Pilar Silva
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ENTRE LA CIENCIA, LA MORAL Y LA POLÍTICA
“Oppenheimer”: el espectáculo de la creación de la muerte
Por Andrés Vartabedian
Entre 70.000 y 80.000 fueron las personas que murieron inmediatamente aquel 6 de agosto de 1945 cuando el Enola Gay (B-29) arrojara a Little Boy sobre Hiroshima (el propio nombre de La Bomba parece una broma de mal gusto). Eran las 08:15 de la mañana, y 55 fueron los segundos que le llevó alcanzar la altura a la que estallaría. La explosión produjo un millón (sí, 1.000.000) de grados centígrados. Aproximadamente, 160.000 personas habían muerto hacia finales de 1945. Para los interesados en especificidades físico-químicas, la bomba utilizada en Hiroshima era básicamente de uranio.
Entre 35.000 y 40.000 fueron las personas que fallecieron en el acto en Nagasaki cuando, posteriormente, el 9 de agosto de 1945, el Bockscar (B-29) arrojara a Fat Man sobre esa localidad, la segunda ciudad que de inmediato fue tristemente arrojada a la historia. Eran las 11:01 de la mañana, y 43 fueron los segundos que demoró el artefacto en llegar a la altura a la que estallaría. El calor alcanzó los 3.900 grados y el viento, los 1.005 kilómetros por hora. Hacia fines de 1945, eran entre 60.000 y 80.000 los muertos producto de la bomba y sus efectos posteriores: quemaduras, radiación, carencias de recursos médicos... También producto de la fatal ignorancia de todo lo que aquello representaba. Generaciones y generaciones afectadas. En el caso de Nagasaki, la bomba era básicamente de plutonio.
“Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... catorce, quince... es imposible. Son demasiados para poder contarlos. [...] El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo. Todo cuanto veo ahora de la ciudad es el muelle principal y lo que parece ser un campo de aviación”.
Así describía Bob Caron, artillero de cola y fotógrafo del bombardero que arrojara la primera bomba atómica de la historia, lo que veía aquel lunes 6 de agosto, segundos, minutos después del ataque a la ciudad de Hiroshima.
Y claro que hubo otros nombres propios asociados al hecho: Harry Truman, el presidente de los Estados Unidos que tomó la decisión; Franklin Delano Roosevelt, el mandatario anterior, quien inició el proceso que devendría en el “hongo atómico”; Proyecto Manhattan, el nombre con el que se conoció el proyecto secreto que Roosevelt aprobara el día previo al ataque japonés a Pearl Harbor, en 1941 -Manhattan Engineering District, su denominación original-; Robert Oppenheimer, el responsable principal en el Laboratorio Nacional de Los Álamos en Nuevo México.
Sobre este último hombre es que hará foco Christopher Nolan para crear su monumental Oppenheimer. Lo hará a partir de la biografía de Kai Bird y Martin J. Sherwin Prometeo americano (de acuerdo a quienes la leyeron, también monumental; 25 años de investigación; premio Pulitzer 2006). Al igual que ellos, trazará un paralelismo con el mito aludido desde el título del libro, abriendo su filme con un epígrafe sin ambages: “Prometeo robó el fuego a los dioses y se lo dio a los hombres. Por ello, fue encadenado a una roca y torturado por toda la eternidad”.
En su condición de titán -como el significado de su nombre lo indica: “el que ejerce tensión”- Prometeo luchaba contra el orden dado de las cosas. Es así que engañó dos veces a Zeus, una de ellas para devolverle a la humanidad el fuego que Zeus le había sustraído luego de su primer estafa. Como castigo, “el padre de los dioses y los hombres” -así lo nombra Hesíodo- lo condenó a vivir encadenado a una roca a la que diariamente visitaría un águila que comería el hígado que su cuerpo regeneraría cotidianamente. De allí la eternidad de su sufrimiento.
Vinculada a él se hallaba Pandora -la primera mujer, que fuera creada a pedido de Zeus; agraciada y sensual, mentirosa y seductora, portadora del mal-, quien fuera ofrecida por los dioses a Epimeteo, hermano del castigado, en dos oportunidades. En la segunda ocasión, Epimeteo no pudo resistirse y, desoyendo el pedido de aquel de no aceptar ningún regalo de Zeus, se casó finalmente con ella. La caja (originalmente, una jarra o ánfora) que Pandora portaba no debía abrirse. Sin embargo, la deidad sabía que llegaría el momento en que ello sucedería. Pues bien, al hacerlo, Pandora liberó todas las desgracias que enfrenta hoy la humanidad. Por tanto, de algún modo, Prometeo (Oppenheimer) también es responsable por ello.
Con la bomba atómica se abría una nueva era. Ella se encargaría de disipar las dudas que Albert Einstein manifestara en su ya famosa carta al presidente Roosevelt del 2 de agosto de 1939: “Recientes trabajos realizados por Enrico Fermi y Leo Szilard, cuya versión manuscrita ha llegado a mi conocimiento, me hacen suponer que el elemento uranio puede convertirse en una nueva e importante fuente de energía en un futuro inmediato [...] se ha abierto la posibilidad de realizar una reacción nuclear en cadena en una amplia masa de uranio mediante la cual se generaría una gran cantidad de energía […] Este nuevo fenómeno podría conducir a la fabricación de bombas y, aunque con menos certeza, es probable que con este procedimiento se puedan construir bombas de nuevo tipo y extremadamente potentes”.
El brillante Julius Robert Oppenheimer (1904-1967) será uno de los científicos que recoja el guante de estas investigaciones e intente -y logre- crear esta bomba de nuevo tipo antes que los nazis. Su arrogancia y deseo de trascendencia lo conducirán sin miramientos a su meta. Será “el padre de la bomba” -así lo llamarán-. Pero la bomba no solo se tornará una nueva arma poderosa, sino que será instituyente de la nueva era mencionada; una nueva era, a su vez, capaz de destruirse a sí misma. Cuando Oppenheimer llegue a ser consciente de ello ya será tarde, y su idea de que una vez utilizada cualquier guerra sería impensable, se transformará, posteridad mediante, en una simple y fatal idea naíf de su parte. El peso con el que cargará será eterno. De ello también dará cuenta el filme de Nolan.
Con la vida adulta de Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) como eje transversal del relato, su centro se ubicará en el diseño y construcción de la bomba y en las consecuencias que ello deparó en la vida del renombrado científico, básicamente en la década siguiente. Por tanto, seremos partícipes del desarrollo del Proyecto Manhattan (el proyecto liderado por Estados Unidos para la creación de las primeras armas nucleares); de la construcción y el funcionamiento del Laboratorio Nacional de Los Álamos (fundado por el Ejército de aquel país, justamente en Los Álamos, Nueva México, por sugerencia del propio Oppenheimer, para coordinar de forma secreta y centralizada las investigaciones del Proyecto Manhattan y los avances en materia científica que conducirían al superpoderoso artefacto); de todo el proceso científico de creación de la bomba (la prueba Trinity será el clímax del filme); del conflicto personal de Oppenheimer con Lewis Strauss (Robert Downey Jr.), comisionado y luego presidente de la Comisión de Energía Atómica; y de la famosa audiencia de cuatro semanas por la que este organismo le retirara, en 1954, bajo la tutela de Strauss, sus pases de seguridad.
Los años de estudiante en Harvard de Robert Oppenheimer, su interés por la física experimental, la falta de centros de primer nivel en su país que lo llevará a universidades europeas -Cambridge, Gotinga-, su falta de destreza en el laboratorio, que lo llevará a decantarse por la física teórica, sus primeros contactos con científicos de renombre, el comienzo de sus obsesiones, estarán dados a través de escenas breves, cual flashes de información. Asimismo, allí sabremos de su ingenio y lucidez, su capacidad para los idiomas, su condición de judío… Posteriormente, Nolan comenzará a detenerse en sus ideas, su contacto con el comunismo, su donjuanismo, sus inicios como profesor universitario… Un repaso rápido de la vida anterior a su consagración como el científico más importante del mundo, los elementos indispensables para intentar conocerlo -pasiones, intereses, ambiciones, contactos-, comprenderlo y quizá así entender su ascenso y, en cierto modo, su “caída”, junto al castigo prometeico de los dioses.
Luego -como fue dicho-, Nolan se detendrá en la evolución de sus investigaciones, su reclutamiento para Los Álamos, su liderazgo allí, el vínculo con su esposa (Emily Blunt) y la ascendencia de esta sobre él, la creación definitiva de la bomba atómica, sus tormentos posteriores, su relacionamiento con otros científicos, su vínculo con la política, la audiencia que lo quitaría -o intentaría quitar- de la palestra pública, sus cavilaciones.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, más precisamente en 1947, el gobierno de los Estados Unidos creó la Comisión de Energía Atómica, organismo que pasó a controlar la investigación y producción de armas nucleares en sustitución del Proyecto Manhattan, y Robert Oppenheimer fue su asesor jefe durante varios años. Sin embargo, a diferencia de lo que esperaban varios de los gobernantes de aquel país, algunos de los científicos a su lado o el propio Lewis Strauss, con quien se vinculara laboralmente durante muchos años, Oppenheimer no continuó con la idea de profundizar los avances en materia de armamento nuclear. Por el contrario, consternado por las decenas de miles de muertes de civiles inocentes, utilizó su fama y popularidad para bregar públicamente en contra de la proliferación de armas atómicas y abogó desde su lugar de decisión por la desescalada en la carrera armamentística entre los Estados Unidos y la Unión Soviética y por el control de armas, no fomentando, por ejemplo, el desarrollo de la bomba H (bomba de hidrógeno cuyo poder de destrucción es enormemente superior al de aquella primera bomba atómica, ilimitado desde el punto de vista teórico).
Todo esto no fue visto con buenos ojos por muchos de los políticos y burócratas de Washington, los que, aprovechando la caza de brujas macartista instalada en aquella época, decidieron hurgar en su pasado, sus vínculos con el Partido Comunista o con algunos de sus miembros, sus ideas y amores de juventud, etcétera, para intentar desacreditarlo y quitarle definitivamente su influencia en la toma de decisiones en materia nuclear. Es así que, en 1954, luego de una audiencia muy publicitada, y cruel, la Comisión de Energía Atómica le retiró sus pases de seguridad, por lo que Oppenheimer perdió el acceso a los documentos secretos del gobierno y, a partir de allí, su influencia política y gubernamental más directa.
Es a través de escenas y secuencias más o menos cortas y rápidas, descartando la linealidad, recurriendo a diversos saltos espacio-temporales, con la alternancia del color y el blanco y negro para distinguir las distintas líneas narrativas, con un ritmo arrollador y apelando al deslumbramiento visual y sonoro, con una banda sonora envolvente, sugerente, climática, cargada de dramatismo y tensión, que Nolan logrará acercarnos tantos hechos y tanta información, y logrará que ni siquiera nos cuestionemos demasiado sus tres horas de duración; tampoco su contenido. Esto será fruto de la siempre necesaria reflexión posfunción. Allí podrán aparecer las preguntas, las dudas, las ausencias, las omisiones; también, claro está, la reafirmación de sus virtudes.
Podremos cuestionarnos si los juegos lumínicos, las imágenes ígneas de mundos en colisión, de movimientos estelares, que intentan dar vida a la imaginación, los sueños y hasta las pesadillas de Robert Oppenheimer logran su efecto; podremos evaluar el uso del silencio entre tanta música, efectismos y palabras, y el magistral -para este comentador- manejo de la diferencia entre la velocidad de la luz y la del sonido en el momento de realizarse la única prueba previa al lanzamiento de la bomba sobre Japón (Trinity, 16 de julio de 1945) y toda la tensión generada a su alrededor; podremos discutir si eran necesarias imágenes explícitas de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki y de las consecuencias sobre la población de esos lugares -como sostienen muchos- o si, para quienes conocemos la historia y ya leímos el diario del lunes, son suficientes las alusiones surgidas a partir de la torturada mente de Oppenheimer, los comentarios entre los protagonistas y lo atroz de ese poder destructor que atisbamos a través de la explosión de Trinity y su detallada reconstrucción; en definitiva, podremos analizarla como pieza de arte, como espectáculo de masas, como producto comercial, como aporte a la cultura, etcétera, etcétera, etcétera.
Salvo que se trate de expertos o aficionados a la ciencia, es difícil concebir que el sustento científico que se intenta desarrollar para que comprendamos cómo se llegó a la creación de la bomba atómica pueda incorporarse fácilmente o, simplemente, incorporarse. Más bien forma parte de la base de verosimilitud que toda historia dramática que se precie de tal debe intentar generar en su espectador. La finalidad es que el drama funcione, se sostenga, crezca, nos sacuda, no el aprendizaje de teorías o relaciones de causa-efecto. No olvidemos que se trata de arte y espectáculo, industria y comercio, no de divulgación científica; tampoco de Historia.
De todos modos, de esto también encontraremos en Oppenheimer, Nolan sabe que ello le otorgará mayor credibilidad y prestigio a su producto. Sin embargo, sin subestimar su importancia, a Nolan parece interesarle más el hombre que el sujeto histórico, el ser humano y sus complejidades que el héroe y sus hazañas, el juego político detrás de la bomba y sus consecuencias que la carrera armamentística, los dilemas morales más que el desarrollo de la ciencia en sí misma. Y en esa construcción nada sencilla, aunque pueda asomar contradictorio, se muestra cerebral y apasionado, meticuloso y sanguíneo, racional y delirante… casi como su personaje.
Si como establecen ciertos análisis del mito de Prometeo, su figura puede interpretarse de tres formas diferentes a lo largo de la historia: como un rebelde, desafiante de los dioses y la naturaleza; como figura civilizadora, benefactor de los hombres, al colaborar en su progreso, y a los que acerca a los dioses; o como un ser aciago, que acarrea desgracias y sufrimientos, arrebatándole a la humanidad su inocencia a través del conocimiento, la técnica y la ciencia… entonces, cada espectador podrá elegir su propio Oppenheimer; el que podrá ser uno o todos ellos a la vez.