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LA CIUDAD Y LA VIDA URBANA
La humilde constitución compleja de lo urbano
Por Néstor Casanova Berna
Andares
Debemos al sociólogo francés Henri Lefebvre la distinción -sutil, pero oportuna- entre las nociones de ciudad y de lo urbano. Simplificando algo el asunto, diríamos que la ciudad es aquello material, construido y consolidado de la realidad urbana, mientras que lo urbano es lo actuado, vivido y cambiante, propio de la vida de los urbanitas. Mientras que la ciudad es asunto de administradores públicos, empresarios inmobiliarios y urbanistas, lo urbano es lo que corresponde a las gentes de a pie.
Es que hay algo de Montevideo que se hace andando. El Montevideo que se recorre paso a paso, acompañando a los críos y a las mascotas, patinando y pedaleando, trotando saludable y virtuosamente; es el Montevideo vivo que se construye día a día con el pulso de sus infatigables moradores. Se sabe, con don Antonio Machado, que no hay caminos, sino gentes que caminan y que hacen camino al andar.
Hay conductas constitucionales en el marchar urbano. Paso a paso es que conocemos, de primera mano, lo que es vivir, de modo concreto, en la ciudad que nos toca. Hay, por otra parte, una ética andante: un discurrir pensativo por la ciudad como experiencia de lo bueno y de lo malo, de los placeres y de los miedos. Hay, por cierto, una estética andariega, que más que contemplar lo bello y amable del paisaje citadino, participa vivencialmente de sus valores de paz y conflicto, de calma y frenesí, de confort y hastío. Lo urbano es la experiencia repetida y cotidiana de los itinerarios que proliferan entrecruzados.
Existe en nuestro Montevideo un patrimonio urbano humilde, pero indispensable para nuestra cultura citadina: el sistema discontinuo y rítmico que forman todas las regiones que se dejan andar en paz y armonía existencial. Todas estas regiones en que Montevideo abre sus puertas, hospitalaria, al caminante civilizado, conforman el largo y tortuoso camino de acceso al reducto más recóndito de la ciudad, que bien pudiera llamarse su alma.
Estancias
Toda ciudad tiene, de buen modo, un discreto número de lugares donde es bueno detenerse, donde es bueno sentar plaza, donde es bueno recuperar fuerzas. Nada indica muy claramente esta condición, pero el cuerpo las reconoce de inmediato: de una manera subconsciente, el andar nos lleva, antes o después, a alguno de estos lugares compasivos para quedarse, para hacer estancia, por breve que esta pueda resultar.
En tales lugares, el urbanita consigue tomarse las cosas con calma (y los uruguayos, con mate): si paseando en paz filosofamos de un modo que complacería a los aristotélicos, sentados conseguimos recapitular, toda vez que encontramos, de momento, un punto de quietud en el movimiento incesante del mundo. Quieto, se piensa distinto que andando. Ni mejor ni peor; distinto y, en cierta forma, de modos complementarios. Es bueno que la ciudad tenga muchos sitios para sentarse, recuperar fuerzas y tramar uno sus cosas con un mínimo humano de sosiego.
También aquí la ciudad cuenta con un patrimonio urbano peculiarmente apreciable: la trama secreta de los lugares buenos para sentar plaza. Se trata de todos y cada uno de los lugares que la ciudad destina a cada urbanita en particular, para que sea precisamente allí que tenga una posibilidad de pasar raya en su vida y volver a empezar. Se trata de un conjunto discreto de lugares que consiguen abrigar los reposos del viandante, una oportunidad para girar la perspectiva sobre el paisaje y concluir que, en definitiva, no se está mal en la ciudad que nos toca.
Umbrales
Pero la ciudad también prolifera en umbrales: puertas, bordes, límites y fronteras que atravesamos una y otra vez. Hay una especial etiqueta, una peculiar compostura cada vez que trasponemos un umbral. Siempre que nos sucede algo en la ciudad es gracias a que cruzamos, de modo ineluctable, una puerta que, o ya nos da la bienvenida, o ya se cierra hostil. Es que no todos los umbrales de Montevideo están para que cualquiera los atraviese así nomás.
El pulso civilizado de una ciudad lo da la cadencia pacífica en que los umbrales dejan pasar la vida social y así le permiten llegar a ser lo que es: un continuo proceso de bienvenidas y reservas, un cuidadoso derecho social de admisión, una rigurosa administración de lo público y lo privado. Hay que esperar que la ciudad le otorgue a todos sus urbanitas un lugar en donde serán bien recibidos. Y sin embargo, sabemos que no es así para muchos y nos dolemos por ello.
En la magnífica Rambla montevideana se reúnen las tres condiciones sociales fundamentales para habitar la ciudad: andar, sentar plaza, trasponer umbrales. Así vivida, la Rambla es un urbanógeno, -término del que soy el único responsable por perpetrarlo y que significa factor de origen, nutricio de lo urbano, una especie de semilla de la vida citadina-. ¿Cuántos factores como la Rambla nos harían falta para que Montevideo fuese mejor habitada?
Y sin embargo... La codicia inmobiliaria en Pocitos ha querido privatizar el beneficio del asoleamiento vespertino de la costa: la falta de sensatez urbanística ha conseguido hacer prevalecer el derecho de unos pocos a residir cara al viento, en detrimento de las amplias mayorías sociales que hacen uso civilizado y sano de la playa. Por otra parte, el veloz y peligroso tránsito vehicular privado secciona a las poblaciones de los barrios de la región de su paseo en paz.
No todo es razonable, cordial o comprensivo, pero todavía, paseando por la Rambla es posible andar, sentar plaza y cruzar umbrales soñando con un Montevideo más vivible. Habrá un día en que tengamos, por fin, la ciudad que nos merecemos, si es que tenemos la lucidez de reflexionar al respecto. Si es que acaso fuésemos capaces de apreciar la humilde constitución compleja de lo urbano.