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HUGO Y UN CLÁSICO LITERARIO DE SORPRENDENTE VIGENCIA

 Publicado: 03/10/2018

En la guerra como en el amor


Por Fernando Britos V.


En 1874, doce años después de Los Miserables y tres después de la derrota de la Comuna de París, el intelectual reconocido como el más destacado del siglo XIX en Francia publicó su última novela, El Noventa y Tres. Los derechistas y conservadores, los contrarrevolucionarios de todo pelaje jamás le perdonaron sus simpatías por la República Jacobina (1792-1794) y sus acciones solidarias para conseguir una amnistía para los comuneros sobrevivientes de 1871. Víctor Hugo (1802-1885) fue uno de los pocos autores románticos que, habiéndose convertido en un clásico en vida, lo sigue siendo hasta la actualidad aunque los detractores de la Revolución Francesa, los fascistas franceses y los autores posmodernos lo hayan atacado y lo sigan atacando por su relato y su postura de poeta, dramaturgo y literato comprometido con los grandes problemas de su época y de la humanidad.

La trayectoria política de Hugo comenzó como joven monárquico constitucional y fue derivando hacia el bando republicano para terminar como un demócrata consecuente que se diferenció de la democracia liberal de la burguesía ilustrada y abrazó la defensa de causas que siguen siendo una divisoria de aguas en la actualidad: abolicionista contra todas las formas de esclavitud en su juventud, enemigo de la dictadura de Luis Napoleón (por la que estuvo desterrado casi 20 años); denodado luchador contra la pena de muerte (utilizó no solamente su arte literario; también su faceta poco conocida de dibujante e ilustrador para combatir la pena capital), promotor de causas solidarias y en defensa de los desposeídos (desde todas las tribunas y en todos los países aún antes de que su obra monumental, Los Miserables, le ubicara entre los tres autores más leídos y traducidos del mundo); luchador en pro de la amnistía para los comuneros de 1871 y contra la represión desatada por Thiers (no fue comunero pero veía con simpatía la lucha de la Comuna de París y abogó denodadamente para evitar la masacre; así sostuvo que “unos bandidos asesinaron 64 rehenes y respondemos masacrando a 6.000 presos”); paladín de la lucha por los derechos de las mujeres (sostenía que la felicidad del hombre no podía lograrse sobre el sufrimiento de la mujer).

Lo que no le perdonan la derecha política y los historiadores conservadores es la simpatía y consideración que le mereció al gran hombre la Revolución Francesa (1789-1799) y en particular la visión aguda pero benévola y respetuosa del jacobinismo, la Montaña y su papel en el periodo más tempestuoso y dramático de la Revolución, las épocas de la Convención, la guerra a muerte contra el enemigo exterior (ingleses, prusianos, austríacos, rusos, españoles, holandeses) y la guerra civil (la insurrección vandeana y los levantamientos monárquicos en el interior), el Terror y la profundización de las medidas sociales y culturales destinadas a profundizar la revolución, liquidar el feudalismo, defender a “la patria en peligro” y consagrar los derechos ciudadanos.

Hugo fue una figura gigantesca del romanticismo francés que, dicho sea de paso, fue en general más izquierdista y progresista que el romanticismo alemán que mayoritariamente fue conservador, nostálgico y en cierto sentido antimodernista y protofascista. Las novelas de Víctor Hugo nunca fueron concebidas como simples entretenimientos, sino que respondían a su concepción de que el arte debía instruir y gustar pero en relación con el debate de ideas. Una de las expresiones más acabadas de esta concepción fue Los Miserables (que data de 1862).

No fue un filósofo ni un historiador pero para preparar sus novelas estudió concienzudamente los materiales documentales disponibles en su época, recogió testimonios y recorrió el país. Sus personajes de ficción, a pesar del halo fantástico típico del romanticismo, estaban asentados en hechos e interpretaciones que distaban de ser pura imaginación.

La última de sus novelas es el ejemplo más logrado de su método creativo y sobre todo de su aprecio por la Revolución Francesa y por sus personajes más destacados. En ella se percibe la simpatía que el autor llegaba a proyectar hacia los derrotados de la Comuna de París que había precedido al libro en poco menos de tres años. En “Noventa y Tres” (en francés Quatrevingt-treize) introduce al lector en el año más vertiginoso y épico de la gran revolución y reflexiona y hace reflexionar, sin ninguna concesión a los esquemas trillados, acerca de los escenarios y los actores de este inmenso drama de la humanidad y de su legado.

Como esta no es una nota de crítica literaria sino que intenta referirse a episodios de la que Enzo Traverso denomina “La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX” (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2016), lo recomendable es leer la novela, de la que hay una serie de buenas traducciones.

Sin embargo, para contextualizar el año 1793, o más precisamente el lapso que media entre la primera fase de la Convención (del 20 de setiembre de 1792 al 2 de junio de 1793) y enseguida buena parte de la llamada segunda fase de la Convención o el Terror (del 3 de junio de 1793 al 28 de julio de 1794) se puede recurrir a muchas buenas obras de historia pero no a los manuales que suelen utilizarse en Enseñanza Secundaria, por lo general solapadamente tendenciosos cuando no francamente condenadores de la Revolución Francesa (“minimalistas”, como se les llama a quienes niegan la trascendencia de la Revolución o le asignan un papel francamente negativo).

Como fuentes amenas, documentadas y asequibles se puede apelar a Marc Bouloiseau: La República Jacobina (10 de agosto de 1792–9 termidor año II), (Barcelona, 1980), o mejor aún a Peter McPhee: La Revolución Francesa, 1789–1799. Una nueva historia (Barcelona, 2007).

Para ubicar someramente el periodo digamos que antes del 20 de setiembre de 1792, cuando se llevó a cabo la primera sesión de la Convención Nacional (el primer parlamento unicameral elegido por sufragio universal masculino), se había producido la caída de Verdún en manos de los prusianos, se había declarado “la patria en peligro”, había desertado Lafayette, jefe de la Guardia Nacional, y se habían producido masacres de nobles presos en las cárceles de París; en enero de 1793 se procesó y ejecutó a Luis XVI; en marzo del 93 comenzó la insurrección en la Vendée; en abril se creó el Comité de Salvación Pública, el Gral. Dumouriez se pasó a los austríacos, se promovieron iniciativas para el voto de las mujeres; en mayo y junio el pueblo invadió la Convención y produjo la caída de los girondinos (27 diputados y 2 ministros fueron a prisión); en junio del 93 se produjeron levantamientos contrarrevolucionarios en Burdeos y Calvados; el 24 de junio se adoptó la Constitución de 1793 (la “Constitución del Año I”), la más democrática aunque la guerra impidió su aplicación; los ingleses bloqueaban las costas francesas; se decretó la venta de bienes de los nobles emigrados; el 13 de julio fue asesinado Marat; cuatro días después se produjo la abolición definitiva del feudalismo, se decretó la pena de muerte para los acaparadores de productos de consumo popular y Robespierre fue nombrado miembro del Comité de Salvación Pública; en agosto del 93 se estableció la leva masiva para integrar los ejércitos de la República; en setiembre una jornada popular presionó a la Convención para la adopción de medidas revolucionarias más radicales; los destacamentos populares de París se incorporaron a los ejércitos y se promulgó la ley de sospechosos; en octubre se adoptó el calendario republicano cuyo Año I es precisamente 1793, se produjo la ejecución de la exreina María Antonieta y la de 21 dirigentes girondinos; en diciembre se declaró el Terror contra los enemigos de la República y se adoptaron importantes medidas sobre libertad religiosa y educación pública.

Quatrevingt-treize está estructurada en tres partes: la primera se titula El mar y describe la llegada de un navío de guerra británico tripulado por marinos monárquicos franceses, la corbeta Claymore, que tiene por objeto desembarcar en las costas de Bretaña, en el extremo noroeste de Francia, al marqués de Lantenac, un viejo general destinado a erigirse en jefe militar del levantamiento de la Vendée, como se denomina a la región.

El proyecto de los realistas es organizar las guerrillas campesinas y despejar una cabeza de puente para permitir el desembarco de tropas regulares británicas para atacar a las fuerzas republicanas desde el Oeste y marchar hacia París que era atacado desde el Este por los prusianos y austríacos. En esa primera parte, Hugo hace gala de su dominio de los temas marinos y presenta una aventura que define al anciano Lantenac como un jefe cruel e inflexible dispuesto a cumplir su objetivo a sangre y fuego. Según Hugo, a los 6.000 campesinos vandeanos se enfrentan 1.500 hombres de los batallones republicanos, uno de los cuales, el batallón del Gorro Rojo, está constituido por voluntarios parisienses comandados por un personaje secundario pero importante, el sargento Radoub. El comandante de los revolucionarios es el joven Gauvain, un noble que repudió su origen aristocrático y se adhirió decididamente a la revolución; además es sobrino nieto de Lantenac.

La trama se desarrolla en torno a la guerra civil en la Vendée pero la segunda parte se ubica en el centro de la gran revolución, la ciudad de París, donde sesionan la Convención y los órganos de la República Jacobina y donde se presenta a los más importantes jefes revolucionarios: Dantón, Robespierre y Marat en debate. Allí Hugo plantea las posiciones de cada uno de ellos e incorpora a un personaje de ficción, el ex-sacerdote Cimourdain que es enviado a la Vendée para actuar como inflexible y determinado comisario político de las fuerzas republicanas.

En la tercera parte se produce el desenlace de la trama melodramática y se denomina La Vendée. En toda la trama aparecen personajes secundarios definidos con maestría por el autor: Halmalo, Tellmarch, Michelle Fléchard y sus hijos (adoptados por el Batallón del Gorro Rojo y tomados como rehenes por los realistas comandados por Lantenac y el “ogro” l´Imanous).

Antes de considerar los aspectos ideológicos de la novela hay que llamar la atención sobre dos aspectos de la maestría técnica del autor. Umberto Eco, en su tratado El Vértigo de las Listas (Barcelona, 2009), en el capítulo 15, titulado “El exceso, de Rabelais en adelante”, incluye la célebre lista de los convencionales que Hugo inserta en el Noventa y Tres con la siguiente introducción: “Quien veía la Asamblea se olvidaba de la sala; quien atiende el drama no piensa en el teatro. Nada más deforme ni más sublime. Un montón de héroes, un rebaño de cobardes. Unas fieras en una montaña, unos reptiles en un pantano. Allí pululaban, se codeaban, se gritaban, se insultaban, se amenazaban, luchaban y vivían todos estos combatientes que hoy no son ya sino fantasmas. Titánico recuento”.

Enseguida páginas y páginas con una apretada y fantástica lista con los nombres, las definiciones, las proclamas y los gestos de los verdaderos convencionales. No hay ficción sino el “titánico recuento” anunciado. En otra parte de su tratado, en el capítulo 6, “Listas de Lugares”, Eco incluye la lista de los lugares de encuentro en Bretaña que el jefe realista Lantenac le indica a un emisario. Hugo recorrió esos sitios y su descripción minuciosa justifica la elección que hizo Eco.

Sin embargo, nosotros preferimos otra lista no menos fantástica y realista, la descripción de los bosques de la Vendée que figura en el primer capítulo de la tercera parte. Hugo ubica “gráficamente” las decenas de bosques, arroyuelos y cañadas, los caseríos, las poblaciones más grandes que fueron escenario de la feroz guerra civil. “La Vendée no puede ser completamente explicada -asegura Hugo- si la leyenda no completa la historia; es necesaria la historia para el conjunto y la leyenda para el detalle”.

Claudio Magris, en un capítulo de su obra Utopía y desencanto. Historias, esperanza e ilusiones de la modernidad (Barcelona, 2001), cuenta que en el discurso que Víctor Hugo pronunció al ingresar a la Academia Francesa, en 1841, se percibe que está empezando a ver no solo las aberraciones sino también la grandeza de la Convención: la define como un tema “tenebroso, lúgubre y atroz pero sublime”.

Más tarde, en la medida en que el autor va adoptando posiciones sucesivamente liberales, republicanas, democráticas y socializantes, pasa a glorificar al 89 (1789, el inicio de la revolución) pero condenando el “extremismo” del 93. “La fascinación que luego empieza a sentir por este último -dice Magris- está ciertamente vinculada a su entusiasmo por lo grandioso y anómalo; la Convención le fascina del mismo modo que la tempestad que, al comienzo de la novela, se desencadena sobre el barco vandeano que lleva a Francia al marqués de Lantenac, el caudillo de la reacción”.

Para Víctor Hugo la Revolución Francesa fue un acontecimiento que hizo época, que quebrantó la historia, un parto violento de la modernidad, una proclama para la humanidad. En su evolución personal continuó criticando la violencia pero lo que lo distanció de los republicanos conservadores fue que no se limitó a criticar, exagerar o vilipendiar la violencia revolucionaria como estos hacían y, digámoslo claramente, siguen haciendo.

La violencia por razones de Estado ha sido naturalizada cuando es ejercida por el poder tradicional pero se la condena con “inflexible espíritu evangélico” (dice Magris) cuando quienes la ejercen son los revolucionarios y, en el caso de la Revolución Francesa, los jacobinos. Hugo nunca se contó entre sus contemporáneos que se horrorizaban con el público sanguinario que asistía a los guillotinamientos durante el Terror del 93 pero contemplaban indulgentes e hipócritas a las damas de la sociedad parisina que asistían alegremente al espectáculo de los fusilamientos de comuneros, niños incluidos, en 1871.

En el Noventa y Tres, el autor pone al mismo nivel la ferocidad que despliegan los monárquicos y los republicanos en la sangrienta guerra civil de la Vendée, que califica de guerra de bárbaros contra salvajes. Sin embargo, establece una diferencia esencial y objetiva entre la falta de compasión jacobina de Cimourdain y el despiadado jefe vandeano Lantenac. Para Hugo, Cimourdain es el hombre del futuro, el que está dispuesto a sacrificarlo todo por su ideal que conlleva la emancipación real y la conquista de libertades concretas para la humanidad. En tanto, el marqués de Lantenac combate con igual denuedo pero para perpetuar la opresión, la injusticia, la ignorancia y la crueldad del antiguo régimen.

En la trama de la novela -advierte Magris- el autor “excluye genialmente cualquier vicisitud amorosa puesto que la abnegación y la violencia revolucionaria no dejan lugar en su opinión al amor. La revolución no es el deseo, es el sacrificio de quien subordina su propia felicidad al deber de un combate que tiene como fin el que muchos otros no sean excluidos de la felicidad”.

Esa es la grandeza que Hugo captó y desarrolló en su novela. Aún a través de delirios, excesos y perversiones la República Jacobina le dio vida a un grandioso proceso de libertades civiles concretas. Fue el asalto al cielo que creó una conciencia de derechos y valores universales que contribuyeron a romper las cadenas del género humano. Una conciencia que, de un modo u otro, influyó sobre todos los movimientos revolucionarios futuros, desde las revoluciones libertadoras de América Latina a las revoluciones europeas de 1830 y 1848, la Comuna de París de 1871, la revolución mexicana de 1910, la revolución rusa de 1917, los movimientos anticolonialistas de los siglos XIX y XX y la revolución china, entre otras. La lucha por un mundo mejor, más libre, más justo, siempre ha incluido en su trama algún hilo de esta historia sin fin.

Uno de los aspectos más vigentes de Noventa y Tres es el lugar que ocupa en la trama la guerra civil. Más adelante veremos algunas características objetivas que la investigación histórica de los últimos años ha arrojado sobre el periodo, en que la Revolución y Francia misma estuvieron a punto de desintegrarse (todo “pendía de un hilo”, como sostiene McPhee). Ahora digamos que Hugo reconoce la genuina subjetividad de los valores que los vandeanos defendían valientemente pero, al mismo tiempo, advierte que “la ideología vandeana” manipuló y pervirtió esos valores locales, usándolos para inducir a los campesinos de la región a combatir por el triunfo de la opresión.

En 1874, el autor sentía que solamente en la militancia revolucionaria era que los valores que percibía en los vandeanos (el coraje, la amistad, la lealtad, los afectos familiares, el amor por el terruño) podían convertirse en auténticos valores históricos capaces de incorporarse como patrimonio de toda la humanidad dejando así de operar como instrumentos de división y enfrentamiento entre oprimidos.

Hugo no olvidó los valores localistas de la vieja Francia que su personaje Lantenac opone al centralismo de la República Jacobina en una forma muy actual, como reivindicación de las diversidades y una forma perversa de federalismo. Sin embargo, el autor también muestra la trampa del viejo aristócrata que usa el localismo y las peculiaridades culturales como férreo instrumento de dominio: la periferia contra el centro revolucionario (París), el campo contra la ciudad, los valores patriarcales y la religión tradicional contra la liberación y el “extremismo” popular, el sometimiento de las mujeres (que Lantenac no vacila en hacer fusilar delante de sus hijos) contra el inmenso papel que jugaron las hembras en el campo revolucionario. ¿O acaso el libreto de la derecha es hoy en día diferente, en Francia y en cualquier lugar del mundo?

Para el hombre que inmortalizó la épica de los desposeídos en Los Miserables, el Noventa y Tres se ubica también en un terreno literario que caracteriza su estilo, el del fluir tempestuoso de la vida, “aceptada y celebrada -como dice Magris- en su globalidad, en la tragedia y en la parodia, en sus poderosas contradicciones. Hugo se encuentra como en su propio elemento y traza de él un fresco grandioso y anómalo, con la ingenua elementalidad psicológica que deploró Flaubert y con tonos melodramáticos que nos hacen reír pero que son a la par testimonios de su grandeza, porque sólo un gran escritor puede medirse con el melodrama, con las grandes pasiones y los grandes efectos, los grandes gestos y las grandes palabras, con la monumentalidad sentimental”.

Está claro que Hugo no fue un revolucionario, pero los historiadores conservadores y los intelectuales derechistas y contrarrevolucionarios nunca le perdonaron sus luchas, su arte y sus convicciones. Karl Marx le hizo a Hugo una crítica certera y respetuosa, en una única mención, pero vale la pena repasar el párrafo en que alude a las publicaciones que criticaron el golpe de Estado de diciembre de 1851 a cuya disección dedicó El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852):

“Entre las obras que trataban en la misma época del mismo tema -escribió Marx- sólo dos son dignas de mención: ‘Napoléon le Petit’, de Víctor Hugo, y "Coup d'Etat", de Proudhon. Víctor Hugo se limita a una amarga e ingeniosa invectiva contra el editor responsable del golpe de Estado. En cuanto el acontecimiento mismo, parece, en su obra, un rayo que cayese de un cielo sereno. No ve en él más que un acto de fuerza de un solo individuo. No advierte que lo que hace es engrandecer a este individuo en vez de empequeñecerlo, al atribuirle un poder personal de iniciativa que no tenía paralelo en la historia universal. Por su parte, Proudhon intenta presentar el golpe de Estado como resultado de un desarrollo histórico anterior. Pero, entre las manos, la construcción histórica del golpe de Estado se le convierte en una apología histórica del héroe del golpe de Estado. Cae con ello en el defecto de nuestros pretendidos historiadores objetivos. Yo, por el contrario, demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”.

Desde fines del siglo XX y especialmente desde los comienzos del actual, la investigación histórica ha aportado nuevos elementos que confirman las intuiciones y reflexiones de Hugo y se contraponen a la ofensiva revisionista (que encabezó el finado Furet) para negar el carácter social de la revolución sin ofrecer a cambio una visión alternativa.

Vale echar un vistazo al terrible año 1793. La retórica de los girondinos en la Convención era cada vez más inoperante. Francia estaba al borde del colapso y la desintegración. Ante el ataque militar de los ejércitos realistas extranjeros desde el Este, el Noreste, el Sureste y el Suroeste, la mayoría de los diputados de la “Llanura” empezaron a apoyar las medidas de emergencia propuestas por los jacobinos. En marzo del 93 se dispuso la leva masiva para incorporar 300.000 reclutas con el fin de enfrentar a las fuerzas extranjeras y realistas que penetraban por todos lados. El reclutamiento forzoso funcionó bien en las zonas fronterizas y en París, pero en el Oeste produjo una insurrección armada que tomó el nombre de la región más característica: la Vendée, y de este modo la república se vio atacada por todos lados.

Esta guerra civil causó tantas bajas como las que se produjeron en las guerras que ese año enfrentaron a la República con los ejércitos invasores. Se estima que las bajas ascendieron a 400.000 personas, más o menos la mitad en cada uno de los bandos. A pesar de que hubo numerosos levantamientos y motines monárquicos y los llamados “federalistas” en casi todas las grandes ciudades del sur de Francia, la guerra civil fue la más sangrienta y la que demandó los mayores recursos militares a la república.

Se ha comprobado que las causas del levantamiento vandeano tenían que ver con las características de la región de la Costa Atlántica al sur del Loira y de los efectos específicos que la Revolución había tenido en ella desde 1789. Los historiadores derechistas presentan a la represión de esta guerra civil como un “genocidio”, denominación que no pueden respaldar con pruebas. Para los historiadores de izquierda la Vendée fue una puñalada por la espalda orquestada por los nobles y el clero refractario. Fue una guerra de desgaste, una guerra de guerrillas, pero lo que Hugo presentó como el plan maestro de los monárquicos, el facilitar el desembarco de ejércitos regulares británicos, nunca se concretó.

La región donde estalló la violencia se caracterizaba por la existencia de granjas separadas por altos cercos vegetales y bosques con escaso o ningún contacto con el exterior donde se practicaba una agricultura de subsistencia y la cría de ganado. Paralelamente se desarrollaba una producción textil de tipo familiar en pequeños centros urbanos, los caseríos. Las enormes propiedades de la nobleza y de la Iglesia y las órdenes religiosas habían sido arrendadas a campesinos acomodados a través de intermediarios burgueses.

Las cargas e impuestos de los dueños de la tierra y del Estado antes de 1789 habían sido relativamente leves en comparación con las que pesaban sobre otras regiones de Francia. El clero era muy poderoso, numeroso y activo, sus miembros se reclutaban en la misma región, jugaba un papel social preponderante con cientos de parroquias que contaban con muchos recursos. Los curas recaudaban el diezmo personalmente. Para los campesinos que poblaban las granjas y los caseríos, la misa dominical era la ocasión única para un contacto social, para reforzar su identidad parroquial, tomar decisiones y enterarse de las noticias que trasmitían los sacerdotes.

Las reivindicaciones de los pobladores (que se han estudiado en los famosos cahiers o cuadernos que elevaron a los Estados Generales) reclaman el fin de los privilegios feudales y su participación en el poder político; pero a diferencia de los de otras regiones de Francia no figuran en ellas crítica alguna a la Iglesia que era la gran propietaria feudal. La Revolución no aportó beneficios significativos a los campesinos de la Vendée: los impuestos estatales aumentaron y fueron recaudados más sistemáticamente por los burgueses de las ciudades que se hicieron cargo de los ayuntamientos y fueron los mayores compradores de las tierras de la Iglesia a partir de 1791 (según McPhee en el distrito de Cholet -por ejemplo- los nobles compraron el 23,5% de esas tierras, los burgueses el 56,3% y los campesinos solamente el 9,3%).

En un principio la región no fue contrarrevolucionaria, pero la posterior participación de la nobleza y el clero refractario la transformó en ese sentido. De todos modos, muchos campesinos no estaban dispuestos a formar un ejército regular y a abandonar sus tierras para atacar París de la misma forma que no querían volver a pagar los tributos feudales y el diezmo. Por esa razón y por las características del territorio boscoso y agreste que Hugo describió minuciosamente, la guerra adoptó la característica de una guerra de guerrillas, de movilidad y de emboscadas, ataques nocturnos por sorpresa, golpes rápidos y retiradas.

Hubo un par de batallas en que los vendeanos fueron derrotados, pero lo que caracterizó la lucha fue un círculo vicioso de matanzas y represalias por parte de ambos bandos. “La crudeza de la lucha en momentos de crisis militar nacional –dice McPhee– alentó una terrible represión: cuando el general Westermann informó a la Convención en diciembre de 1793 que ‘la Vendée ya no existe’, admitió que ‘no hicimos prisionero alguno: habría sido preciso darles el pan de la libertad y la piedad no es revolucionaria’. Entre diciembre y mayo de 1794, tras aplastar la insurrección, ‘las columnas infernales’ del general Turreau llevaron a cabo una venganza de ‘tierra quemada’ en 773 comunas declaradas fuera de la ley. Informó al ministro de la guerra que todos los rebeldes y presuntos rebeldes de cualquier edad y sexo serían ajusticiados: ‘todos los pueblos, granjas, bosques páramos, todo lo que pueda arder, ser incendiado’. Se ha calculado que en estas comunidades murieron unas 117.000 personas (el 15 % de la población)”.

La historia, como sostiene Traverso, debe ayudar a interpretar las violencias del siglo XX y, por qué no, las del siglo XXI, pero en ese empeño los frescos épicos del gran literato francés han puesto una pincelada reflexiva que tomó partido por quienes luchan por la libertad, por un mundo mejor y más justo. Por eso mismo el sargento Radoub, el del Batallón del Gorro Rojo, es el héroe más notable del Noventa y Tres, porque era “inmune a los prejuicios seculares y al sectarismo, capaz de vivir con gallardía, de combatir, amar y perdonar”.

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