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MEMORIA

 Publicado: 06/10/2021

El testimonio de los comunistas. A propósito.


Por Miguel Millán Sequeira


Hace pocos días, en la presentación de mi libro digital “Carlos Chassale, un maestro comunista en La Teja”, uno de los comentaristas, el profesor de literatura Daniel Quijano, me preguntó por qué creía que los comunistas uruguayos han demorado tanto en contar sus experiencias de resistencia a la dictadura.

Una pregunta recurrente que vengo rumiando y tratando de responderme desde hace unos cuantos años.

Mi respuesta fue parcial, incompleta, de lo cual mucho me lamento, por eso trataré de desarrollar la hipótesis que anuncié, pues solamente quedé en el prólogo.

Dije esto: que el clandestinaje y la compartimentación tan férrea a la que obligó la represión, sumado al corto tiempo entre la recuperación democrática y la caída del muro de Berlín, más la implosión de la Unión Soviética, hicieron que aquellos militantes, fieles, disciplinados, fueran prudentes, primero, y luego se vieran choqueados por semejantes acontecimientos; la posterior inmediata atomización de la patria comunista los terminó por dejar atónitos. Por eso el único relato que ha prevalecido es el de los tupamaros; en el imaginario colectivo aparecen ellos como quienes encabezaron la resistencia a la dictadura, cuando es absolutamente falso de toda falsedad.

Palabras más, palabras menos, lo anterior fue lo que dije, ahora trataré de completar mi hipótesis de porqué el silencio de los comunistas uruguayos, a qué se puede o pudo deber la ausencia de testimonios, salvo contados, honrosos ejemplos: “Crónica de una derrota” de J. J. Tito Martínez (2003), y algunos pocos más.

La tortura. De ella nadie habla. Ni ellos ni nosotros. No estaba reconocida como delito de lesa humanidad hasta después que ocurrieron las torturas masivas, sistemáticas de la Operación Morgan. Ellos, los represores utilizan eufemismos para no reconocer la existencia de la tortura. De nuestro lado, se la nombra, pero de una manera muy sesgada, no se va hasta el fondo del caracú.

La tortura, masiva, sistemática, estatal, en el Uruguay de las décadas del 70 y 80 del siglo XX fue como la guillotina en la Revolución Francesa de 1789.

Muy frecuentemente asocio estos dos instrumentos, la tortura y la guillotina, cuando releo las primeras páginas de la novela “El siglo de las luces” de Alejo Carpentier (1962). Con su prosa barroca de lo real maravilloso describe, página tras página, aquel artefacto omnipresente en el centro de la escena histórico-social que llegó para consolidar un nuevo modo de producción, el capitalismo.

En el caso de la tortura, se instaló en el centro de la vida de los uruguayos para consolidar la delación, la desconfianza, el sálvese quien pueda, el “hace la tuya”, las rebajas de salarios, la ausencia de libertades, sin que la ciudadanía protestara organizadamente por temor, por pánico, a aquel instrumento omnipresente en todos los ámbitos de la vida social.

Los comunistas enfrentaron la dictadura junto al pueblo uruguayo organizado, primero con la huelga general... y creíamos -aquí sumo mi voz porque por edad fue así- que caería en poco tiempo, demoramos en darnos cuenta que el camino sería largo y difícil. Luego, los mandos de la represión militar-policial prometieron que harían desaparecer por 50 años al Partido Comunista. Cuenta la leyenda que el General Esteban Cristi, el fascista por antonomasia, llegó a proponer en la Junta de Generales el “plan de las 300 viudas”, probablemente de ahí saliera la clave del 300 Carlos. Cristi habría perdido la votación por un voto. Entonces, comenzaron a repetir en los cuarteles y los penales: “si no logramos matarlos, los vamos a enloquecer”.

En estos días visionamos colectivamente el documental “El país sin indios” (2019) de Nicolás Soto y Leonardo Rodríguez -la recomiendo muy especialmente-, donde, respaldados en la monumental investigación histórica de José Eduardo Picerno, “El genocidio de la población charrúa” (2008), demuestran palmariamente una realidad que nos conduce a la esencia de la identidad nacional, esa que ha estado en la nebulosa y muchas veces puesta en duda por las élites intelectuales. El proceso de genocidio y posterior etnocidio de la población charrúa se parece mucho al intento sostenido desde el Estado uruguayo de hacer desaparecer a los comunistas, primero físicamente, y simultáneamente, de la memoria colectiva.

El proceso de represión, miles de presos, varias oleadas, cada dos años, hasta el final de la dictadura inclusive, una treintena de asesinados y desaparecidos. El intento sistemático estatal de exterminio de los comunistas uruguayos, como parte de la “tercera guerra mundial contra el marxismo internacional” declarada por el dictador Bordaberry, fue un horror que lo vivió esta sociedad en la cual todos nos conocemos, aunque en medio del terror muchos miraran para un costado, cruzaran la vereda para no encontrarse con el perseguido, escondieran la cabeza como el avestruz.

Víctimas y victimarios. En la presentación del libro “Crónica de una infamia” (2015) de Mauricio Almada, contaba Liliana Pertuy, una de aquellas adolescentes de Treinta y Tres presas y torturadas por el Goyo Álvarez en persona en abril de 1975, en el cuartel de la ciudad, que la organización de la UJC (Unión de la Juventud Comunista) decidió no hacer la denuncia de aquel horror para no asustar a los padres de los nuevos jóvenes que se estaban incorporando a la organización a la salida de la dictadura en 1985. En ese silencio coincidimos, víctimas y victimarios.

Las denuncias por violaciones a los derechos humanos, delitos de lesa humanidad, recién comenzaron a hacerse de forma contundente, masivas, como había sido la represión, en el año 2011 y siguientes. El Uruguay había sido condenado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el año 2009 por el caso Gelman. La sociedad uruguaya había perdido el miedo. Los represores, muy tímidamente, comenzaron a reconocer que algo había sucedido, aunque lo justificaban y continúan justificando, en la obediencia debida: las leyes de seguridad, medidas prontas de seguridad y de guerra interna, votadas por el Parlamento democrático antes del golpe de Estado del 27 de junio de 1973 perpetrado por civiles y militares.

Y sigo, las razones del silencio profundo pueden continuar hasta más allá de mis palabras. La tortura masiva, sistemática, sobre cientos de militantes y dirigentes comunistas, el secuestro por largos meses, la desaparición forzada, la delación, la infiltración, los dobles agentes, la pecera, la computadora. La enumeración terrorífica, horrorosa, exime de mayores comentarios, pero es de esto que los comunistas no hemos querido hablar. Los represores, ya sabemos, tienen un juramento mafioso para no hacerlo y ello incluye a su entorno más cercano, sus familiares y amigos. Pero las víctimas, aquellos comunistas, los que todavía estamos vivos, tenemos la obligación de contar, soltar el testimonio para los que vienen por él continuando la carrera de la vida en este suelo oriental la patria o la tumba.

Para que se cumpla el pase de la posta, debemos reconocer la realidad, primero, y luego tener escuchas, escribientes, lectores. Para pronto es tarde, según el modismo mexicano.

Un comentario sobre “El testimonio de los comunistas. A propósito.”

  1. Hola tal vez no conocen el libro MEMORIAS M ILITANTES UN RELATO COMUNISTA, de felipe bermudez Carlos caballero Álvarez, editorial textual s.a. llevo 10 años hacer las entrevistas a 24 comunistas, y salio2018 se presento en una sala de Parlamento a la que creo no concurrió ni ningún parlamentario si mal no recurerdo. saludos (en venta en Isadora Libros..

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