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VADENUEVO DE COLECCIÓN: De nuestro N° 21 (junio de 2010)

 Publicado: 07/11/2018

La crecida


Por Margarita Heinzen


A la luz vacilante de la vela la escena parecía traída del pasado; sin embargo era aquí y ahora, a pocas cuadras del centro. Un hombre enjuto y desaliñado con los brazos extendidos dejaba caer su cabeza sobre una mesa ruinosa en la que había una vela encendida dentro de una lata. El piso era de tierra y en la abertura de la puerta se estaba formando barro. Se sentía un fuerte olor a río crecido, ese olor penetrante de plantas en putrefacción bajo las aguas quietas. Entramos al rancho y el jefe de la cuadrilla le dijo al hombre que el río avanzaba, que se tenía que ir. El hombre no se inmutó. Parecía no haberlo oído. Miré alrededor y en el estrecho espacio vi un camastro cubierto de trapos sucios, restos de un fogón en el piso y algunos canastos de junco desparramados sobre la tierra apisonada. El hombre olía a alcohol pero a la vista no había ninguna botella.

- Vamos amigo, - le dijo el jefe de la cuadrilla- que a este rancho se lo lleva el río.

El hombre apenas se incorporó y a la luz de la vela me pareció que lo miraba con resignación.

- Vamos, amigo -repitió el jefe tomándolo del brazo para ayudarlo a levantarse.

Al pararse, el hombre pareció más alto y flaco que cuando se lo veía recostado. La luz de la vela alargaba las sombras y daba un siniestro aspecto al entorno.

- Es el "Indio" Velásquez - me dijo el jefe por lo bajo. Y agregó:

- Hace más de diez años que no habla.

Ayudamos al Indio a subir al carro y metimos el catre, la mesa y el banco ya con el río remolineando entre los tobillos. Al alejarnos sentimos un crujir de tablas y un chapoteo de aguas llevándose el rancho. Me pareció que la espalda del Indio se estremecía levemente, pero no se volvió a mirar.

Fue una noche larga porque el río había subido muy rápido. Las cuadrillas trabajaron duro sacando a las familias y sus pertrechos en una corrida contra reloj mientras el río avanzaba y el frío y la humedad calaban los huesos y las casas hasta los cimientos.

Cuando las luces del amanecer empezaron a pintar de naranja el cielo, nos tomamos un descanso y ahí vi al Indio, sentado en el cordón de la vereda, a pocos centímetros de donde el río se había detenido. Alguien le había echado una manta sobre los hombros. El jefe, se acercó y me dijo, al ver que yo lo observaba:

- En una crecida similar perdió a su familia.

- ¿Y no hubo tiempo de sacarlos?, pregunté extrañada porque estas maniobras de rescate eran habituales en nuestra ciudad litoraleña.

El jefe, buen contador de historias, me convidó a tomar unos mates junto a un fuego que había armado para calentarnos. El amanecer era helado y una humedad pegajosa subía desde el suelo, incluso de las partes que aún estaban secas. Me acurruqué en un tronco y apoyé los pies sobre un diario.

El jefe me miró con unos ojos enterrados en el monte de arrugas de su cara y empezó el relato. El Indio Velásquez había crecido en la costa entre juncos y espineles. Había sido pescador toda la vida y de tanto en tanto aparecía por la feria con unos canastos de junco para vender. Lo cierto es que hacía más de diez años que el río se había llevado su voz junto con el rancho y su gurisa que, recién parida, no tuvo fuerzas para salir con el bebé.

El jefe avivó el fuego con un palito y me contó que la Irene había llegado a la vida del Indio Velázquez una tarde en que la encontró en la puerta del rancho al volver de recorrer el espinel. Èl le vio cara de hambre, así que le ofreció compartir la cena y luego quedaron junto al fuego, mirando el río, en silencio uno frente al otro. El reflejo de la luna abría un surco claro en las aguas quietas y dibujaba las siluetas de unas chalanas en la orilla. Apenas se oía el golpeteo del agua contra los lados de los botes. Cuando el Indio se levantó para ir a tenderse en su camastro la Irene lo siguió y se acostó junto a él buscando calor.

Él nunca había tenido mujer y ésta era casi una niña, pero era buena para el trabajo y le enseñó a tejer canastos que empezaron a vender en la feria. Desde antes de salir el sol ya estaba en el trajín; cortaba los juncos en manojos generosos que dejaba secar por horas hasta que la fibra estaba a punto para el trabajo, luego lo acompañaba en la chalana a tirar el espinel, preparaba la comida, limpiaba el rancho, lavaba la ropa y por la tarde se sentaba a hacer canastos para luego ayudarlo a recoger la cosecha de pescados. Algunos días iban al centro a venderlos.

El jefe empezó a armar un cigarro con sus dedos mochos. Mirando fijo el canuto que acababa de armar, recordó ver a la Irene con la canga en los hombros. Decía que era capaz de levantar casi diez kilos de bogas, dorados o surubíes los días de buena pesca. Eran largas las cuadras en subida hasta el mercado. Y por allí andaba descalza, con sus patas flacas y su vestidito de tela gastada. La gurisa era chiquita pero muy fuerte y sufrida. Cuando la panza se empezó a notar, el Indio le pidió que no cargara tanto peso, por intuición nada más, porque parecía que iba a quebrarse.

- Capaz que debería quedarse un poco quieta- le dijo un día que notó que perdía el equilibrio al bajar de la chalana cargada de pescados. - ¿Ah, si? ¿Y quién lo va a ayudar, entonces?- le contestó como ofendida.

- No sé, ya me voy a arreglar.

- Segurito que va a contratar a alguien - le retrucó. - Total, como nos sobra...

- Yo le digo nomás - murmuró el Indio y no volvieron a hablar del tema hasta que un día la Irene regresó antes del centro con tres pescados sin vender porque una fuerte puntada le atravesaba el vientre. No hubo tiempo para nada. El Indio corrió a la casa del jefe por ayuda para el parto, pero cuando volvieron al rancho con una matrona, la Irene ya tenía en sus brazos un bebé sanguinolento envuelto en unos trapos. Ella había perdido mucha sangre así que la internaron en el hospital por una semana. Pero él no podía dejar el rancho para cuidarla y descuidar la pesca así que la volvió a buscar.

- Ese fue su error- sentenció el jefe mirando fijo un punto en algún lugar delante de él.

La Irene ya no fue la misma. Había perdido la fuerza y las ganas por el trabajo. El bebé crecía bien pero ella no se recuperaba. Cuando el Indio volvía del río, veía desde lejos los manojos de juncos sin levantar y ya sabía que la gurisa seguía mal. Él no le reprochaba nada. Algo tibio, parecido a la desesperación, le llenaba el pecho cuando miraba su carita amarillenta y sus labios sin color. Le acariciaba la cabeza, acomodaba un poco el rancho, atendía al bebé y le preparaba algo caliente para comer.

- Mañana volvemos al hospital- le decía, pero los días pasaban sin que lo hicieran.

Cuando el río empezó a crecer, se armaron las cuadrillas para la evacuación y, como siempre, vinieron a buscar al Indio por conocedor. El jefe también fue de la partida y nadie pensó que el rancho del Indio se fuera a inundar porque estaba construido en un alto. A lo sumo quedaría aislado por tierra. El Indio, previsor, se llevó la chalana y la ató a un árbol todavía seco pensando que tal vez tuviera que usarla al volver. Dejó a la gurisa en el camastro con el bebé dormido al pecho y la vela encendida.

- En un rato vuelvo. Trate de dormir un poco - le dijo, retirándole los pelos de la cara con cariño. El calor de su frente lo sobresaltó, así que agregó: -Y mañana sin falta vamos a ver al doctor-. La gurisa le sonrió apenas. Se veía tan débil que su piel apenas se distinguía de las sábanas.

El jefe se rascó la barba blanca de tres días y su mano cobriza hizo un ruido de lija al rozar la cara. Aquella noche el río había subido de golpe. Habían visto ahogarse dos vacunos y hubo que auxiliar a unos pescadores que casi zozobran en las enfurecidas aguas. La correntada traía de lejos ramas grandes que bajaban flotando y amenazaban con golpear las embarcaciones, volviendo más peligrosas las maniobras de rescate. Sólo el forcejeo contra la corriente quebraba el frío de la noche.

Al amanecer todo parecía haber recuperado la calma, si bien el río había llegado a marcas que los más viejos no recordaban. Una leve bruma difuminaba los contornos a lo lejos y las islas en la costa de enfrente se veían como negras matas de arbustos flotando en el medio del río.

Cansado pero satisfecho, preocupado por su gurisa y pensando en el mate que iba a tomar para entrar en calor, el Indio remó en dirección al rancho y vio agua hasta donde nunca había habido. El bufido del viento golpeaba sus oídos filtrando como un cedazo el resto de los sonidos. Siguió maniobrando despacio en busca del rancho que no aparecía. Creyó reconocer el paraje pero se convenció que estaba equivocado. El bote seguía avanzando pero no divisaba más que agua arremolinada que desparramaba maderas y otros desechos entre los pajonales. El río gris era un reflejo del cielo tormentoso. Había perdido su furia y sólo se oía su monótono golpetear contra unas tablas. El Indio enganchó una tela con el remo y sintió que se le abría un vacío en las entrañas. En ese instante pasaron flotando unos canastos. Su último alarido se mezcló con el grito estridente de un pájaro a lo lejos.

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