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¿PUEDE UNA HERRAMIENTA LLENA DE FALLAS SERVIR PARA LA COMUNICACIÓN?

 Publicado: 05/04/2023

«La herramienta imperfecta»*


Por Santiago Cardozo


1. La indefectible imperfección del lenguaje[1]

El lenguaje no es, en primera instancia -hay que dejarlo claramente establecido-, un instrumento de comunicación. Considerarlo un instrumento para la expresión de un contenido (que podríamos situar por igual «adentro» o «afuera» del hablante, aunque, por lo regular, empleamos la metáfora de la interioridad) implicaría situarlo en una relación de exterioridad y ajenidad respecto de quien lo «usa», cuando, como sostiene Benveniste[2], es constitutivo del hombre, quien no lo ha inventado ni creado, quien no existe en tanto que hombre sin lenguaje, pues, como dice el lingüista francés, nunca podremos dar con un hombre que aún no lo haya creado o que esté en vías de hacerlo. Entonces, equiparar el lenguaje humano (el único que puede llamarse propiamente lenguaje, o el único que merece este nombre) con una herramienta es entenderlo como una «tecnología» perfeccionable, eventualmente descartable si se diera con una herramienta que pudiera suplantarlo, en la medida en que esta careciera de las imperfecciones que caracterizan a aquel. En otras palabras: el lenguaje siempre va a fallar, a funcionar en desperfecto, diciendo en exceso o en falta, o dislocadamente, de manera que nunca podremos tener una herramienta sin problemas, transparente, perfectamente aceitada. Siempre habrá ruidos, cortocircuitos en alguna parte de su funcionamiento, porque el lenguaje se define como tal precisamente por esa indefectible imperfección.

Lo que aquí se pasa completamente por alto, el punto crucial que no se advierte, está en que el lenguaje es esa imperfección o, dicho de otra forma, en que lenguaje es el nombre de la imperfección comunicativa misma. En consecuencia, lenguaje es la manera en que nombramos la falla de nuestro decir, la imposibilidad de un decir pleno, ajustado a las «cosas del mundo», la imposibilidad de dar en el blanco, de que las palabras hagan Uno con el mundo, lo digan tal como es, lo que implicaría, por otra parte, la anulación de la actividad interpretativa, la posibilidad misma de hablar de sentido.[3] 

Llegamos entonces a un elemento central de nuestra argumentación: el lenguaje se articula alrededor de una falla estructural que lo daña por dentro y a la que no tenemos acceso, pero que produce diferentes efectos en nuestro decir (lapsus, equívocos de distinta clase, homonimia, polisemia, etcétera). Asimismo, para funcionar, el lenguaje requiere plantear un exterior a sí mismo, un «lado de allá» que llamamos realidad, mundo, en fin, y que no es, desde luego, lenguaje. De esta manera, el lenguaje, hay que asumirlo por defecto, dice de algo que no es lenguaje y que, por tanto, no puede decir.[4] 

En ese «otro lado» se sitúan los objetos del mundo, las cosas que pueblan nuestra rica y compleja realidad, cuya precisa aprehensión por parte del lenguaje nunca es posible. De ahí que experimentemos, con mucha frecuencia, el sentimiento de que las palabras no alcanzan para decir ciertas porciones del mundo, de que los recursos verbales de los que disponemos son insuficientes y siempre se quedan cortos para dar cuenta de la inmensa variedad de matices significativos de los que están compuestas las cosas de la realidad. 

Tenemos la sensación, entonces, de que el lenguaje envía a estas cosas, que están ahí desde antes de que el lenguaje pretendiera sacarlas de las sombras por el efecto de la iluminación que proporcionan las palabras. Luego, cuando las palabras, finalmente, dan con ellas, siempre parece haber un excedente del lado de las cosas que se nos escapa y que nos muestra la insuficiencia del lenguaje y nos la hace experimentar como tal. Pero, en rigor, solo porque tenemos lenguaje podemos experimentar este decir en falta como decir en falta. Las cosas ocurren, por lo tanto, al revés de como solemos concebirlas: los objetos del mundo son producidos por el lenguaje, que los hace significar, que les da la orden de ser.[5] Sin lenguaje, la realidad es nada: carece de tiempo, de sentido; no es realidad ni no-realidad, ni continuidad ni discontinuidad.

De este modo, solo podemos percibir la realidad en cuanto tal a posteriori de la abstracción lingüística (del lenguaje), y gracias a ella entendemos que la realidad nunca es plenamente aprehensible por las palabras. Este es, así, el principal efecto del lenguaje: la reificación de la realidad como sustancia, como positividad, respecto de la cual el lenguaje se ubica en otra parte (funciona como el instrumento para decirla).

2. Lenguaje/realidad

Conviene detenerse un poco y considerar de cerca esta relación, porque en su comprensión se juega buena parte de la manera como se enseña lengua en la escuela (y no solo en la escuela), particularmente el lugar que se les asigna a la escritura y la oralidad, a la gramática y la pragmática, así como a las nociones de comunicación, de intenciones y estrategias comunicativas del emisor, de contexto, entre otras; y de la manera como se piensa la didáctica de la lengua y la elaboración de los programas o planes de estudio, de materiales didácticos, etcétera.  

Ante la idea de que los objetos del mundo son producidos por el lenguaje se podría objetar que, por ejemplo, la palabra perro no muerde, mientras que el animal sí lo hace. De esta manera, distinguiríamos el «objeto» del mundo {perro}, que señalamos entre llaves, y la palabra /perro/, que envía a esa cosa del mundo y que colocamos entre barras. Consecuentemente, diríamos que la palabra /perro/ refiere a {perro}, o que la ligazón de /perro/ con {perro} es lo que suele llamarse referencia, de manera que se asegura el vínculo entre el orden de las palabras y el orden de las cosas. Ahora bien, ¿cómo es posible distinguir perro como palabra y perro como animal del mundo («objeto»)? ¿De qué clase de distinción se trata?

Aquí es donde aparece el problema que planteábamos arriba: la distinción entre la palabra y la cosa, así como la creencia en que la palabra remite a la cosa del mundo, que tiene preeminencia sobre aquella, proceden del lenguaje, le pertenecen al lenguaje en tanto que arquitectura simbólica de la realidad. De la misma manera, la distinción entre morder y no-morder es, antes que otra cosa, una distinción conceptual, una lógica que relaciona significantes, no objetos sustanciales, no la palabra morder como una cosa y la acción de morder como un hecho, opuesto, desde luego, a la palabra. Ambas distinciones están, en primer y último lugar, en el lenguaje, pero el propio lenguaje, gracias al cual podemos efectuar las distinciones en cuestión, opera como si «expulsara» fuera de sí un miembro de la distinción, forzándolo a funcionar como una cosa extralingüística, como una cosa perteneciente al mundo o a la realidad que nos rodea. Esta es la tesis que defiende Sandino Núñez cuando dice:

[…] lo importante no es «aquello que está entre llaves» o «aquello que está entre barras» (el «aquello», para el caso, sería la cosa o el objeto a), sino el propio estar entre llaves o estar entre barras, ya que el ser de cada uno es su propio desequilibrio, la incompletud constitutiva que remite al otro, la forma en que cada uno está dañado por el otro. No hay simplemente barras y llaves, sino que más bien hay llaves porque hay barras (y viceversa): no hay cara y alma sino que hay cara porque hay alma, y hay alma porque hay cara. Una vez más: la representación está siempre ya mediada por esa negatividad, por ese porque, por ese saber, y carga desde siempre con ese doble pliegue.[6] 

Importan menos, entonces, las llaves o las barras en cuanto tales que la oposición (distinción) que constituyen, distinción que, como ya dijimos, es producida por el lenguaje, por la abstracción lingüística, que siempre opera como una «abstracción sustancialista»:

La abstracción sustancialista no solamente empuja al referente a ser sustancia: al mismo tiempo empuja al lenguaje mismo a ser una cosa, una herramienta o una caja de herramientas, un intermediario entre dos abstracciones (el entendimiento y la realidad). Y por eso hasta cierto punto estamos obligados a aceptar y a «vivir dentro» del principio referencial ingenuo (digamos, positivista o sustancialista), en el cual ambos polos, lo-que-está-entre-barras o lo-que-está-entre-llaves, parecen tener una existencia independiente anterior a la lógica oposicional que los vincula (y por tanto uno de los dos, barras o llaves, tiende a ser entendido como la verdad del otro). Podría decirse que la lógica signo/referente, «interna al lenguaje», se desdobla «hacia el exterior» en una correspondencia simple palabras/cosas: pensamos espontáneamente entonces no en una relación o en una lógica sino en entidades sustanciales (denotación, referencia, representación).[7] 

Más adelante mostraré en qué medida esta breve discusión repercute en la manera en que concebimos la enseñanza de la lengua y, por ende, en lo que vemos y no vemos como aspectos relevantes para ser enseñados. Pero, por el momento, conviene permanecer un poco más en esta discusión, porque, por lo general, o no se advierte lo que se está diciendo cuando se afirma que la realidad es un efecto del lenguaje o, cuando se entiende y, además, se lo acepta, se olvida muy rápida y fácilmente. Veamos, entonces, de qué otra manera, por qué otros caminos podemos explicarnos más sobre la relación lenguaje/realidad. 

Recordemos que Saussure decía, en su Curso de lingüística general,[8] que en la lengua solo hay diferencias y oposiciones; que en ella no hay nada sustancial, sino que todo es forma. Así pues, tenemos las palabras libro, obra, texto (incluso objeto, cosa) para nombrar lo que habitualmente pensamos como {libro}. Pero, de seguir a Saussure, sabemos que nada hay en el signo libro (/libro/) que lo ligue natural o razonablemente con la cosa {libro} y viceversa. Por el contrario, la relación entre /libro/ y el objeto libro no puede explicar por qué a la secuencia /l-i-b-r-o/ le corresponde el significado <libro>. En consecuencia, para designar el objeto en cuestión podríamos emplear cualquiera de los tres signos propuestos arriba: /libro/, /obra/ o /texto/, y no podríamos dar una explicación que no fuera el uso mismo, las prácticas discursivas de los hablantes, la costumbre, la norma (en el sentido que le da Coseriu,[9] de uso constante, frecuente, sin repercusiones a nivel del sistema lingüístico, es decir, del juego de diferencias y oposiciones entre los signos), para dar cuenta, si este fuera el caso, de por qué decimos /libro/ como la palabra que empleamos mayormente y por qué entendemos /obra/ o /texto/ como variantes sinonímicas, sabiendo que, en rigor, en la lengua no hay sinónimos, sino, como ya hemos dicho, relaciones diferenciales y opositivas, en suma, juegos de valores.

Dicho de otra manera: ¿por qué, para nombrar la cosa que abrimos para leer (la cosa {libro}), preferimos el signo /libro/ y no el signo /obra/ o el signo /texto/? Podría contestarse, rápidamente, que de estas tres palabras, /obra/ designa también el conjunto de los libros (las obras) de un autor (como sustantivo colectivo) y que /texto/ sirve para referirse a cualquier producción escrita autosuficiente, coherente, cohesiva, etcétera, de manera que /libro/ parece la palabra que mejor se ajusta a ese objeto hecho de páginas que depositamos en los anaqueles de una biblioteca. Pero decir /libro/ antes que /obra/ o /texto/ es algo consagrado únicamente por el uso común o normal, en el sentido, nuevamente, de Coseriu, de tal modo que la remisión de la palabra /libro/ a la cosa {libro} no es más adecuada ni pertinente que la remisión de las palabras /obra/ o /texto/ si quisiéramos encontrar su fundamento en los rasgos de la sustancia de los objetos.

De nuevo, siguiendo a Saussure, el valor de /libro/ se define con arreglo a los signos /obra/ y /texto/, esto es, con relación a los otros signos del sistema lingüístico -pues un signo es todo lo que los demás no son- y no con arreglo al objeto del mundo al que necesariamente envía. Otra vez: no hay nada en la cosa del mundo que justifique o explique por qué conviene un signo y no otros, ni por qué a la secuencia de sonidos /l-i-b-r-o/[10] le corresponde el significado <libro> que recoge, por ejemplo, el diccionario. 

El efecto reificador del lenguaje (pensar que las palabras se refieren a objetos del mundo) es inevitable y necesario, como ya vimos, por lo que pensar las cosas de otro modo nos resultaría difícil y, llegado el caso, anti-intuitivo y ciertamente imposible. Parecería evidente que si la madre, cuando le indica a su hijo la presencia de un perro, dice guau guau y, luego, reemplaza la onomatopeya por el sustantivo perro, pensemos que las palabras funcionan como etiquetas de las cosas, unas cosas que están ya en el mundo. Pero también sabemos, como lo muestra Saussure a lo largo y a lo ancho del Curso y, sobre todo, de los Escritos de lingüística general,[11] que la lengua no es una nomenclatura.  

La crítica saussureana a la concepción nomenclaturista de la lengua supone una particular manera de proceder a la hora de reflexionar sobre el sistema lingüístico. En efecto, dicha reflexión incluye el contraste, puesto que, como dijimos, cada signo del sistema es todo lo que los demás no son. El signo vos adquiere su valor en virtud de la posición que ocupa en el sistema pronominal, esto es, en su relación con y usted. En otras palabras, no podemos decir qué significa vos si no apelamos al contraste con y usted, aunque este contraste permanezca más bien implícito, presupuesto. De cierto modo, el significado de y de usted está en el de vos, o el significado de vos se define según lo que no recubren y usted, y así para cada signo del sistema, de modo que, como corolario inmediato de esta lógica, no nos es posible localizar la identidad de los signos lingüísticos en ninguna parte específica del sistema que componen, porque su identidad es esencialmente negativa. 

3. Prácticas y diálogo discursivos

Suele decirse, citando a Bajtín,[12] que todo enunciado siempre dialoga con otros enunciados; acto seguido, se habla del contexto de un discurso como si este estuviera compuesto por cosas, hechos, lugares, fechas, personas, en fin; como si se tratara de un conjunto de elementos más o menos descriptibles. Sin embargo, no se repara en la contradicción que estas dos afirmaciones suponen, en la medida en que si un enunciado dialoga con otros enunciados, el contexto de un discurso es, precisamente, los discursos con los que entra en diálogo, no un mundo hecho de cosas susceptible de ser descripto hasta agotarse. La contradicción se hace más patente si se adopta el enfoque que hemos estado defendiendo desde el inicio de este artículo, en la medida en que nunca tenemos una realidad en sí que encuadre las prácticas discursivas, sino lenguaje que produce realidad.

Esto no significa que no haya contexto histórico (el contexto, por lo demás, es siempre histórico), sino que, en rigor, lo que no hay son contextos como conjunto de cosas, como algo, decíamos, que pueda de ser descripto hasta el último elemento que lo constituye. Así, de acuerdo con la tesis general que estamos defendiendo, si los objetos son producto del lenguaje, de la misma forma el contexto histórico es el efecto de las prácticas discursivas, no de cierto ordenamiento «natural» de los objetos que pueblan el mundo. Ni que hablar, además, de que una noción de contexto como la criticada no serviría para dar cuenta del diálogo entre discursos, en la medida en que no se entendería por qué, por ejemplo, el contexto de los trabajos de Derrida -por nombrar a uno de quienes han ido en contra de la idea sustancialista de contexto- no está compuesto únicamente por la Francia de determinado momento del siglo XX (que es lo que se dice en esa época y las formas de decirlo[13]), sino también por Platón, Rousseau, Heidegger, entre otros. [14] 

Quisiera ilustrar este problema con un ejemplo. En un texto de Eduardo Galeano llamado «El arte para los niños» podemos leer: 

Ella estaba sentada en una silla alta, ante un plato de sopa que le llegaba a la altura de los ojos. Tenía la nariz fruncida y los dientes apretados y los brazos cruzados. La madre pidió auxilio:

—Cuéntale un cuento, Onelio -pidió-. Cuéntale, tú que eres escritor.[15]

Así comienza el texto, que trata de una niña que se niega a tomar la sopa, y de la forma en que los adultos pretenden convencerla para que cambie su actitud. Reparemos en el segmento La madre pidió auxilio y reflexionemos siguiendo la premisa establecida arriba de trabajar a partir de los contrastes.

Así pues, para comprender qué sucede en el segmento seleccionado, debemos sustituir auxilio por las palabras que podrían haber aparecido en su lugar, por ejemplo, ayuda, asistencia, socorro, apoyo… Dejando de lado, quizás, socorro, que parece producir el mismo efecto que auxilio, debemos realizar el contraste con ayuda, término que parece ser el más «neutro», el menos marcado desde el punto de vista de las connotaciones a las que puede dar lugar (es preciso señalar lo siguiente: el razonamiento realizado reduce considerablemente la noción de valor propuesta por Saussure). ¿Qué arroja, entonces, el contraste auxilio/ayuda? Que, de acuerdo con la situación que se está viviendo en la casa de la niña, pedir auxilio parece un poco exagerado: la actitud de la madre nos parece un tanto desmedida, una sobrerreacción, digamos. De esta manera, comprendemos que el sentido de «auxilio» debe «medirse» con relación a ayuda y viceversa, esto es, con relación a los discursos en que se emplean ambas palabras (y también las otras evocadas).

¿Qué pasa si ahora contrastamos auxilio con asistencia o con apoyo? En primer lugar, el contraste con asistencia arrojaría, me parece, un segmento extraño, raro: La madre pidió asistencia. ¿Por qué? Porque no parece una manera común o normal de decir las cosas en este tipo de circunstancias, de modo que la extrañeza se obtiene por el contraste con un decir más o menos constante[16] que funciona como el contexto que nos permite juzgar el segmento La madre pidió asistencia, en efecto, como extraño. Esto no significa que no se pueda decir La madre pidió asistencia, pero las maneras normales o comunes de decir ciertas cosas ofician como el telón de fondo con relación al cual valoramos lo que efectivamente termina diciéndose,[17] particularmente en una situación doméstica como la que se vive.

Con apoyo las cosas cambian significativamente: La madre pidió apoyo. Así, apoyo tiene un sentido obtenido de decires diferentes del que obtiene su sentido el signo ayuda, con el cual estamos efectuando la comparación. En esta dirección, apoyo puede remitirnos a otro discurso en virtud del cual el nuevo segmento La madre pidió apoyo se iluminaría de otra manera, produciría otros efectos de sentido. Entiendo que La madre pidió apoyo puede hacernos pensar en el discurso policiaco, particularmente en las situaciones de persecución en las que un agente solicita apoyo (no ayuda ni asistencia) a otro u otros agentes para capturar a un delincuente. Evidentemente, si añadimos al juego de contrastes la sustitución del verbo pidió por solicitó, de carácter más formal, propio de esa formalidad policial que caracteriza la estabilidad de ese tipo de enunciados, las dudas se despejan de inmediato: La madre solicitó apoyo. Ahora la remisión es clara: el decir del narrador respecto de la reacción de la madre, además de inscribirse en el orden de la hipérbole, como ya lo habíamos señalado, también juega con el diálogo interdiscursivo que hace advenir el discurso policiaco para producir los efectos de sentido que fueran, en este caso, por ejemplo, que los adultos «se vuelven» agentes policiales y la niña, una delincuente, por lo que el escenario doméstico pasaría a ser el escenario de un acto delictivo. En consecuencia, no podemos no advertir el efecto humorístico que genera el diálogo interdiscursivo en cuestión.

En este contexto, el discurso policiaco es el contexto -valga el juego de palabras- de lo que el narrador dice que dijo la madre de la niña. Se trata menos, entonces, de las «condiciones materiales» de la situación comunicativa en que se dicen tales cosas («condiciones materiales» que son, en rigor, discursivas, puesto que siempre se trata de lo que se dice acerca de esas condiciones, comenzando por la propia palabra condiciones, inscripta en una red de signos que vuelven inteligible la noción misma de «condiciones materiales» como efecto de un trabajo discursivo), que de los diálogos interdiscursivos que operan como constitutivos del decir propio, como el allende irreductible que hace a cualquier discurso.

Por lo tanto, el contraste entre, por un lado, La madre pidió auxilio y La madre pidió ayuda y, por otro, La madre pidió apoyo y La madre solicitó apoyo, nos permite interpretar lo que efectivamente fue dicho en términos de los efectos de sentido derivados del propio contraste como un procedimiento que pone sobre la mesa las formas normales o comunes de decir frente a las que se apartan de esta «normalidad». 

Asimismo, esto nos ayuda a comprender que el contexto de un enunciado está compuesto, precisamente, y, sobre todo, por esas maneras de decir con relación a las cuales se valora dicho enunciado. Aquí radica, pues, el verdadero sentido del dialogismo bajtiniano, tan referido aquí y allá, siempre presto a aparecer en las reflexiones sobre la enseñanza de la lengua, pero nunca bien entendido del todo.

Veamos otro ejemplo que ayude a comprender mejor la idea de que los decires normales, tal como los manejamos aquí siguiendo la posición de Coseriu, operan como el «fondo» contextual sobre el que funciona cualquier decir. 

Ya bastante tuve que soportar las viperinas preguntas de aquellas delincuentes con las que compartía celda: ¿y tu marido no viene a verte?, ¿hoy tampoco vino?, ¿están peleados?, ¿no tendrá otra? Si hasta parecían promitentes amigas cuando empezaban con la cantinela genérica de que lo que él me hacía era violencia psicológica.[18]

En este ejemplo, debemos advertir cómo la narradora se refiere a sus potenciales amigas, una vez fuera de la cárcel: promitentes amigas. ¿Cuál es el contexto de esta expresión? ¿Podemos pensar el contexto como el momento y el lugar en el que la autora, Mercedes Estramil, escribió la novela, de manera tal que estuviéramos en condiciones de buscar elementos que nos permitieran explicar el efecto de sentido que produce el sintagma promitentes amigas?

La respuesta a la segunda pregunta es no y, además, hasta carece de sentido planteársela en esos términos. Entiendo que resulta más adecuado orientar el problema hacia ese «fondo» de un decir normal o común que opera como el contexto del sintagma en cuestión. Así pues, el sintagma promitentes amigas debería llamar la atención en virtud de la extrañeza que produce, pues habría que señalar que este sintagma atrae la atención sobre su propia forma, esto es, el lenguaje se orienta hacia la manera de decir las cosas, reclamando la atención del lector y, consecuentemente, una interpretación (o varias). Estamos aquí, entonces, ante la función poética según la plantea Roman Jakobson.[19]

Pero, entonces, ¿qué es lo que llama la atención? Decir promitentes amigas es remitir el sentido del sintagma al ámbito notarial, jurídico, particularmente a la expresión promitente comprador, propia de las actas que garantizan, por ejemplo, la consecución de una operación de compra-venta de una vivienda, lo que se conoce como un «boleto de reserva». ¿Cuál sería, entonces, el «problema» del que debemos dar cuenta?

Hasta donde creo, la expresión promitentes amigas se comporta como un oxímoron,[20] o tal vez, con más tino, como una hipálage,[21] desde el momento en que el adjetivo promitentes no le conviene al sustantivo amigas. ¿Por qué? Porque la amistad es una elección, basada sobre todo en consideraciones afectivas, de modo que el adjetivo promitentes se «choca» con esta lógica, en la medida en que remite a una operación comercial en la que, según el común decir, lo afectivo queda de lado y, además, supone un compromiso contractual escrito ausente en la relación de amistad.  

Así, por un lado, tenemos el ámbito de las relaciones de amistad, forjadas de acuerdo con la libre elección de los involucrados y mantenidas según un compromiso que nada tiene que ver con un contrato escrito, certificado por escribanos, cuya violación da como resultado que uno de las partes deba pagar algún tipo de multa, y, por otro lado, tenemos el ámbito jurídico-notarial, regido por normas de diverso tipo, con sus propios géneros discursivos, uno de los cuales es el preacuerdo o el boleto de reserva de la compra de una vivienda, en el que suele hablarse de promitentes compradores. En consecuencia, el adjetivo promitentes y el sustantivo amigas no se «llevan» muy bien, dando lugar, como se dijo, a una hipálage.

Aquí vemos, en definitiva, cómo el género discursivo «boleto de reserva» funciona como telón -el contexto- de fondo con relación al cual valoramos el sintagma promitentes amigas y comprendemos el efecto de sentido que produce: un efecto humorístico y sarcástico. De nuevo, es un decir común, normal -un tipo de enunciados relativamente estables, para decirlo a la Bajtín- que, más que encuadrar el decir de la narradora (promitentes amigas), como suele creerse que funciona un contexto discursivo, resulta constitutivo del enunciado narrativo en cuestión. El contexto es, pues, menos un marco, un «afuera» de mi decir, que un «al lado» o, mejor, un «adentro» constitutivo, una ajenidad que viene a dar forma a mi propio enunciado.

4. Consideraciones finales

En este artículo he querido poner sobre la mesa el problema que implica, según entiendo, una concepción instrumental del lenguaje como la que domina el terreno educativo desde hace décadas. En este sentido, he procurado plantear un enfoque opuesto, que pueda mostrar las falencias teóricas y didácticas de concebir el lenguaje como un mero instrumento de comunicación, falencias que, huelga señalar, tienen efectos políticos negativos diversos, en virtud de la perspectiva de sujeto que suponen y de la idea de interpretación en juego. 

Entre los problemas teóricos y metodológicos advertidos aquí -que no son los únicos-, se destaca especialmente la lectura que se ha hecho del dialogismo bajtiniano, puesto en un diálogo inconsistente con la noción de contexto que circula mayormente entre nosotros. Así por ejemplo, la apelación a los géneros discursivos que suele hacerse en la escuela (y, no pocas veces, en el liceo) pasa por alto el aspecto de la reflexión sobre la lengua relativo a un decir común o normal, que también tiene que ver, como fue mostrado, con los tipos de enunciados relativamente estables, situando las cosas en la relación que Bajtín establece entre los temas, la selección de los recursos léxicos y gramaticales y la composición de un género[23] y las esferas de la actividad humana. Esta relación, por lo demás, tal como es planteada en el ámbito magisterial, resulta más bien un espacio confuso, indefinido, que no termina cuajando en algo más allá de la propia afirmación que define la relación establecida por Bajtín. En otras palabras, no se pasa del nivel de las formulaciones teóricas al nivel del estudio concreto de las formas del decir que pueden concebirse como «relativamente estables», con la finalidad de darle «cuerpo» a las afirmaciones que adoptamos como yendo de suyo. 

De este modo, el lugar que se le proporciona al contraste en la reflexión sobre el funcionamiento de la lengua es más bien reducido, si se tiene en cuenta el carácter central que ocupa en la propia lógica del sistema lingüístico y de su ejecución en forma de discurso. Al mismo tiempo, la noción de contexto que suele emplearse desconoce el hecho de que supone aceptar la existencia de un hablante dueño de sí mismo y de las palabras que pone en funcionamiento, como si fuera capaz, como se dice, de elegir tales y cuales palabras y combinarlas de la manera en que lo desee, ajustando el sistema de la lengua a sus necesidades expresivas, siempre transparentes para el propio hablante e, incluso, para el oyente, quien es igualmente capaz de reconocer las intenciones comunicativas de aquel.

La concepción de un sujeto amo y señor de su decir -por lo demás, concepción ilusoria, aunque no menos necesaria- nos conduce a evaluar inadecuadamente a los alumnos, porque nos hace partir de la base de que las palabras y sus combinaciones dependen del propio hablante (o del emisor, término que revela la idea de que el lenguaje es visto como una herramienta exterior a quien lo «usa», su «usuario», también se dice), de manera que no se deja lugar para el equívoco, la ambigüedad, la homonimia, en fin, para todos los cortocircuitos propios del funcionamiento del lenguaje, que no pueden ser reducidos a meras metidas de pata del propio emisor, a su falta de experticia comunicativa. 

La concepción criticada, por fin, borra con el codo lo que escribe con la mano, pues la idea de que la palabra nunca es tomada por primera vez por ningún hablante (no existe el hablante adámico, dice Bajtín); la idea de que, por ello, todo es diálogo entre discursos, queda reducida a escombros cuando se adopta una concepción del lenguaje y del discurso centrada en las intenciones y estrategias comunicativas del emisor, como si el lenguaje fuera transparente y se sostuviera en la plena coincidencia de las palabras con las cosas.

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