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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 72 (SETIEMBRE DE 2014). RAZONES JUDÍAS PARA NO SER SIONISTA

 Publicado: 05/04/2023

No hablan en mi nombre


Por Gabriela Balkey


Con el mayor de los respetos a las organizaciones de la colectividad israelita del Uruguay, alzo mi voz de judía para decir: Por favor, no hablen en mi nombre. No se arroguen el derecho de hablar por "los judíos": es una falta de respeto hacia todos los judíos que no compartimos las ideas sionistas. Y hago extensivo este pedido a los medios de comunicación que llaman a esos voceros "representantes de la colectividad judía", pues representan solamente a un sector de esa colectividad. Somos muchísimos los judíos que no participamos en esas organizaciones, y no por ello somos menos judíos.

Jamás estuve de acuerdo con el sionismo. No tuve que esperar a que el Estado de Israel cometiera lo que considero crímenes de guerra para tener esta posición. Razones profundas -históricas y filosóficas, además de políticas- me han hecho antisionista desde siempre. La sola idea de que exista un Estado judío me parece segregacionista, en la misma medida que un Estado católico, budista o musulmán; en la misma medida que, si existiera, un Estado negro o rubio o indígena. Desde mi perspectiva, un Estado no debe definirse por cuestiones raciales, religiosas ni por ninguna otra categoría que, de hecho, segregue a todos aquellos que no pertenecen a ella. Naturalmente, no niego el derecho a que una nación quiera tener un Estado, pero el que esté basado en el hecho de ser judío, lo contesto totalmente. Por supuesto, dado que ya existe, y que millones de personas lo consideran su patria, no hay lugar a negarlo en tanto país, aunque me gustaría ver el día en que ese país se desvincule de la "judeidad" para su definición.

Justifican lo anterior razones tanto históricas como culturales, filosóficas e incluso religiosas. Filosóficamente, entiendo que nacer en un Estado judío empobrece enormemente la experiencia vital de ser judío. Los judíos, desde hace dos milenios, hemos tenido la suerte de participar de al menos dos culturas: la que mamamos de nuestra familia y la del país en que hemos nacido (e incluso tres para aquellos que han emigrado, por ejemplo de Europa a América). Así, un Freud es tan judío como austríaco; un Einstein es tan alemán como judío; y, más humildemente, yo soy tan uruguaya como judía. La riqueza de esta doble cultura es en buena medida lo que ha producido que el aporte judío al mundo haya sido tan importante como es: siendo menos del 0,02% de la población mundial, 23% de los premios Nobel en física, química, medicina, etcétera, han sido judíos. La diáspora, desde sus primeros días, siendo una fuente de sufrimiento para quienes se vieron obligados a emigrar, ha sido a la larga, con el paso de las generaciones, fuente de riqueza cultural, porque dos siempre es más que uno. Es la historia común la que ha formado a la nación (en términos antropológicos) judía: esa historia implica desplazamientos y mestizaje cultural. Borrarla de un plumazo, en un vano intento de volver a los orígenes, es negar la riqueza de esa historia.

En este sentido me entristece profundamente, por ejemplo, la pérdida del idish (lengua materna de mis cuatro abuelos), suplantado por un hebreo que solamente había sobrevivido en el contexto de las ceremonias religiosas. Matar el idish es, desde mi perspectiva, un crimen cultural; suplantarlo por el hebreo es someter la experiencia de ser judío a solamente sus contornos religiosos, obligando a una amnesia de casi dos mil años de historia cultural. Vale recordar además que el ser judío no se define por sus creencias religiosas. Incluso los más radicales aseguran que ser hijo de judía te hace judío, se crea en lo que se crea (se podrá ser apóstata, pero judío apóstata). Filosóficamente, soy partidaria de la adición en todos los casos, y más aun tratándose de cultura. Tan solo por eso, estaría en contra de la existencia de un Estado judío pues empobrece y limita la experiencia vital que históricamente hemos tenido como vivencia los judíos, en contacto cotidiano con las culturas locales, de cuya síntesis brota buena parte de nuestra riqueza intelectual y cultural.

Pensemos por un momento que la mitad de la historia del pueblo judío se desarrolla fuera del Mediterráneo oriental. Todos los estudiosos coinciden en que, de haber existido, Abraham habría vivido en la zona de Ur bajo el imperio acadio, emigrando a las costas del Mediterráno hacia el año 2000 a.C. El pueblo judío evolucionó, entonces, a lo sumo dos mil años en las costas del Levante, mientras que los dos mil años siguientes evolucionó en el continente europeo. Esta especie de "vuelta al origen" propuesta por el sionismo implica, por la vía de los hechos, la negación de la mitad de nuestra historia. Si algunos judíos sentían la necesidad de tener un Estado, ¿por qué en Palestina?

En términos históricos, la reivindicación de la tierra palestina carece de fundamento objetivo. Es cierto que una serie de tribus nómadas que compartían algunas creencias comunes se sedentarizaron en la zona de Canaán, divididas durante la mayor parte del tiempo en dos reinos: Judá, al sur, e Israel, al norte. Pero no es menos cierto que en esos territorios convivían otros pueblos. La tradición bíblica relata cómo David expulsó a los jabuseos de Jerusalén para trasladar allí su capital, desde la antigua Hebrón, demostrando efectivamente la existencia de otros pueblos asentados allí antes que los hebreos y, por ende, también con derecho a reivindicar esa tierra. Pero más allá de esto, la sola presencia histórica de un pueblo en un lugar no amerita el reclamo de esa tierra. Si así fuera, los árabes deberían estar reclamando España, las naciones indígenas norteamericanas deberían poder reivindicar los EE.UU., e incluso los holandeses podrían reclamar Nueva York. Imaginemos que los romanos vinieran a reclamar las posesiones de su imperio, con el argumento de que antes de ellos no había allí nada... Podrían reivindicar Londres porque ellos la fundaron. Los griegos podrían reclamar Marsella, fundada por ellos donde antes no había nadie... Es ridículo por donde se mire. Y esto es sin entrar en materia política. La zona de Palestina estaba poblada por no judíos desde hacía al menos mil años, lo que basta para mostrar la incongruencia del argumento. Estoy con Freud cuando dice que quizás instalarse en una zona menos cargada históricamente (y, agrego yo, no poblada) hubiera sido preferible para aquellos judíos que sentían la necesidad de tener un Estado.

Tampoco es de recibo el reclamo de esa tierra por razones religiosas. Nuestra civilización occidental, desde hace al menos 2.500 años, entabló el pasaje del "mitos" al "logos". Desde la democracia ateniense los argumentos de carácter religioso no fueron válidos a la hora de tomar decisiones políticas que debían sustentarse en argumentos racionales. El argumento de la "tierra prometida" implica una involución cívica de 2.500 años.

Pero incluso aceptándolo, sabemos que la relación de los judíos con esa tierra no ha sido ni homogénea ni estable, y que sufrió a lo largo de la historia procesos de transformación. En ningún lugar del canon bíblico se menciona que quienes lo escribieron lo hayan hecho por "inspiración divina". Para comprenderlo, debemos hacer un poco de historia.

Hay numerosos rastros del pueblo judío anteriores a la escritura de los textos sagrados. Los textos surgen en un contexto histórico determinado y por razones determinadas que los dotan de ciertas características que responden a ese contexto. Había diferentes posiciones que se expresaban; una ganó y empezó a establecer el canon.

Ni el pueblo judío ni sus creencias eran homogéneos. La primera construcción del templo desnudó muchas diferencias que terminaron provocando un cisma. Los hebreos habían regresado al Levante tras la posible experiencia libertaria que implicó el éxodo desde Egipto bajo la tutela del líder carismático Moisés. Los hebreos, organizados en tribus, se ven forzados a unificarse debido a los conflictos con los vecinos amonitas, moabitas y filisteos, y quizás más fundamentalmente a la invasión de los "pueblos del mar" que por esa época se produjo en todo el Mediterráneo oriental. Eligen así a un primer rey, Saúl. Su sucesor, David, a pesar de derrotar a los invasores y tomar Jerusalén a los jabuseos no logra unificar al pueblo. Lo sucede Salomón y bajo su mando el reino prospera económicamente de una forma sorprendente y construye el templo para alojar el Arca de alianza. Hoy más que nunca es necesario recordar que en la Torah se afirma que Dios impidió a David construir el templo con estas palabras: "No edificarás una casa a Mi nombre, porque has derramado delante de Mi mucha sangre en la tierra" (Crónicas 22:7-11). ¿Qué diría hoy ese mismo Dios?

Pero el templo es un "lugar santo" controlado por el poder político, al tiempo que Salomón se atribuye competencias religiosas. Esto choca con el yavismo original, que conservaba muchas características tanto del pasado nómade como de la experiencia libertaria del éxodo. Este yavismo está signado por la ausencia de un espacio sagrado específico. Acepta la existencia de lugares sagrados pero no lo hace condición necesaria para la práctica religiosa, ni presenta cultos institucionalizados, sino que está regido por la devoción y fidelidad a un único dios. La construcción de un templo no responde ya a esa religiosidad, sino que está más en consonancia con las religiones de las cortes medio-orientales vecinas. A la institucionalización y centralización religiosa que impone la construcción del templo responde la expresión de un culto no oficial. La función religiosa del dios hebreo primario era muy original, ya que era la única que no tendía a legitimar el poder, sino a liberar de él a los "esclavos". Esta tensión es también social, ya que el nomadismo impone una sociedad igualitaria que lentamente va siendo destruida por la nueva y floreciente economía.

Aparece así la primera gran división entre los judíos: se trata de una división al tiempo religiosa y política. Esta divergencia nace en relación a la propiedad de la tierra: mientras el sur es una zona menos fértil, trufada de tribus aún seminómadas, principalmente pastores, que entendían que la tierra era un don de Dios y por lo tanto era inalienable, el Norte (Israel) era un zona fértil, poblada por ricos agricultores que compraban y vendían sus tierras; la tierra era un "bien" que podía enajenarse como cualquier otro. Mientras el sur, Judá, es radicalmente monoteísta, el norte, Israel, es monólatra: si bien creían en Yaveh, no negaban la existencia de "dioses menores" como Asherá y Baal (o baales, espíritus protectores de las cosechas).[1] También se han encontrado inscripciones hebreas anteriores al establecimiento del canon bíblico, que señalan que Dios tenía por consorte a Asherá. Ejemplo de ello es el ostracón de Kuntillet, donde se lee: "que seas bendito por Yaveh de Samarria y su Asherá". Basta con estos datos para comprender que la relación con la tierra, prometida o no, no es la misma para todos los judíos, aunque creyeran en un mismo Dios.

Como se ve, la división tanto religiosa como política entre judíos no data de ayer.

Ciertamente en el 587 a.C., con la invasión babilónica a tierras hebreas y la deportación de su elite a Babilonia, las cosas cambiaron: fue un terremoto para nuestro pueblo. Es en tierras babilónicas, en el exilio, cuando empieza a sistematizarse la Biblia (recordemos que biblia significa colección de textos).

De las dos tendencias mencionadas, es obvio que una triunfa: la monoteísta, estableciendo un relato donde ese monoteísmo radical es retroproyectado a los antepasados de todo el pueblo. Así, el yavismo original aparece como respuesta nacionalista de un pueblo en el exilio que encuentra una identidad y un pasado común para afirmar su existencia en un contexto hostil.

Los redactores de dichos textos evocan hechos de los que no fueron testigos. Son fruto de tradiciones orales lejanas (ya en esa época), fundidos con tradiciones mesopotámicas que circulaban en Babilonia. Se trata en definitiva de una narrativa etiológica (mito de los orígenes) que busca explicar quiénes son y cómo comportarse. Exaltan su historia, levantan el ánimo, pero nunca afirmaron ser de "inspiración divina". Esa idea es popularizada recién en la época helenística, con la irrupción de los textos intertestamentarios.

Ciro el Persa, al conquistar Babilonia, libera a los judíos, pero no todos vuelven a Jerusalén. Algunos, ya bien instalados, permanecen allí. Los que sí regresan encuentran resistencias en los judíos locales; siempre los desexilios generan tensiones. Entonces, Ciro sugiere sistematizar la "Torah" para que funcione como una sola ley para todos los judíos, de tal forma que asegure cohesión y estabilidad en la región. Ciro pretendía hacer de esas tierras un Estado tapón entre dos grandes imperios, el suyo y el egipcio. De esta forma nace la Torah, entretejiendo textos de diversas fuentes que a la postre siguieron enriqueciéndose. De ellas, las más relevantes serían la yavista (900 a.C.), proveniente de Judá, donde Dios es llamado Yaveh, con características humanas, celoso y vengativo (guerrero); la elohista (800 a.C.), proveniente de Israel, donde Dios es llamado Elohim (palabra que de por sí nos presenta problemas porque es el plural del singular Eloha, de modo que "Dios" es en realidad "dioses", aunque algunos digan que se trata de un plural mayestático), donde Dios es menos antropomorfo, más ambiguo; la deuteronómica (620 a.C.), que es una recopilación de textos anteriores; y finalmente la tradición sacerdotal (450 a.C.) donde Dios ya es distante y trascendente, justo y despiadado con los que violan la ley.

Como se aprecia, el argumento religioso no da fundamento a la reivindicación de las tierras palestinas, ya que los textos sagrados que lo sustentarían son textos nacidos de una sociedad concreta en un momento concreto, no pretenden ser de inspiración divina, y además han ido variando con el tiempo tanto en su escritura como después en su interpretación. Muchos judíos religiosos hoy en día son muy cautos en lo referente a la interpretación de los textos, y tienen en cuenta el factor histórico contextual a la hora de hacerlo. Solamente los fanáticos son incapaces de entenderlo. Lo cierto es que la relación con la tierra, ya en épocas previas al establecimiento del canon, había sido motivo de divisiones y cismas entre judíos.

Pero incluso desde el punto de vista teológico, la vuelta a la "tierra prometida" por la voluntad humana y contra los residentes allí es "pecaminosa" para una buena parte de los judíos ortodoxos. Ellos señalan que la Torah enseña que Dios dio la Tierra Santa al pueblo judío con la condición de su adhesión a la voluntad de Dios; cuando faltaron a ella, la tierra les fue arrebatada. Dios devolverá la tierra al pueblo judío a través de "su mesías" en "su buen momento". Cualquier intento de acelerar esta redención traería consecuencias desastrosas. Esta corriente de pensamiento invoca, entre otras explicaciones, un pasaje del Cantar de los Cantares que se repite tres veces: "Yo te recomiendo, hija de judíos, por los ciervos y antílopes del bosque, no despertar tu amor (a la Tierra Santa) hasta que Él lo quiera”. También el Talmud se refiere a este pasaje. No se trata de hacerse cargo de la Tierra Santa por la fuerza, contra la voluntad de las personas que residen allí: solo el mesías de Dios lo hará.

Los judíos nunca fueron un pueblo con ideas monolíticas o unánimes; bien al contrario, como herederos del Talmud (escuela, si las hay, de debate, duda y reflexión), múltiples tendencias se han agitado en su seno.

El sionismo, más allá de los factores económico-políticos, ha generado desde su aparición una profunda división entre los judíos. Los judíos más reconocidos han sido antisionistas. Así por ejemplo Sigmund Freud, en carta del 26 de febrero de 1930 a Chaim Koffler, miembro de la Fundación para la Reinstalación de los Judíos en Palestina decía:

Quien quiera influenciar a la mayoría debe tener algo arrollador y entusiasta para decir, y eso, mi opinión reservada sobre el sionismo no lo permite. […] Me hubiera parecido más prudente fundar una patria judía en un suelo no cargado históricamente; en efecto, sé que, para un propósito tan racional, nunca se hubiera podido suscitar la exaltación de las masas ni la cooperación de los ricos. Concedo también, con pesar, que el fanatismo poco realista de nuestros compatriotas tiene su parte de responsabilidad en el despertar del recelo de los árabes. No puedo sentir la menor simpatía por una piedad mal interpretada que hace de un trozo del muro de Herodes una reliquia nacional y, a causa de ella, desafía los sentimientos de los habitantes de la región. Juzgue usted mismo si, con un punto de vista tan crítico, soy la persona que hace falta para cumplir el rol de consolador de un pueblo quebrantado por una esperanza injustificada.

Einstein era aun más enfático. En 1948 envió una carta a Shepard Rifkin, líder sionista de EE.UU., donde se lee: "Cuando una catástrofe real y final caiga sobre nosotros en Palestina, el principal responsable por esta será Gran Bretaña, y el segundo responsable serán las organizaciones terroristas nacidas desde nuestras propias filas. No me gustaría ver a alguien asociado con esa gente criminal y engañadora".

La preclara Hannah Arendt , en The Jew as Pariah, de 1978, escribió:

No menos peligrosa, y en total acuerdo con esa tendencia general, fue la única contribución de la filosofía de la historia que los sionistas aportaron con sus nuevas experiencias: “Una nación es un conjunto de personas... que se mantienen unidas por causa de un enemigo común” [Herzl], una absurda doctrina que contiene tan solo esta pequeña verdad: que muchos sionistas están, ciertamente, convencidos de que ellos son judíos para los enemigos del pueblo judío. Por lo tanto, estos sionistas concluyen que sin antisemitismo el pueblo judío no podría haber sobrevivido en los países de la diáspora; y por eso ellos se oponen a cualquier intento en gran escala de liquidar el antisemitismo. Por el contrario, ellos declaran que nuestros enemigos los antisemitas “serán nuestros amigos más confiables y los países antisemitas nuestros aliados” [Herzl]. El resultado solo puede llevar, verdaderamente, a una total confusión en la que nadie podrá distinguir entre el amigo y el enemigo, en la que el enemigo se convierte en el amigo y el amigo en el enemigo escondido y, por lo tanto, en el más peligroso.

Jean-Paul Sartre ya había dicho que "si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría". Podría agregarse que si el antisemita no existiera, el sionista lo inventaría. Lo necesita para su justificación.

Declaraba Arendt en la revista Look, en 1963: "La violencia y la unanimidad de las opiniones expresadas por las organizaciones judías, con pocas excepciones, me ha sorprendido mucho. La conclusión a la que llego es que no lastimé simplemente la 'sensibilidad' sino intereses creados, y eso no lo sabía antes".

La verdad es mucho más interesante

Hoy, más allá de condenar enfáticamente la masacre de inocentes, más allá de exigir el cese del bloqueo a Gaza y de la ocupación de lo que queda de Palestina, más allá de denunciar las políticas del Likud, hay que entender qué es el sionismo realmente, cómo nace y cómo se transforma en lo que es hoy, porque hay demasiadas tonterías circulando. Ejemplo de ello son Los protocolos de los sabios de Sion, un libelo ruso de 1902 cuyo objetivo era justificar ideológicamente los pogromos. El texto sería la transcripción de reuniones de los sabios de Sion, en la que se detallan los planes de una conspiración judía para controlar a la masonería y a los movimientos comunistas, y que tendría como fin último hacerse con el poder mundial. Ya en 1921 se demostró sin lugar a dudas que se trata de un burdo fraude, pero hoy circula en internet y hay mucha gente creyendo estas y otras barbaridades. La verdad es mucho más interesante y mucho menos lineal.

Ante los procesos de cambio que se dieron a partir del siglo XVIII (Ilustración, nacimiento de los Estados -nación liberales y sus nacionalismos, revolución industrial, etcétera-), los judíos tuvieron que elegir entre mantenerse dentro del universo cerrado de las comunidades judías, cuyas instituciones y tradiciones no habían sufrido el mismo proceso de secularización que otros grupos de la modernidad europea, o asimilarse: incorporarse a los nuevos Estados, siendo ciudadanos corrientes en la calle, pero judíos en casa. Esta fue la tendencia que más se impuso. Los miembros más poderosos entre los judíos asimilados crean entidades fiduciarias que respaldan empresas estatales o actúan como burócratas y diplomáticos en la administración, probando que los judíos podían convertirse en excelentes ciudadanos de los nuevos Estados y librarse así de los arraigados prejuicios y ataques antisemitas.

Estos ataques antisemitas[2] nacieron con la cristiandad. Ya Pablo en sus cartas a los tesalónicos, los primeros textos cristianos, redactados hacia el 50 d.C., anteriores a los evangelios, tiene durísimas palabras contra los judíos como los "asesinos de Cristo" y "enemigos de todos los hombres" (1Ts 2:15). Pablo lo decía en el sentido de que los judíos impedían a los cristianos convertir a los paganos en su tierra y su momento; pero esto, introducido en la Biblia, sirvió de justificación para el odio al judío durante veinte siglos. Este odio puede imputarse (además de al fanatismo religioso) al hecho de que los judíos eran casi la única comunidad implantada entre cristianos. El odio al "diferente entre nosotros" siempre sirvió de coartada ideal, de chivo expiatorio. Se les culpó incluso de la peste negra. De su aislamiento en la Venecia medieval nos viene la palabra "gueto".

Volviendo a la modernidad, la mayoría de los judíos se va asimilando a la sociedad en la que conviven. Los que se han transformado en ciudadanos poderosos asimilan la ideología del Estado-nación y sus mecanismos (los nacionalismos entre ellos) como única forma de entender las relaciones entre comunidades políticas, al tiempo que van formando “guetos de lujo”, lo que los puso en el punto de mira de aquellos sectores de la sociedad que habían sido afectados por las nuevas estructuras liberales (antiguas elites terratenientes, obreros pauperizados), dando lugar a un nuevo antisemitismo, renacido como un instrumento de movilización política a gran escala, que desembocó en el fenómeno nazi. Cabe señalar que esta clase de tragedias, como la shoah, no son privativas del pueblo judío: sobran ejemplos en la historia y en diversas latitudes. Recordemos tan solo el genocidio armenio, por nombrar uno, pero es una muestra de lo que puede sucederle a cualquier colectivo en cualquier momento.

Hanna Arendt descubría en su trabajo sobre "la banalidad del mal" (Eichmann en Jerusalén) que lo más perturbador en el interrogatorio del administrador de los campos de concentración era la ausencia de rechazo personal contra los judíos. La atrocidad se había basado simplemente en ignorar la condición humana de los judíos. Los judíos eran irreconciliablemente "los otros", de cuyo destino no tenían por qué preocuparse, basándose en el dogma de que la historia y la comunidad judía obedecen a leyes "excepcionales", diferentes a los demás.

Es en este contexto que irrumpe con fuerza el sionismo, si bien existía desde el último tercio del siglo XIX, nacido de una generación de pensadores judíos que reivindicaba un proyecto diferente. Según Arendt, es una novedad que entrañaría "grandes promesas, pero también potenciales perversiones". Como señala Richard Bernstein, hablando de la relación de Arendt con el sionismo: “Fue la política (la necesidad de una política judía) la que le condujo al sionismo. Y fue la política (su crítica a las políticas sionistas) la razón de su posterior ruptura con este”.

Desde el comienzo se expresaron dos tendencias divergentes en el seno del sionismo. La triunfante, representada por Herzl, se entregó inmediatamente a los poderosos, es decir, se apoyó en las elites judías que deseaban "mantener el control de las masas pobres", y se orientó hacia los salones de las altas relaciones diplomáticas. Ese proyecto persiguió la creación de un Estado nacional judío, que exportase a Palestina las relaciones imperialistas, mantenedoras del statu quo impuesto desde Europa.

La otra tendencia, la de Bernard Lazare, había puesto mayor énfasis en el valor revolucionario de los judíos corrientes, al margen de las elites. Palestina podría haberse convertido en una fuerza que integrase a los árabes y dinamizara la región. Los kibutz, al margen de las estructuras burocráticas y centralizadas del modelo de Estado convencional, desde principios del siglo XX habían engendrado una nueva forma de propiedad, de explotación agraria, etcétera. Es decir, el embrión de una auténtica "demos", una comunidad verdaderamente democrática y casi socialista. Para estos sionistas tempranos, su valor no se restringía exclusivamente a ellos; al contrario, pretendían ofrecer una esperanza de soluciones que serían aceptables y aplicables por cualquier pueblo. Palestina podía alzarse como la vanguardia del cambio y de allí su potencial revolucionario. Pero esta esperanza estaba inextricablemente ligada al éxito en integrar a la población árabe del territorio: “La idea de la cooperación judeo-árabe [...] no es un ensueño idealista, sino la escueta afirmación del hecho de que, sin ella, toda la aventura judía está condenada”, decía Arendt.

La intransigente actitud de los líderes sionistas (Weizmann y Ben Gurion) con respecto a la inclusión activa de la población árabe, signa el rechazo final de Arendt al sionismo y señalaba, ya en 1963, que Israel estaba condenado al eterno conflicto. La filósofa pone énfasis en calificar el proyecto de Estado judío como una “hipérbole utópica y fatal”. La idea de un sionismo revolucionario, integrador, democrático, novedoso, perdió ante las elites poderosas que hicieron triunfar las tendencias imperialistas de los modelos estatales europeos.

En 1944, la Organización Sionista Mundial declaró públicamente la pretensión de establecer “una comunidad judía” que “abarcase de forma indivisible e íntegra la totalidad de Palestina”, estableciendo una hoja de ruta en la que los árabes ni siquiera eran mencionados. Arendt escribió un fulminante artículo titulado “Zionism reconsidered", en el que proféticamente decía que las consecuencias podían ser terribles. También señalaba que anteponer la creación de un Estado judío por encima de todo crearía una fractura en el seno de la judeidad mundial, como efectivamente sucedió; los israelíes no eliminarían el antisemitismo, sino que lo reforzarían, dejando a las demás comunidades judías no israelíes expuestas a él.

Si el objetivo del sionismo era construir un lugar donde los judíos pudiéramos sentirnos protegidos y seguros, el tipo de sionismo triunfante demostró su fracaso absoluto: no solo menos de un tercio de los judíos del mundo decidieron emigrar allí sino que, además, con sus políticas nos ponen en peligro a todos los judíos, tanto en Israel como en el resto del mundo.

A esta dicotomía interna entre el Estado israelí y el pueblo judío de la diáspora se sumaba el sacrificio de toda experiencia novedosa en favor de un cerrado bastión armado, zarandeado por inacabables episodios de violencia. Arendt, hace más de medio siglo, afirmaba que el proyecto sionista había de conducir a una crisis moral y política, marcado por el terrorismo (como los grupos Irgun y Stern) y el aumento de los métodos totalitarios. La aceptación de sus acciones suponía la vergüenza y la traición a la base misma de los argumentos de justicia que los judíos habíamos reivindicado durante cuatro mil años.

Llamaba también la atención sobre la casi inexistencia de una oposición en Israel: "Una opinión pública unánime tiende a eliminar físicamente a los discrepantes, pues la unanimidad de masas no es el resultado del acuerdo, sino del fanatismo y la histeria”.

La forma en que las cosas se estaban llevando a cabo constituía prácticamente la antítesis de lo que ella había entendido como prometedor en el sionismo. No se planteaba un elemento que desafiara el imperialismo y promoviese el progreso de la región. Al contrario, se creaba una situación apta para la injerencia y la destrucción. Tampoco se alzaba como un referente, ni como patria para todos los judíos, ni como demostración de la viabilidad de los experimentos sociales y culturales. No se hacía frente al antisemitismo, sino que se daban motivos para su exacerbamiento. En suma, no se había dado solución al gran problema judío de los últimos siglos, y además se había perdido la gran oportunidad de encabezar una novedad universal en las décadas venideras.

Vista la historia posterior, podría decirse que lo que Arendt consideraba una fábula delirante (construir un Estado judío excluyendo a la población árabe palestina, a despecho de los países circundantes y dependiendo de un poder extranjero) ha acabado por convertirse en horrenda realidad. Es la nefasta defensa a ultranza de una identidad convertida en “chovinismo racista”.

Para concluir, hay datos que no mienten y que deberían llamar a la reflexión a todos los judíos, sionistas y no sionistas: Cada vez que hay una escalada militar en la zona, tanto Hamas como Likud (es decir, los sectores radicales de uno y otro lado) aumentan su popularidad. Parece inevitable que mientras ellos sigan manipulando los sentimientos más irracionales y más chauvinistas de ambos pueblos mediante el miedo, el odio y la ignorancia, una solución será muy difícil. De hecho, cualquier mal pensado podría intuir una fructífera relación entre ambos partidos, ya que son quienes ganan popularidad con cada tiro, con cada nueva víctima. Aunque no puedo dejar de confesar que entiendo más la popularidad de Hamas que la de Likud, ya que la ocupación sin fin en Cisjordania, que optó por el abandono de las armas, funciona como implacable vidriera donde los palestinos advierten que las vías pacíficas no solucionan gran cosa. No se trata de justificar las acciones de Hamas, sino simplemente de señalar que es más comprensible.

Los autoproclamados portavoces de la comunidad judía en el mundo son en realidad portavoces del sionismo, pero "las comunidades culturales o religiosas no necesitamos portavoces", señala Yakov Rabkin, catedrático de Historia de la Universidad de Montreal y autor de Historia de la oposición judía al sionismo. Y agrega: "Los demás somos gente corriente y no nos organizamos tanto ni tenemos tanto dinero, pero somos la mayoría".

Es difícil constatar que efectivamente en el mundo los judíos no sionistas podríamos ser mayoría. Sin embargo, en EE.UU., donde radica la colectividad más numerosa, las principales organizaciones sionistas han apoyado de forma entusiasta a los republicanos, pero los judíos han votado masivamente demócrata: siempre por encima del 70%. "Más allá del distanciamiento", un estudio de Steven M. Cohen y Ari Y. Kelman, emplea los datos de la Encuesta Nacional de Judíos Americanos de 2007 desnudando el choque que provoca Israel en el mundo judío y subrayando de manera rotunda la total desafección, particularmente de los más jóvenes: Entre los menores de 35 años, menos del 20% dice estar "siempre orgulloso de Israel", apenas el 50% se siente "confortable con la idea de un Estado judío". Estos porcentajes solo varían significativamente en la franja de mayores de 65 años.

Pero entonces, si la mayoría de los judíos no somos sionistas, ¿cómo es posible que estos aparezcan como portavoces de todos los judíos? Cecilie Surasky, portavoz de Voz Judía para la Paz, apunta que "el problema es que una minoría de extrema derecha ha logrado imponer su agenda mientras los judíos no militantes permanecen al margen".

Efectivamente, hay muchísimos judíos que ahora, ante el espectáculo de tanta barbarie y horror, por primera vez están comenzando a alzar la voz. La campaña "No en nuestro nombre" recoge en poco más de un mes decenas de miles de adhesiones solo en EE.UU., recoge la firma de cientos de intelectuales, y está comenzando a esparcirse por el mundo. El poder del sionismo en los diferentes países es suficiente como para considerar los riesgos que podría implicar, para un judío de a pie, oponerse a él públicamente; sin embargo, el corsé está empezando a ceder. La usurpación de la identidad de todo el pueblo judío, en manos de los sionistas, ya no puede seguir siendo tolerada.

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