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LA CIVILIZACIÓN HUMANA EN LA ENCRUCIJADA

 Publicado: 06/01/2021

Acerca de la “revolución democrática”


Por Luis C. Turiansky


Recientemente, en la diaria, Pablo Rodríguez Almada tituló su semblanza del ex presidente desaparecido Tabaré Vázquez refiriéndose a la llamada “revolución democrática del siglo XXI”. [1]Tenemos así, no ya la memoria del pasado con sentido nostálgico, sino lo que sería un nuevo concepto revolucionario que va más allá del homenaje a Tabaré, tal vez con vistas a una nueva propuesta programática. Anteriormente, el dominicano Faustino Collado había desarrollado el tema en el número 17 de la revista Global de Santo Domingo.[2]

¿Acaso la democracia está en peligro a nivel mundial o en nuestro país? Desde luego que no; mejor dicho, todavía no. Sucede que, en los debates en torno a este tema, debe distinguirse claramente entre “democracia” y “libertad”.  La libertad es un atributo de la democracia, o sea, es su modus operandi, no su esencia. Los regímenes revolucionarios pueden incluso cumplir su misión histórica, durante un período necesariamente transitorio, recurriendo a métodos dictatoriales. Por consiguiente, no hay que confundir “revolución democrática” con “revolución en democracia” o con la revolución liberal de los siglos XIX y XX, que adoptó no pocas veces la forma de una dictadura.

Entendámonos

En la experiencia del socialismo en Europa Central hubo una etapa en que primó la concepción de “democracia popular”, destinada a distinguirla del modelo leninista soviético. Al fundirse ambos procesos en uno solo, la búsqueda de caminos propios tuvo que ceder a la predominancia ideológica soviética y, salvo en Yugoslavia, separada del bloque soviético y donde, entre otras cosas, se puso en práctica la idea un tanto herética de “autogestión”, el modelo de sociedad socialista se redujo a expandir las experiencias del sistema estalinista. En el lenguaje político, el concepto de democracia popular cayó en desuso, lo cual no deja de ser un avance al menos en el plano lingüístico, porque, en el fondo, decir “democracia popular” es una redundancia. Finalmente, sin embargo, fue sustituido por otra expresión igualmente incomprensible, el “socialismo real”, que viene a ser “aquí lo tienen, no hay otro, no busquen más”. 

Algunos autores marxistas han distinguido por cierto entre “revolución democrática” y “revolución democrática burguesa”, esta última identificada con la Revolución Francesa y la lucha independentista en las Américas.

Sucede que la democracia que la izquierda latinoamericana propaga es en general más bien un retorno a su sentido histórico de “gobierno del pueblo”.  Se trata, en efecto, de la ampliación de la democracia formal o representativa a sus formas directas y participativas, el derecho de control o incluso remoción de los representantes de la ciudadanía en el poder, y otras prerrogativas semejantes. Dicha forma ampliada de la democracia alcanzaría también a las relaciones económicas.

Collado, por ejemplo, señala que Lenin, al definir la postura de los bolcheviques en la Revolución de 1905 en Rusia, declaró que sus objetivos eran a la vez “revolucionarios y democráticos”, correspondiendo lo revolucionario al proletariado y lo democrático al campesinado. El autor dominicano deduce que Lenin limitaba el interés revolucionario a los proletarios, dejando al campesinado la posibilidad de agregarse a la lista, como prueba de la voluntad democrática de los primeros, presunción que más tarde se comprobaría como errónea.

Lo que está en juego

Ya que esta propuesta tiene su origen en el título de un artículo dedicado a la memoria de Tabaré Vázquez, vale la pena empezar con una definición del propio acervo intelectual del difunto, extraída de su disertación en la “Nueva Escuela” de Nueva York el 21 de setiembre de 2009, es decir, durante su primer mandato presidencial: 

Uno de los mayores desafíos es abatir la desigualdad. Porque una cosa es ser diferentes y otra es ser desiguales. La diversidad es la fuerza de la democracia y la prosperidad, pero la desigualdad es su amenaza.

En esta diáfana definición está resumido todo el programa posible de los cambios estructurales profundos en la sociedad a la que aspiramos. ¿Por qué? Porque indudablemente su realización está condicionada a la superación del sistema que produce dicha desigualdad, es decir el capitalismo -hoy de alcance global-, con su sistema de ganancia basado en la apropiación de una parte del trabajo humano, lo que Karl Marx llamó “plusvalía”.  El aumento de la productividad del trabajo como consecuencia del avance tecnológico se reparte de manera desigual entre lo que se retribuye al trabajador en forma de salario y lo que queda en manos del capitalista. Es la revolución tecnológica en beneficio de los capitalistas exclusivamente lo que permite a estos superar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia que en su momento histórico había calculado Marx, a condición de que el trabajador se conforme con recibir en pago una porción muy inferior al valor del trabajo realizado. Es esto también, entre otras cosas, lo que ha permitido al sistema capitalista superar al socialismo “real” en la competencia económica durante lo que se dio en llamar la “guerra fría”, terminada técnicamente cuando, en la cumbre de Malta en diciembre de 1989, sus protagonistas, George W. Bush por los Estados Unidos y Mijaíl S. Gorbachov por la Unión Soviética, así lo declararon. Poco después estallaría otra, pero de contenido distinto, ya que Rusia ya no es un país socialista.

La “globalización” que, desde la disolución de la Unión Soviética en 1992, ha consagrado al capitalismo como la forma dominante de economía y relaciones sociales en el mundo, actúa a la vez como aliciente y como freno, ya que, por un lado, unifica los intereses de todos los pueblos involucrados, que son el mundo entero y, por el otro, acentúa la dominación económica, militar e ideológica de las fuerzas imperialistas que la sustentan.

En consecuencia, se ha considerado hasta ahora que el pasaje a una nueva sociedad sería el resultado de un proceso largo y complejo. Sin embargo, una serie de factores, entre los que se destaca la actual pandemia coronavírica, está acelerando el proceso de concientización de las masas, enfrentadas a la concentración sin igual de la riqueza en pocas manos. La organización Oxfam, dedicada a denunciar la desigualdad creciente a escala mundial, ha enfatizado, en vísperas del Foro Económico Mundial de enero de 2020 en Davos, Suiza, que “los 2.153 milmillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que los 4.600 millones de personas más pobres, cifra equivalente al 60% de la población mundial”.

Esto, junto con el desencanto producido por el fracaso de la transformación socialista que tuvo lugar en el siglo XX, se refleja en la actual ola de protestas sociales que, por momentos, adquiere visos de irracionalidad. Parafraseando a Eric Hobsbawm, podría decirse que hoy reina “La era de la ofuscación”.[3] Es un deber de la izquierda en general tratar de encauzar la protesta por el lado constructivo, acompañándola de objetivos positivos de solución, todo ello para evitar que el estado de ánimo negativo desemboque en una lucha ciega, que conduciría al caos, una posibilidad por cierto real que no puede descartarse y de la que no faltan ejemplos en la historia.

En 2014, tres prestigiosos organismos internacionales, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) y el Grupo del Banco Mundial (BM), elaboraron un informe para la Reunión Ministerial del grupo de países desarrollados conocido como G20, sobre el trabajo y las políticas del empleo.[4] De él se desprende que la concentración sin precedentes de la riqueza en pocas manos tiene una causa directa en el desequilibrio existente entre el aumento de la productividad y el del salario medio.

Sin llegar al extremo de pretender la expropiación del patrimonio así acumulado, es justo regular al menos semejante mecanismo de apropiación que hoy pone de relieve su esencia inmoral. En base al informe mencionado, es posible medir su valor como la diferencia entre el producto interno bruto per cápita y el salario medio a nivel nacional, aplicable allí donde hay mano de obra asalariada. Lo más apropiado sería, al parecer, el establecimiento de ciertos límites y un gravamen especial en el marco del sistema impositivo en vigor.[5] 

El impuesto en cuestión estaría destinado a recaudar fondos con fines sociales. Por ejemplo, para financiar el ingreso mínimo garantido, al que tendrían derecho todos los ciudadanos, independientemente de sus otros ingresos por concepto de sueldos o, en el caso de un patrón, las ganancias lícitas obtenidas de su emprendimiento. De modo que nadie se vería discriminado. Sería, de hecho, una especie de devolución parcial y no voluntaria del valor retenido, no cuantificado en el salario del trabajador. [6]                           

Alguien podría objetar que la medida afectaría a la creación de empleos, puesto que el empleador trataría de reducir sus efectivos a los efectos de ahorrar en el plano contributivo, o impulsaría su conversión a contratistas independientes. En el primer caso, sin embargo, se trataría de una actitud irracional, ya que el empleador perdería los réditos provenientes de la plusvalía, mientras que, en el segundo caso, el patrón perdería su posición dominante frente al personal. Equivale a no adquirir nuevas máquinas para no incurrir en gastos u obtenerlas en arriendo únicamente.  Esto no excluye que en algún momento se produzcan medidas de presión similares, pero únicamente por motivos políticos, a los efectos de crear caos económico y dañar al Estado. Por ello también debería propiciarse la diversificación de las formas de organización económica, a fin de contar con un sector público o cooperativo capaz de reemplazar a las empresas privadas en litigio.

En el marco del debate que tiene lugar en el Frente Amplio actualmente, sería útil tener en cuenta estos temas, particularmente entre los sectores que aspiran a un nuevo orden social. Lamentablemente, es un tema que no une. Aun siendo el Frente la fuerza mejor preparada en el país para asumir la tarea, esta combinación de los conceptos “revolución” y “democracia” suele confundir y cada uno termina dando preferencia al término que le resulte más grato. Para algunos, tras la derrota de noviembre, no solo había que felicitar deportivamente al vencedor, sino incluso “ponerse a su disposición”. Otros, en cambio, creyeron conveniente movilizar a sus huestes para “hacerle la vida imposible". Ambas actitudes son erróneas y dañinas.

¿Es posible el consenso interno en el FA? En todo caso, es la única opción posible. Lo que está en juego es nada menos que el futuro de la democracia, algo demasiado grande en nuestras tradiciones nacionales como para pasarlo por alto.

Un comentario sobre “Acerca de la “revolución democrática””

  1. «Uno de los mayores desafíos es abatir la desigualdad. Porque una cosa es ser diferentes y otra es ser desiguales. La diversidad es la fuerza de la democracia y la prosperidad, pero la desigualdad es su amenaza.»
    Me parece notable esta expresión tan concisa y tan plena de contenido en un actor político, del que tenemos como legado mucho de lo que ha hecho, pero poco de lo que ha aportado a la teoría política. Y sin embargo, quién nos dice que rebuscando en cada una de sus frecuentes alocuciones no podramos encontrar fórmulas como la citada. Porque este tiempo, según parece, es tiempo de aportes conceptuales para avivar racionalmente la llama de la pasión por el cambio social.

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