Susana Zurbrigg
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DEMOCRACIA Y COMUNIDAD
Necesidad de la virtud cívica*
Por Marcelo Fernández Pavlovich
¿Qué democracia es la peor forma de gobierno a excepción de todas las demás?
De un tiempo a esta parte, la disconformidad con el modelo de democracia que se ejecuta en la mayor parte de las sociedades occidentales ha ido creciendo. Este fenómeno social complejo ha recibido distintas denominaciones, entre ellas la de “desafección política”, que aplicaría a quienes sienten que, aunque la democracia es insustituible, llegan a desentenderse de ella por no sentirse representados por la oferta político-partidaria existente. La situación se agrava aún más si tomamos en cuenta que hay un número no despreciable de personas que reivindican los procesos dictatoriales de la región (sin ir más lejos, lo hace de forma directa el hasta hace poco presidente de Brasil, Jair Bolsonaro). Así, minimizan los actos y efectos de estos procesos -cuestionando la existencia de torturas, asesinatos y cantidad de desapariciones- o justifican su existencia en función de, por ejemplo, un escenario protagonizado por la teoría de los dos demonios.
Por un lado, la cada vez más renuente participación ciudadana en los ámbitos políticos muestra lejanía, desconfianza y hastío por la llamada clase política, que llega a expresarse en frases del tipo que se vayan todos o todos los políticos son iguales, en rechazo al abanico completo de partidos, sin que parezca existir la posibilidad de distinguir entre diferentes modelos de políticas públicas y/o posturas ideológicas. A su vez, esto ha permitido el ingreso de outsiders a la actividad política -con distinto grado de éxito-, que en algunos casos han generado su propia estructura partidaria (es el caso de Bepe Grillo en Italia, Volodímir Zelenski en Ucrania, Rodolfo Hernández en Colombia, Javier Milei en Argentina). En otros, han tenido que insertarse en la estructura de algún partido político con tradición (Donald Trump en Estados Unidos, Juan Sartori en Uruguay) o comenzar su trayectoria electoral compitiendo por cargos municipales, departamentales o provinciales (Palito Ortega y Mauricio Macri en Argentina). Sin ahondar en el análisis, tal vez podría pensarse que el ingreso de ciudadanos ajenos a las habituales estructuras político-partidarias daría algo de oxígeno a las dinámicas de participación de nuestras democracias. Sin embargo, y más allá de los distintos ascensos y caídas que este tipo de figuras han tenido o puedan tener en la vida política, un denominador común reside en que no han generado mayor participación ciudadana. Si bien, evidentemente, se trata de personas con cierto carisma y arraigo popular -percibido o generado en otros ámbitos-, sus propuestas no han incluido una participación ciudadana activa en la vida democrática.[1]
Por otra parte, fundamentalmente en Europa, pero también en algún país de la región, las fuerzas de ultraderecha han tenido un fuerte ascenso, llegando incluso al gobierno en ciertos casos. Estos movimientos han traído consigo una fuerte carga nacionalista, xenófoba e incluso racista, con discursos y prácticas que podía pensarse -a ojos vista, de forma errónea- estaban desterrados después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. No podemos estar de acuerdo con nada de ello, claro está. Sin embargo, en cierta medida y en algunos casos, el apoyo a estos movimientos suele fundarse en y se aprovecha de cierta rebeldía contra políticas públicas que los ciudadanos sienten se les imponen sin poder decir ni hacer al respecto. Impera, en este sentido, la sensación, en una porción aún más amplia de la ciudadanía, de que buena parte de las decisiones que afectan directamente a nuestra vida han sido tomadas por otros, sea en un sentido individual o comunal. A su vez, los organismos multilaterales de crédito, los bancos centrales, los flujos de capital financiero de grupos especuladores poderosos, las instancias judiciales superiores (encargadas, entre otras cosas, de controles constitucionales a la sanción de leyes por parte de los parlamentos) pueden cambiar la vida de poblaciones enteras de la noche a la mañana, pueden incluso ahogar financieramente a un Estado si el objetivo es cambiar su orientación política.[2] De la mano de ello, se da un vaciamiento de los ámbitos de decisión ciudadana y, en un buen número de ocasiones, las respuestas de las instituciones políticas están más alineadas a dar buenas señales a esos organismos que a las demandas de los ciudadanos, quienes a su vez no tienen mayores posibilidades de ejercer un adecuado control sobre las decisiones. Decisiones que, reitero, afectan directamente sus condiciones de vida.
Yendo de la cama al living
La mencionada apatía avanza en consonancia, sin que resulte completamente claro si uno es causa o consecuencia del otro, con un desplazamiento de los fines de nuestra vida de forma casi exclusiva a la esfera privada. Al no visualizarse una meta de carácter colectivo, y al grito de Hacé la tuya o Viva la diferencia,[3] el horizonte común se ha ido desvaneciendo y refugiamos nuestros deseos dentro de cuatro paredes, estableciendo un “nosotros” restrictivo, que aplica exclusivamente a aquellos seres cercanos y que consideramos familia afectiva. No debe visualizarse este individualismo como exclusiva consecuencia de situaciones negativas de nuestras sociedades contemporáneas, ya que esto se relaciona también con las nuevas configuraciones familiares y distintas opciones de vida. En tal sentido, es momento de dejar en claro que asumimos el pluralismo de nuestras sociedades como un factum: existe una multiplicidad de concepciones sustantivas del bien, y cada persona debería ser libre y autónoma a la hora de elegir los fines para su propia vida. Ahora bien, esto no excluye ni es dicotómico con la pertenencia a una comunidad, con la cual nos atan relaciones cuya normatividad está signada -o debería estarlo- por el respeto y el reconocimiento a esas diferencias.
En ese marco cuasi privado, en que se defiende una idea de libertad similar a un hago lo que me plazca, podemos pensar algún ejemplo de vida cotidiana, que tal vez no provenga de la imaginación: supongamos un edificio de apartamentos y un habitante que, desde su ventana, logra observar determinados eventos de su entorno inmediato. Una madre en la esquina, junto a su niño pequeño, espera que la luz verde del semáforo la habilite a cruzar la avenida; espera y sigue esperando aunque la luz ya está en verde, pues los autos doblan y no paran -lo que genera temor a que puedan ir encima del niño, a pesar de que el peatón tiene la prioridad en este caso-; la luz vuelve a estar roja, por lo que decide caminar hasta la otra esquina y evaluar si allí puede lograr su objetivo. Un trabajador con una jornada de ocho horas corridas o más -frente al edificio- concurre en su auto, que deja estacionado en la calle; al rato, la alarma del auto se activa y no se detiene hasta que el dueño regresa recién al finalizar su jornada, habiendo molestado horas a vecinos, propios y extraños. Un adolescente que vive en el apartamento de al lado va a su centro de estudios en bus, con una mochila bastante cargada; nuestro habitante imaginario se lo ha cruzado en el transporte público y recuerda esa mochila, que parece no despegarse de la espalda, aunque ocupe el pasillo entero y nadie pueda pasar (o las personas deban hacer contorsiones corporales para ello). La vecina del piso de abajo, una persona simpática y agradable, debe caminar aproximadamente una cuadra para llevar la bolsa de basura al contenedor público y, al llegar, ve, indignada, que está rodeado de otras bolsas, pero no se molesta en abrir la tapa para ver si está lleno y, aun así, deja la bolsa de basura en la calle, al lado de las otras. El vecino de arriba tiene una relación muy apegada con su mascota, a la que trata casi como un humano (lo rezonga, lo viste, lo deja en un hotel canino cuando se va de vacaciones, y así); este buen vecino debe ir a trabajar y, mientras tanto, el can ladra y aúlla el tiempo suficiente como para exasperar al más paciente, y nuestro habitante supone que esto se da por extrañar a su amo. Este habitante imaginario sigue parado junto a la ventana, reflexionando sobre estos ejemplos, mientras escucha pasar un motociclista, cosa que logra gracias al caño de escape del birrodado, del que no llegamos a saber si se encuentra dañado por accidente o está preparado deliberadamente para hacerse notar en público.
Puede entenderse el ejemplo del habitante del edificio como una serie de episodios irrelevantes de la vida privada de las personas. Sin embargo, cada uno de ellos está atravesado por reglamentos y normas -desde leyes nacionales hasta regulaciones municipales, sin dejar de lado, en este caso, las normas morales- que parecen no hacer demasiado efecto, ya que el habitante imaginario insiste en que son situaciones que se dan a diario, y que incluso la lista de episodios podría extenderse en amplio modo. En caso de que nuestro deseo sea el solucionar este tipo de situaciones, ¿hará falta mejorar el diseño institucional o incluso las leyes y reglamentos?, ¿será necesario un mayor cuerpo de control y vigilancia, que incluso ingrese en los edificios y el transporte público para realizar una mayor fiscalización y aplicación de la normativa? Entendemos, por un lado, que no hay diseño institucional que opere kantianamente de forma exitosa aun en un pueblo de demonios y, por otro, que el sueño del policía propio -que vigile de forma constante a quienes pueden transformarse en una amenaza a nuestra paz y seguridad- posee más rasgos distópicos que eficaces a la hora de resolver problemas. También, que el diseño institucional es importante -o, incluso, fundamental-, pero que debe estar acompañado por un rol central de la virtud, respecto a lo cual acordamos con Philip Pettit en que las instituciones son resortes muertos, mecánicos, y solo ganarán vida y cobrarán impulso si se hacen sitio en los hábitos de los corazones de las gentes.
No solo un problema de derechos
Las palabras anteriores solo quieren indicar que estamos en un momento histórico -que, por supuesto, no es único- en el que, si bien hay derechos en juego y en peligro, no se trata solamente de eso ni de políticas de fiscalización y punición en pro de la protección de los derechos. Tomemos un problema actual, como lo es el de la basura en nuestra capital: estamos allí frente a un hecho que desafía incluso el derecho a la salud. Dejemos de lado si la Intendencia de Montevideo lleva adelante en buena, mala o regular forma la recolección y supongamos, al menos por un momento, que el problema no está allí: ¿será solución la vigilancia y las muletas? ¿Cuántos vigilantes necesitamos? Quienes revuelven y desparraman basura, ¿están en condiciones de pagar algún tipo de multa y que eso sirva para algo? ¿Necesitaremos penas aún más graves? Entendemos que las respuestas a esas preguntas no configuran ningún tipo de solución a ese problema. Ni a otros.
Lo que necesitamos son ciudadanos mínimamente virtuosos, que logren valorar no solamente su interés inmediato y propio -lo que, obviamente, siempre incluye a su familia y su patrimonio, parte de lo que les interesa-, sino también a la unidad de la que, lo quieran o no, forman parte y que tal vez, en algún momento, tuvieran sentido de comunidad. E, incluso, no precisamos que ello esté motivado por cuestiones altruistas, sino que podría verse como una forma de proteger lo propio: en lugar de ver lo común como algo ajeno y que no pertenece a nadie -y, por tanto, que puede darse pues no importa-, que pueda verse como algo nuestro, que tal vez debería merecer aun mayor cuidado (aunque sea en pos de su duración). Es más, sería útil hasta desde un punto de vista económico: no se necesitarían tantos recursos, ya que no debería ser preciso limpiar allí donde no se ensucia (eso siempre dentro del ejemplo en cuestión, pero podría ampliarse a una vastedad de áreas).
Claro, las políticas que pudieran desarrollarse en pos de la virtud cívica no logran resultados de la noche a la mañana. Es decir, estarían completamente desfasadas del momento en que vivimos, que demanda inmediatez ante todo lo que hagamos o dejemos de hacer. Por otra parte, necesitan de una serie de acciones que deben darse de forma conjunta en distintos sectores: políticas económicas, sociales, comunicativas y educativas (por favor, no sigamos recargando a la escuela con más responsabilidades que no podrá cumplir). Esas acciones necesitan de un equilibrio entre cierto grado de ingenuidad utópica, que permita pensar un poco más allá de las condiciones estrictamente actuales de posibilidad, y una dosis importante de adecuación a lo real, que impida el desarrollo de una novela de ciencia ficción y sea, por qué no, algo así como un llamado a un orden de cosas distinto al que estamos viviendo hoy, y también a un accionar en dirección a ese orden. No se trata de quedarnos colgados en la isla de Utopía de Tomás Moro ni de quedarnos en las frías y actuales condiciones de nuestra arena política. Si pueden trascenderse esos sueños o condiciones, es algo que la comunidad política -en caso que logre serlo- determinará. En caso de respuesta negativa, simplemente tomemos estas palabras como análogas a la Canción desesperada de Enrique Santos Discépolo.