantes “está formado muy lejos del polvo de las bibliotecas, se fragua en la escuela de la vida y de la adversidad”.

Podría afirmarse que a diferencia de un Cervantes desasosegado y siempre en busca de nuevos rumbos, Shakespeare centró todo su genio y energía en el teatro. Tuvo, por lo tanto, una vida mucho menos caótica y azarosa; contó con importante mecenazgo de príncipes y cabezas coronadas y se abrió paso sin mayores apremios económicos. En todo caso, resulta interesante destacar que a diferencia de Shakespeare, Cervantes pone buen cuidado en revelar algunos de los motivos que le impulsaron a escribir muchas obras, entendidas según él como respuesta a la envidia que despertaba su pluma o a los moralistas que criticaban su conducta. Así dirá que escribió “La Galatea”, su primera novela, “principalmente para hacer de escudo a los murmuradores que ninguna cosa perdonan”.

En nuestro tiempo, la sagaz observación de Jean Pierre Babelon agrega un bienvenido comentario a este argumento particular: “Cervantes conoció todas las pruebas, las que enfrentó con ánimo y las que surgieron por añadidura. No es un inocente ni un santo de imagen edificante sino un hombre muy valiente, con sus debilidades, extrañas coincidencias y caídas…” Cabe observar aquí que el acento combativo y reparador de la literatura cervantina no pareció figurar para nada en la razón de ser de todo lo que escribió Shakespeare, aun cuando tampoco se vio enteramente libre de enemigos y detractores. 

Si como alguien ha señalado, Sancho es inseparable de su borrico, Cervantes debería serlo del Quijote, sobre todo, y Shakespeare, de Hamlet. El primero mereció 124 capítulos y el segundo, cinco actos. Los dos personajes de ficción, en una pirueta freudiana, terminan poseyendo a sus progenitores. “Don Quijote nació para mí y yo para él”, declara Cervantes, “él supo obrar y yo escribir”. Shakespeare, por su parte, parece proyectarse muchas veces él mismo en el torbellino de la melancolía existencial típica de la época isabelina y, a través de esa opresión agobiante, se identifica a fondo con Hamlet, descarga en la obra todo lo que sabe de teatro como autor, actor y director, y todo lo que como hombre tiene de experiencia vital acumulada (identificación, transferencia pura o canibalismo intelectual, diría don Sigmund).

No deja de admirar el hecho que ambos genios hayan logrado crear semejantes gigantes de carne y hueso, a la vez héroes y antihéroes de naturaleza proteica que apelan e interrogan por igual al hombre singular y al alma colectiva de la sociedad. Así, pese a sus formatos y estilos tan diversos, Don Quijote y Hamlet trascienden ampliamente los límites estrechos de un conflicto estético latente para convertirse en vigorosos protagonistas de dos empresas a las que consagran la vida: buscar la libertad y administrar justicia. Junto con otras múltiples facetas que les caracterizan, Don Quijote y Hamlet hacen también que Cervantes y Shakespeare sigan tan vivos y relevantes hasta hoy.



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